Desayuna conmigo (domingo,23.8.20) La identidad como clave

¿Somos solo lo que mostramos?

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La liturgia de hoy se enzarza en una cuestión peliaguda, que se explicita con toda su crudeza en el evangelio, tomado de san Mateo. Una muy simple razón de sentido común me hace sospechar que se trata de una cuestión dialéctica que Jesús nunca se planteó, pero que fue determinante en la incipiente comunidad cristiana. Desgraciadamente, hemos reducido la autoridad a una razón de peso que condiciona cuanto se diga. Y así, no es lo mismo que la frase “este es un buen día” la diga el tonto del pueblo o un gran dirigente político o religioso, aunque ninguno de ellos añada nada al hecho objetivo, salvo que los oyentes opinen que el primer comunicador es un majadero y el segundo, un gran sabio. Me cuesta imaginar a Jesús preocupado por esas menudencias, pero la Iglesia, que ya funcionaba como comunidad cristiana cuando ese evangelio fue escrito, sí que necesitaba saber claramente quién era Jesús. La escena didáctica que describe Mateo habría sido incluso contraproducente para Jesús de haber salido la pregunta de su boca, pero era sumamente importante para la iglesia primitiva ponerla en su boca.

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Yendo a lo que realmente nos importa hoy, si bien para aquella primitiva comunidad era muy importante saber quién era realmente Jesús, para nosotros hoy esa cuestión o no se plantea o lo hace como mera curiosidad dialéctica. Sea cual sea la respuesta que se dé, las cosas no van a cambiar por ello. Uno no imagina a la Iglesia de nuestros días celebrando concilios parecidos a los que definieron el “credo”. De hecho, el Vaticano II vino a demostrar claramente que las preocupaciones y los cometidos actuales son muy distintos, pues siguen siendo muchos los quebraderos de cabeza que acarrea no solo demostrar que el mensaje evangélico es válido también para los hombres de nuestro tiempo, sino también, y mucho más, conseguir que lo sea realmente, es decir, encarnarlo en nuestra cultura y forma de vida.

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Al confesar que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, Pedro muestra en su confesión la roca que necesitaba Jesús para construir su Iglesia, en el supuesto, claro está, de que ese fuera su propósito, que es lo que interesa que quede muy claro en la comunidad en la que se gesta el evangelio de Mateo. También lo anticipa Isaías en el texto de la primera lectura al mostrar a Dios como el Señor que realmente corta el bacalao, cosa que también hace san Pablo de forma más explícita y determinante al hablar, en su misiva a los Romanos, de los insondables caminos de Dios que debemos recorrer. La liturgia de hoy nos fuerza a mirar, una vez más, hacia arriba, a hincar la rodilla, a suplicar y a esperarlo todo del cielo, porque es en Dios, al decir de san Pablo, donde tenemos el origen, reside nuestro guía y se ha fijado nuestra meta. Partiendo de tales premisas o lecturas del mensaje evangélico, nada tiene de extraño que los cristianos nos hayamos pasado dos mil y pico de años mirando al cielo y esperándolo todo de allí, como si lo que ocurría en la tierra, por ser banal y transitorio, careciera de importancia.

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Pero es llegado un tiempo, el nuestro, en el que la forma de vida actual prima la mirada a la tierra y nos emplaza a asumir todo lo humano para “cristianizarlo” o a situarnos en la insignificancia de vivir fuera de juego perdiendo protagonismo en su devenir. El cristianismo, que, en su versión de “mirada al cielo”, lo ha sido todo durante siglos en la cultura occidental,  corre hoy el riesgo de verse reducido a la nada en la necesaria e insoslayable “mirada a la tierra”.

Ahí dejo el denso interrogante con que hoy deberíamos interpelarnos si realmente nuestra tarea cristiana es convertir el mundo en que vivimos en sacramento del reino que esperamos y por el que decimos trabajar. En ese caso, metiendo en escena al mismo Jesús, él hoy no nos preguntaría “¿quién decís que soy yo?”, sino “¿qué pensáis que debo hacer para que el reino de Dios llegue a todos?”. Esa es realmente la gran pregunta que, al menos, deberíamos hacernos los cristianos de nuestro tiempo. Nuestro cristianismo, el del credo, el del magisterio eclesial y el de la liturgia, necesita un buen baño de hombre, de “encarnación”, para asumir no solo el cuerpo del hombre, sino también la forma de vida humana. Obviamente, la respuesta que estamos dando no es la buena, pues el cristianismo actual apenas significa nada en ámbitos tan importantes como la política, la economía, la cultura y la sexualidad, que son los que están conformando nuestra forma de vida actual.

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Como si fuera poco el contenido que la liturgia de hoy nos ofrece como reflexión, el día nos pone encima de la mesa otros suculentos platos que tienen que ver con situaciones terribles, en las que el cristianismo pareció ponerse de lado, y con el timón de guía de la nueva humanidad que está pariendo la “comunicación”, tema en el que, aunque la comunicación tenga mucho que ver con la “comunión” que dice ser la Iglesia, parece que es un traje que le viene muy grande.

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En el primer aspecto, hoy celebramos el “día internacional para el recuerdo del comercio de esclavos y su abolición” y el “día europeo de conmemoración de las víctimas del estalinismo y el nazismo”, dos tremendos latigazos sufridos por la humanidad, como explotación, en lo que al primero de estos días se refiere, y como linchamiento, en cuanto al segundo. Durante cuatrocientos años, más de quince millones de seres humanos fueron vendidos y explotados como animales. A lo largo de la primera mitad del siglo XX, decenas de millones de seres humanos fueron linchados por los dos totalitarismos más perversos que uno podría imaginar. Ciertamente, la Iglesia del momento hizo cuanto pudo contra semejantes atropellos, pero la verdad es que pudo muy poco. Hoy son otros los atropellos que se padecen y, mal que nos pese, nuestra Iglesia parece que sigue pudiendo aportar muy poco a su remedio. Afortunadamente, son muchos los creyentes que surgen aquí y allí para dar el testimonio precioso de sus vidas, entregadas por completo a hacer efectiva la salvación que el evangelio de Jesús aporta a toda la humanidad.

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En el segundo aspecto, también hoy se celebran el “día internacional del hashtag” y el “día del internauta”, celebraciones que dan cuenta de que, de unos años a esta parte, estamos viviendo en un mundo completamente nuevo y diferente, ya sólidamente asentado sobre la comunicación.  El primero se refiere al “conjunto de caracteres precedidos por una almohadilla (#) que sirve para identificar o etiquetar un mensaje en las webs de microblogs” y el segundo celebra el nacimiento de la “w.w.w.”. Su repercusión en la cultura actual es tal que algunos ya han afirmado que hoy solo existe lo que aparece en las redes y que todo lo demás o no existe o se difumina por completo. La desventura del coronavirus ha venido, por aquello de que “no hay mal que por bien no venga”, a potenciar estas redes como instrumentos de vida en todos los frentes hasta el punto de fundamentar un tipo de sociedad completamente diferente de la de hace solo unos decenios.

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El espacio y la paciencia ejemplar de los seguidores de este blog no nos permite adentrarnos más en unos temas que están pidiendo luz y redención a gritos: implantación de los derechos humanos y gestación de una forma de vida humana que no nos arroje en los acantilados que inevitablemente irán saliéndonos al paso. Ojalá que los cristianos de nuestro tiempo logremos que nuestra iglesia, como fuerza divina de la comunidad universal de los creyentes, no siga poniéndose de perfil ni pasando de puntillas sobre los muchos problemas que se nos plantean. No debería devolver sin explotar el talento que le tocó en suerte en el gran reparto de la parábola. A la pregunta de Jesús sobre “¿quién soy yo?” deberíamos poder responder: “tú eres el prototipo del hombre que debemos ser, el que pasa por este mundo haciendo el bien y el que, siendo Hijo de Dios, nos transfiere a todos su filiación”.

Correo electrónico: ramonhernandeezmartin@gmail.com

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