Desayuna conmigo (domingo, 24.5.20) Viajando

Sal de tu tierra, sígueme

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Que la celebración litúrgica de la Ascensión del Señor a los cuarenta días de su Resurrección, es decir, el jueves pasado, se traslade por razón de preservar su solemnidad a hoy, el domingo siguiente, viene a ser como añadirle una etapa más al peregrinaje que es toda vida humana. Es como si se prolongara la despedida del Señor, una despedida que, en definitiva, no es tal, porque, aun desapareciendo de nuestra vista en el horizonte celeste, se quedara anclado a nuestra carne en los caminos de la tierra.  Se va sin irse, pues se oculta en cada ser humano como reto a la racionalidad de nuestros comportamientos. Leído con este enfoque, los textos litúrgicos de esta solemnidad se hacen mucho más comprensibles y adquieren la dimensión de lo cotidiano, de lo hogareño, de lo maravillosa que es de suyo la forma de vida cristiana. Y, en momentos como este, cuando la enfermedad y el hambre se ceban sobre todo en los más débiles, los más vulnerables, se vuelve grito de compasión y amor.

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A Abraham (Génesis,12), el misterioso y poderoso Dios de Israel le pide que salga de su tierra y emprenda un largo viaje para ir donde Dios quiere hacerlo padre de muchas generaciones. Al joven rico del Evangelio Jesús lo invita a dejar atrás todo, familia y hacienda, para seguirlo y vivir con él la aventura de su evangelización, la de convertirse, también él, en “pescador de hombres”.

Hablamos de viajes que describen la vida de cada ser humano, de cada uno de nosotros, pues todos venimos a este mundo para un peregrinaje que va del nacimiento a la muerte y que se hace mucho mejor y más llevadero con la mochila ligera. El viaje es exigente y muchas veces será preciso seguir adelante con ampollas en los pies, caminando a oscuras, con la espalda doblegada y con el alma en llanto.

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Para el cristiano, que tiene la perspectiva que a su viaje le da el mensaje y la vida misma de Jesús, la impactante meta de la muerte se transforma en puerta de entrada al paraíso, en inicio de una nueva andadura que durará siempre y en la que ya no habrá ni ampollas en los pies ni llanto en los ojos. Para quien no tiene esa perspectiva, la vida se torna un absurdo de punta a cabo, en broma pesada de algún genio maligno que se divierte viendo cómo maniobramos en el hormiguero humano en el que nos torturamos unos a otros. De hecho, si pudiéramos contemplar la vida que llevamos desde una cápsula espacial, sería para troncharse de risa por la cantidad de imbecilidades que cometemos, si no fuera porque muchas veces nos veríamos a nosotros mismos como desencadenantes de tanta sinrazón y arbitrariedad.

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Retomando el hilo litúrgico de la Ascensión, Jesús nos asegura que la instauración de su reino se asienta sobre la acción continua del Espíritu Santo y que él se convierte en la cabeza de un cuerpo, la Iglesia, su plenitud. De ahí que, al despedirse y desaparecer de nuestra vista, pueda asegurarnos con autoridad: “estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”. Hay orden, concierto y fuerza en un cuerpo cuya cabeza sabe de dónde viene y adónde va. El problema está en que nosotros cojamos nuestro manto y calcemos nuestras sandalias para ponernos en camino, como hizo Abraham, o nos demos la vuelta y retornemos a nuestras insípidas comodidades, como el joven rico, esperando que la fiera del tiempo nos engulla sin que logremos saber para qué hemos venido a un mundo tan sin sentido.

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Que hoy celebremos el día europeo de los parques naturales nos sirve como alfombra por la que discurre nuestro peregrinaje. La razón de esta celebración se debe a que fue el 24 de mayo de 1909 cuando se declararon en Suecia los primeros parques naturales en Europa. Este año, a la luz del lema “la naturaleza es buena para tu salud”, se nos anima a preservar nuestros hermosos parques y a hacer cuanto podamos por mejorarlos. De hecho, esos parques son paraísos reales de la naturaleza que alivian el cansancio de la vida y sostienen nuestra salud. En ellos no cabe otro pecado original que la desidia humana, el coronavirus voraz que los corroe. Realmente, para un cristiano, la tierra en que vivimos es el paraíso terrenal en el que permanecemos a lo largo de todo nuestro peregrinaje.

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En ese largo peregrinaje contamos con maravillosas compañeras, iguales a nosotros, que alegran y allanan el camino. Lo digo porque también hoy se viene celebrando desde 1982 el día internacional de las mujeres por la paz y el desarme, una celebración que surgió de la conformación de un grupo de mujeres pacifistas de algunos países europeos y de los Estados Unidos de América para luchar contra la carrera armamentista y el uso de armas nucleares. Con ella, el Consejo de las Naciones Unidas postula mayor participación de la mujer en la consolidación de la paz en el mundo, debido al excelente desenvolvimiento que las mujeres han tenido cuando no han sido vulnerados sus derechos, cuando han sido tratadas con igualdad, respeto e inclusión en la sociedad. Desde luego, la historia humana ha sido tan calamitosa debido a que a las mujeres se les ha impedido jugar el papel de equilibrio y armonía que les es tan propio.

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Los seres humanos peregrinamos a través de un parque-paraíso y, además, con la agradable y reconfortante compañía de las mujeres. ¿Podríamos pedir algo más? Sí que podemos y el día nos lo pone al alance de la mano, pues, el paso se aligera y el ánimo se ensancha cuando durante el camino reina una entretenida conversación. Lo digo porque un día como hoy de 1844, Samuel Morse emitió el primer mensaje telegráfico desde el Capitolio de Washington a Baltimore, sentando así la primera piedra de lo que, desde entonces, se ha convertido en uno de los más exitosos logros de la invención humana a lo largo de todos los tiempos, la intercomunicación. Por poner solo un ejemplo dentro de este contexto, recordemos que casi cien años después, en un día como hoy de 1928, se inauguró el servicio telefónico entre España y el Reino Unido. La intercomunicación de los seres humanos, iniciada hace ya casi dos siglos, sigue avanzando espectacularmente en extensión y profundidad hasta el extremo de haberse convertido en el factor más determinante para mantener la cordura que la humanidad entera está demostrando en estos momentos de tanto confinamiento en todo el mundo. Ella ha sido vehículo de nuestras emociones y logística indispensable para no morir de hambre.

¡Qué grande es el ser humano cuando facilita que la mujer, reducida durante siglos a poco más que un animal doméstico, ocupe la parte de la humanidad que legítimamente le corresponde; cuando acota, adecenta y cultiva tantos parques naturales para su propio recreo y cuando inventa lenguajes para intercambiar instantáneamente informaciones y sentimientos con quienes viven en sus antípodas! Solo se empequeñece y envilece cuando se encierra en su propio castillo, enmudece y se aprovisiona, despojando a cuantos malviven en su entorno, como si él fuera a vivir eternamente.

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El día de hoy, el del clamor y de los gritos de júbilo a un Señor que sube glorioso a los cielos para instalarse definitivamente en el corazón de cada ser humano, nos invita a derribar los castillos interiores, a salir a la montaña y gritar a los cuatro vientos el encanto de nuestra vida cristiana, alegre incluso en la desgracia y esperanzada en medio de los estragos de la sorpresiva pandemia que nos azota. La alegría de la exultación de Jesús nos da fuerzas para confiar en que pronto le ganaremos la partida a este maligno coronavirus y para, una vez depuesto el afán de lucro que nos corroe, abrir cauce a la gratuidad, la única que puede llevar el pan de vida de cada día a la boca de todos los seres humanos. Es de esperar que el duro trance que hemos vivido, que tan fácilmente ha dado al traste con tantas convicciones firmes y con tantas costumbres arraigadas, se convierta en la lección de vida que todavía necesitamos aprender: que la vida humana es frágil, pero que, por endeble que sea, se afianza y engrandece en el seno de una comunidad fraterna universal. Vivir solo para sí es morir en vida.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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