Desayuna conmigo (viernes, 24.4.20) Vivienda, vestido y comida

Renta vital mínima

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En la vida de nuestros ancestros prehomínidos, cuando el único objetivo vital era la mera supervivencia animal, en los grupos unos miembros ya velaban por la vida de los otros. Los animales y los seres humanos somos interdependientes. No hace falta insistir en las diferencias y calidades de unos y otros a la hora de organizarse socialmente, aunque no deje de sorprendernos la perfección con que lo hacen las hormigas y las abejas, pongo por caso. En plena aislamiento individual, ni unos ni otros habrían siquiera sobrevivido. Incluso suponiendo que la procreación se hubiera desarrollado por canales mágicos de maravillosa espontaneidad, sin la colaboración de otros miembros de la comunidad no habría sido posible ni la existencia ni la aventura humana.

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Sabido eso, el tema de la renta mínima vital, puesto encima de la mesa en estos momentos por políticos y eclesiásticos con enfoques muy distintos, a raíz de las tremendas secuelas sociales y económicas que ya está dejando el coronavirus, es transcendental no solo para evitar que muchos perezcan en el intento de salir a flote, sino también para entender a fondo cuáles deberían ser las prioridades y las principales obligaciones de los gobiernos de las naciones.

En este blog ya nos hemos referido a las dificultades que tienen muchos ciudadanos para llevar por sí mismos una vida humana mínimamente aceptable y hemos abordado su posible solución en otros términos que los propuestos y discutidos ahora. No hablábamos de “renta mínima”, sino de vivienda, vestido y comida como elementos esenciales e imprescindibles para una vida digna. Al hacerlo en esos términos, que me parecen más clarificadores y oportunos, no me fijaré aquí en las propuestas de políticos de izquierdas cuestionadas por dirigentes eclesiásticos.

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Entonces ya apuntábamos que la primera y principal obligación del gobierno de una nación es proveer de vivienda, vestido y comida a todos los ciudadanos que no puedan conseguirlo por sus propios medios. Ese “todos” no engloba, lógicamente, a quienes prefieran situarse al margen del sistema y vivir bajo un puente, vestirse de harapos y alimentarse con lo que encuentren en los contenedores de la basura, pero si a todos los demás en situación de precariedad forzosa. Ciertamente, hay muchas personas que de forma permanente o circunstancial no pueden lograrlo por sus propios medios. Pero ningún ciudadano bajo un gobierno que cumpla con sus obligaciones, salvo el que optara expresamente por excluirse, tendría que vivir en la calle o a la intemperie, andar desnudo o vestir harapos y pasar hambre. Mi condición humana me acredita para que, en caso de no poder alcanzar esos mínimos imprescindibles por mí mismo, sea la sociedad la que me los procure.

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Aunque la propuesta parezca utópica e irrealizable, de interpretar bien su papel, no sería difícil para un gobierno llevarla a la práctica y, además, a pesar de lo que pudiera deducirse de una rápida valoración económica, tampoco sería muy costosa, y menos gravosa, para la sociedad. No es lugar este para planificar su puesta en marcha, pero sí para esbozar siquiera que en lo económico es viable. El costo, aunque parezca en principio inalcanzable, no sería realmente tal por la sencilla razón de que, así como los gobiernos no pueden dar las subvenciones a capricho, tampoco pueden regalar unos dineros que no son suyos sin incurrir en severos agravios sociales comparativos. El gobierno está obligado a administrar bien el presupuesto público, presupuesto que, al nutrirse de los impuestos que pagan los ciudadanos que están en condiciones de hacerlo, no es un dinero suyo, sino de ellos. Por eso, el gobierno no puede, no digamos robarlo porque eso sería delito, sino malgastarlo caprichosamente o regalarlo sin más a los afines y allegados. Hablaríamos en ese caso de una acción políticamente incorrecta y éticamente repudiable. Ello quiere decir que el gobierno debería utilizar bien los recursos necesarios para lelvar a efecto nuestra propuesta. 

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En nuestro enunciado nos hemos referido a los ciudadanos que no pueden conseguir vivienda, vestido y comida por sus propios medios. Entre ellos, los habrá que tengan algunos medios como patrimonio o rentas, insuficientes para alcanzar tales metas, en cuyo caso el gobierno se limitaría a complementarlos. A los que no tengan nada tendría que procurarles todo.

En ambos casos tendría que exigir a los beneficiados una contraprestación de carácter social en beneficio de la comunidad, proporcional a lo gastado con ellos. Ello no significa que tengan que devolver al Estado, aunque fuera muy poco a poco, el dinero invertido en cada caso.  No se trata de un préstamo, sino de un apoyo mutuo: yo, Estado, te doy lo que tú necesitas para vivir y tú, a cambio, me devuelves lo que buenamente puedas hacer por la sociedad que yo gobierno. Hablamos solo de tiempo de servicio social, pero no voluntario sino obligatorio.

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En otras palabras, la contraprestación estaría en consonancia con lo realmente recibido, pero nunca tendría la condición de una devolución a base de horas de trabajo, a un tanto la hora, hasta alcanzar el monto total. Las contraprestaciones sociales que el Estado exigiría a los beneficiados estarían en consonancia con sus habilidades reales, lo que quiere decir que solo en el caso de los incapacitados totales el dinero empleado sería a fondo perdido. No serían mucho y la sociedad puede realmente con ello. Dichas contraprestaciones aumentarían considerablemente la calidad de vida de una sociedad que, además, sería más racional y razonable. No me resisto a señalar la mejora en un ámbito que hoy conmueve profundamente a los ciudadanos: evitar, por ejemplo, que ninguna persona mayor se vea obligada a tener que vivir y morir sola.

Lo que acabo de decir terminaría de raíz con tres grandes peligros sociales a la hora de resolver un problema que, de no lograrse, cuestionaría nuestra condición de humanos y racionales. En primer lugar, por el beneficio de las contraprestaciones el Estado no se vería abocado a un desembolso inasumible, sobre todo en tiempo de crisis. En segundo lugar, se cortaría de raíz la tentación de que la sopa boba de una “renta vital mínima” fomente el parasitismo de cuantos están dispuestos a vivir sin dar golpe, aunque sea austeramente. Finalmente, no se dejaría opción alguna a la tentación más demagógica y peliaguda, la de que algunos políticos trataran de empobrecer estratégicamente a muchos ciudadanos para amarrarlos férreamente a sus pretensiones totalitarias con una prestación falsamente benefactora.

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El tema es muy serio para someterlo a estrategias de ningún tipo. Lo que acabo de exponer es factible y, además, ni fomenta parasitismos ni abre cancha a proselitismos políticos. Mientras un gobierno no logre que todos sus gobernados tengan lo mínimo necesario para vivir como seres humanos, tendríamos que hablar de un “gobierno fallido”. A partir de ahí, su obligación es afrontar que esa vida sea cada vez mejor y de mayor calidad, con una sanidad operativa, una educación como Dios manda y unas   infraestructuras que funcionen como es debido. En este contexto, por lo que se refiere a ellos mismos, los políticos nunca deberían olvidar que conseguir esos objetivos, que son los que realmente hacen rico a un pueblo, requiere necesariamente gobierno pobre, es decir, una buena administración de los recursos. Y, por lo que respecta a los ciudadanos, los políticos no deberían olvidar que una nación que favorezca el parasitismo nunca llegará a ninguna parte. Desgraciadamente, vivimos en una nación con un gobierno muy rico y un pueblo muy pobre, debido, entre otras causas, al parasitismo que se fomenta interesadamente.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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