Acción de gracias – 30 ¿Verdes praderas y fuentes tranquilas?

¡Muerte al odio!

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El “homo sapiens” proviene del magma de una vida que, primero, se yergue airosa, aunque el misterio de su gestación siga siendo indescifrable para nosotros, de la materia inorgánica hasta generar frondosos árboles y fornidos animales, y que, después, lanza al mundo un ser que se libera de sus condiciones bióticas para emprender un camino autónomo. Hombre y naturaleza invierten entonces los papeles de dominio. Desde que tal ocurrió, posiblemente hace un millón de años, el hombre ha emprendido un largo viaje de desarrollo del que es posible que, en cuanto a la especie se refiere, no se hayan recorrido todavía más que los prolegómenos. Mientras camina por su peculiar historia y hace frente a su inconmensurable soledad, el hombre se va alimentando de seres que están ahí o él mismo transforma o fabrica, unas veces nutritivos y otras nocivos; crece y decrece, avanza y retrocede al dictado de unas potencialidades que, lejos de aletargarse, se ven zarandeadas constantemente por el pescozón de una insoslayable demanda de más y mejor, tensión sin la que la vida humana no sería tal. Así lo expone el genial sistema de valores y contravalores del sabio dominico Eladio Chávarri, omnicomprensivo de la vida y de la trayectoria humana, sistema que da cumplida razón de nuestra condición.

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En este proceso, que durará cuanto dure el ser humano sobre la tierra, el vozarrón de Jeremías truena contra los pastores depredadores del pueblo de Dios con un “¡ay!” de dolor y de exclamación punitiva en la primera lectura de este domingo. Afortunadamente para el género humano, Jeremías vaticina que vendrá otro profeta y otro pastor que pastoreará su pueblo como es debido y no permitirá que se pierda ni una sola de las ovejas del rebaño divino. Será un hombre prudente que entronizará la justicia. De este modo, anticipa para sus oyentes que el Mesías, Jesús de Nazaret, se constituirá en el profeta que a nadie dejará indiferente y que terminará con todos nuestros titubeos, pues sus caminos quedarán expeditos y sus seguidores contarán con la intendencia necesaria para alcanzar su destino. Sin duda alguna, los cristianos de nuestro tiempo conocemos bien esos caminos a pesar de las bifurcaciones que tomamos y los zarzales en que solemos meternos a la hora de zanjar cuestiones baladíes, pero, lamentablemente, muchos de nosotros no nos hemos puesto a caminar en serio tras los pasos de ese Jesús salvador.

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Uno de los más bellos salmos proclama en la liturgia de hoy que ese buen pastor y profeta, el Mesías, nos recostará en verdes praderas y repondrá nuestras fuerzas con el agua fresca de fuentes tranquilas. ¿Reposo y frescura? Así debería ser si de verdad creemos, a tenor de su predicación, que Dios es nuestro padre y que todos nosotros somos realmente hermanos. Su palabra está llamada a derribar para siempre los muros del odio que nos separan e instaurar una paz duradera que nos hermane a fondo. Es lo mismo que viene a decirnos hoy san Pablo en su carta a los Efesios: que la cruz configura los travesaños en estandarte de perdón y el sufrimiento redentor se transustancia en la argamasa que une todos los pueblos en un solo cuerpo. Aunque el cristianismo se nos ofrece desde su mismo inicio como una obra consolidada y definitiva de perdón y amor, la dinámica de la cruz no podrá ahorrar fuertes tensiones a quienes, seducidos por lo efímero y aparente, se entregan a la rapiña y al odio que descomponen su vida. ¡Cuántos raptores y tiranos se han entronizado en nuestra heredad! ¡Cuánta inconsistencia se ha constituido en armazón de nuestras vidas!

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Sin embargo, en estos comienzos del s. XXI vivimos momentos de gran expectación. Justo como les sucedía a los coetáneos de Jesús, pues, según cuenta el evangelio de hoy, tomado de san Marcos, no lo soltaban ni a sol ni a sombra. Pero mientras ellos seguían a un profeta que, además de enseñarles a rezar, les daba de comer y curaba sus enfermedades, nosotros, aunque estemos tan desorientados y seamos tan víctimas de las enfermedades como ellos, ni siquiera prestamos atención a los muchos Jesús que transitan por nuestras calles. Nuestra angustiosa congoja proviene de que caminamos como ovejas sin pastor: no contamos con políticos que de verdad sirvan al pueblo para que, al menos, nos ayuden a seguir de pie; tampoco tenemos maestros que nos enseñen a esquivar los acantilados que nos van saliendo al paso y han enmudecido quienes debían proclamar abiertamente en las plazas públicas la hermandad sustancial que hace posible la vida humana.

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Es la nuestra francamente una sociedad descabezada, lanzada a correr el tiempo como pollo decapitado, sometida por completo a fuerzas instintivas que, lejos de asegurarnos la supervivencia, nos llevan a acaparar disfrutes y prebendas, haciéndonos caer en la trampa de que el tiempo es eterno. ¿Reposamos realmente en verdes praderas y bebemos frescas aguas en fuentes tranquilas? Lo pregunto porque ahí, afuera, o te achicharras y deshidratas o te entumeces y congelas de frío. El odio racial campa por sus fueros; la rapiña es la corona de los listos; el poder se ha convertido en fábrica de billetes; la fama y el protagonismo te rescatan de la nada y te redimen de la insignificancia social; el talento degenera en camino fácil para el éxito dinerario y, digamos resumidamente, la mendicidad y el victimismo se convierten en máquina de progreso. En suma, lo humano se esfuma para dejar paso a la olimpiada de los contravalores. ¡Qué gran desgracia es contemplar pasivamente cómo todo lo que deteriora nuestra condición y aminora nuestra capacidad para ir mejorando poco a poco no solo se posesiona de los medios de comunicación, sino también llena los tiempos de diversión, mientras que lo realmente valioso se confina tras los muros de la privacidad! ¿Dónde están, si no, los millones de seres humanos, creyentes o no, que también hoy se sacrifican hasta la muerte por ayudar a sus semejantes necesitados? Porque haberlos, haylos, pues de lo contrario hace tiempo que el género humano habría dejado de existir.

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Si el único precepto del credo cristiano se limita a ordenarnos que nos amemos unos a otros sin condiciones previas, al estilo de Jesús, que pasó por este mundo haciendo siempre el bien, ¿por qué en nuestras sociedades, también en las autodenominadas cristianas, abunda tanto el odio? Sin duda, el odio es una sensación fuerte que parece mantenernos vivos y darnos alicientes para resarcirnos de las injusticias que ciertamente hemos padecido y, sobre todo, para vengarnos de cuantos se han recreado causándonos daño. Pero su aparente fortaleza es artificial e inconsistente, pues él mismo y su fruto más sabroso, la venganza, son sensaciones meramente epidérmicas que chupan la sustancia y dejan un profundo vacío desolador. El odio agosta y destruye nuestra condición y contraviene la razón de ser de quien ha nacido para amar y construir una vida hermosa que dé juego a las potencialidades que la naturaleza nos regala. Nos consta fehacientemente que el odio hace surgir en torno suyo el infierno, mientras que el amor nos emplaza a adentrarnos en el paraíso. La evidencia palmaria de tan gran verdad no nos excusa de la necesidad de tener que recordarla con frecuencia y predicarla con fuerza, y más cuando, como ocurre en nuestro tiempo, el dinero y el poder lo embadurnan todo de mierda pestilente. Los cristianos deberíamos tener siempre muy presente que Jesús clavó el odio en la cruz, tal como lo insinúa san Pablo en la liturgia de hoy.

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Hace calor, mucho calor. Es tiempo de refugiarse en la sombra, de recostarse en la pradera, de hidratarse debidamente con agua fresca. Sombra, pradera y agua fresca son poderosas metáforas para contrarrestar la calentura de la vida, amortiguar el ansia de acumular riquezas y, sobre todo, para amansar la fiera que todos llevamos dentro y que, a sabiendas o a traición, a veces se lanza airada a destrozar la enorme riqueza que nos regala la vida, la de amar a nuestros semejantes, de formar con ellos una comunidad bien cohesionada y de caminar juntos, incluso cantando, el trecho del camino que nos haya correspondido en suerte.

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