A salto de mata – 60 El aborto, contravalor mortal

Serena y atrevida valoración

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Digamos de entrada, a bocajarro y sin componendas, que cuantos menos abortos, mejor, pues cada uno de ellos, incluso los que consideramos espontáneos o llamamos “naturales”, no deja de ser un estrepitoso fracaso y un gran problema no solo para la mujer que lo sufre o acomete, sino también para la sanidad pública y, en última instancia, para toda la sociedad. Pienso por ello que cualquier legislación que aborde tal problema con vistas a regularlo debería partir de un principio tan luminoso e incontrovertible como el que acabo de exponer. La reflexión que sigue, siguiendo esa pauta, me parece que es abierta, serena y atrevida al huir de extremismos y maximalismos interesados.

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Como curiosidad para los seguidores de este blog, les informaré de que, cuando me tocó estudiar segundo de Filosofía en el curso 59-60 del siglo pasado, un destacado profesor eligió “la animación del feto” como tema del seminario académico sobre “cuestiones científicas relacionadas con la filosofía”. Precisemos que la “animación” a que nos referimos requiere una cierta madurez o desarrollo orgánico, capaz de albergar el “alma humana” o, dicho con otras palabras, la condición suficiente para que el receptor pueda ser considerado sujeto de derechos. Ni que decir tiene que el buen profesor, un fraile dominico competente, adelantándose decenios a la información sexual general que en aquellos momentos tenía la gran mayoría de la población española, nos instruyó a fondo sobre los órganos sexuales masculinos y femeninos y sobre su función en orden a la procreación. Tras un largo recorrido histórico del tema planteado, concluyó el cursillo diciéndonos que, en el galimatías de opiniones que hay a ese respecto, había cierto consenso en que dicha animación se producía hacia el final del primer tercio del embarazo, unas doce semanas, momento en que el desarrollo orgánico del feto era ya capaz de albergar el “alma humana”, creada expresamente por Dios para él en ese preciso momento.  

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Objetivamente hablando, al margen de su vertiente creacionista, esa parece una opinión bastante equilibrada y comedida frente a la de quienes valoran como sujeto de derechos el feto desde su misma concepción y a la de quienes no lo consideran tal hasta hacerse autónomo tras el parto. Quienes se inclinan por una “ley de plazos” para regular el aborto se atienen, más o menos, al criterio expuesto. De ahí que sean muchos los que piensan que, de producirse dentro de las doce primeras semanas del embarazo, el aborto no pueda considerarse un burdo y cruel linchamiento del más indefenso de los seres humanos. Sin embargo, creo que, al abordar este espinoso tema, no deberían rebasarse los límites de una mera permisión o no penalización, desechando de raíz cuanto implique o suene a “derecho de abortar”. Nunca debemos perder de vista que la misión primordial de todos los legisladores y los jueces de una sociedad equilibrada consiste en defender y potenciar la vida de los ciudadanos bajo su jurisdicción desde su inicio hasta su conclusión. Cualquier recorte en su inicio (aborto) o en su conclusión (eutanasia) debe ir avalado por la certeza de achicar un contravalor, lo que redunda de alguna manera en prestar un servicio de mejora al individuo y a la sociedad.

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Por muchas vueltas que le demos y por muchos intereses espurios que se persigan con otras valoraciones, el aborto es siempre y en toda circunstancia un contravalor demoledor que destruye una vida humana en formación. También lo es el aborto considerado espontáneo o natural. De ahí que la sociedad tenga la obligación de evitar el aborto espontáneo con terapias adecuadas y el considerado voluntario, el aborto al que nos referimos por lo general siempre que hablamos de él, hasta el punto de no permitir que lo acometa una mujer sin antes haberle ofrecido toda la ayuda psicológica y material posible. Nunca deberíamos olvidar que en el aborto voluntario, hágase con todas las bendiciones sociales o en lúgubre clandestinidad, confluyen no pocas responsabilidades del entorno familiar y social de la abortante. Por ello, la sociedad no debería despenalizar el aborto más que cuando juzgue que el contravalor en que se convierte un embazo no deseado sea mayor que el que es obviamente el aborto de por sí, pues no olvidemos que la mejora de la sociedad, que es el imperativo categórico de toda ley que se precie, puede conseguirse no solo aumentando sus valores, sino también disminuyendo sus contravalores.

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Sí, ya sé que cualquier permisión del aborto suena espantosa por la naturaleza de un hecho del que sale mal parada una vida humana, por muy incipiente que sea. Pero no debe olvidarse que hay realmente ocasiones en que, a la postre, resulta más espantoso y contraproducente continuar con un embarazo no deseado, ocasiones en que el aborto es preferible a la continuidad del embarazo. Hablo de algo que se ve muy claro, por ejemplo, en casos que fueron muy discutidos incomprensiblemente en el pasado, cuando, al no permitirse poner fin a un embarazo mortífero, se dejaba morir a la mujer y al feto antes que cometer el supuesto asesinato de la más inocente de las criaturas. Que tal forma de proceder nos horrorice en nuestros días debería ayudarnos a pensar que en el planteamiento del aborto entra en juego a veces la salud mental de la madre, más preciada incluso que su misma vida. Como apoyo, básteme aludir a dos supuestos en los que el aborto es claramente preferible como contravalor menor: cuando una mujer queda embarazada tras una violación y cuando un embarazo no deseado causa un desquiciamiento fatal de la embarazada, con el agravante de que la continuidad del embarazo en el primer supuesto desemboca por lo general en el segundo.

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Añadiré a la argumentación expuesta una razón todavía de mayor peso. Se trata de una razón que nunca he visto alegada ni siquiera por quienes buscan con un candil o incluso debajo de las piedras razones para defender a capa y espada el aborto abierto y sin cortapisa de ninguna especie. Es obvio que nadie cuestiona ni condena los abortos naturales o espontáneos, abortos que no se deben a la voluntad humana sino, digamos, a desarreglos del útero materno.  Ello nos da pie para preguntarnos si no es tan natural el cerebro humano que opta por el aborto como el útero materno que expulsa de su seno el feto, en cuyo caso ambos tipos de abortos podrían ser valorados como naturales. Si el útero no tolera un embarazo, ¿no cabe pensar que lo mismo puede ocurrirle al cerebro? Nada cambia que uno se sirva de herramientas y el otro de una quiebra orgánica. En ambos casos se produce el mismo rechazo visceral. Preciso que no hablo de bagatelas ni de caprichos, sino de algo tan serio como que una enfermedad o la cerrazón de la mente de una mujer interrumpan un proceso vital. Si el útero no es libre de por sí, la mente puede dejar de serlo en determinadas circunstancias. ¿No es acaso natural que la mente de una mujer violada se ofusque y se oponga con todas sus fuerzas a seguir albergando en su vientre la presencia de su violador? Llevar a buen puerto ese embarazo en atención a la vida en gestación de un inocente tiene ribetes de heroicidad que nunca deberán exigirse por ley a nadie. Resumiendo, diríamos que, si no nos rasgamos las vestiduras por los abortos espontáneos, tampoco deberíamos hacerlo cuando el embarazo no deseado enfrenta a una mujer a una vida insoportable.

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Ciertamente, la legitimidad del aborto voluntario debe estar limitada por plazos que tienen mucho que ver con los derechos inherentes a un ser humano en formación. Aunque el feto no sea más que “un niño en formación” o un proyecto humano en ejecución, el aborto no podrá ser nunca un derecho, sino una excepción en atención a determinadas circunstancias. Abortar por egoísmo o por puro capricho, como si solo se tratara de un método más de control de natalidad, es una aberración de tal calibre que, más bien pronto que tarde, terminarán pagando muy cara las mujeres que abortan, por muy desinhibidas que estén, y la sociedad de la que forman parte. La permisión del aborto sin cortapisa alguna lleva irremisiblemente a la extinción de la sociedad.

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Hemos abordado hoy un tema delicado en el que no caben los análisis maximalistas o extremistas que consideran los abortos como extirpación de meros apéndices o como viles asesinatos de seres inocentes sin excusa posible. La consideración del aborto como un claro contravalor impone que lo correcto y equilibrado sea, de no poder eliminarlo del todo, achicarlo cuanto sea posible con todos los medios de que se disponga. Del mal, siempre el menos. Cuantos menos abortos se produzcan en una sociedad determinada, más vida habrá en ella. Obviamente, todo rol social se circunscribe por completo a la vida. De ahí que mejorar la sociedad evitando abortos sea claramente un empeño tan laudable como es vituperable facilitarlos, por más que lo permitan leyes contrahechas o deformes. El esfuerzo por preservar y mejorar la vida humana no puede cambiar, lamentablemente, una naturaleza que es de suyo muy abortiva, y nunca debería retorcer la mente de una mujer que se niegue radicalmente a continuar la gestación de un nuevo ser humano en su vientre. Ojalá que los vaivenes legislativos españoles, politizados hasta la médula y claramente abusivos, consiguieran una disminución drástica de los aproximadamente cien mil abortos que cada año vienen realizándose en España.

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Recapitulemos. ¿Se debe permitir el aborto? Sí, sin duda alguna, pero solo en función de que el contravalor de eliminar una vida en formación se torne positivo al evitar el contravalor mayor de llevarla a su término. Tal permisión, como proceder razonable, impone necesariamente dos condiciones: que el aborto se lleve a efecto en el plazo de gestación más corto posible para disminuir el daño causado y que se verifique que el contravalor que se evita con el aborto sea claramente mayor. De ahí que nunca pueda invocarse el aborto como un derecho fundado, categoría exclusiva del valor, por más que la elección de un contravalor menor resulte conveniente y beneficiosa. Insisto en que, digan lo que digan los legisladores, incluso en el caso de leyes aprobadas por unanimidad, abortar por capricho o por un egoísmo ramplón es una aberración monda y lironda. Al final de esta reflexión, se nos impone claramente la conclusión de que, salvo que una sociedad pierda el norte, sus legisladores no deberían preocuparse de facilitar el aborto, sino de crear las condiciones necesarias para que ningún embarazo sea una carga insoportable.

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