¿Quién agredió sexualmente y asesinó a Laura Luelmo?

Hago hoy un inciso en la serie de artículos que vengo publicando sobre la necesidad de hacer en nuestro tiempo una “Audaz relectura del cristianismo” para poner otra vez encima de la mesa, por la alarma social creada estos días, algunas de las reflexiones recogidas en el artículo número 2 sobre “La Cárcel como encrucijada”.

La pregunta formulada como título tiene ya hoy, afortunadamente, una respuesta directa muy clara: a Laura Luelmo la agredió sexualmente y la asesinó Bernardo Montoya Navarro. Pero tal respuesta se diluye u obscurece cuando uno se adentra en la tenebrosa biografía delictiva de ese monstruo. En los medios puede verse fácilmente un resumen escalofriante de su andadura delictiva, como el que recojo a continuación:

“Bernardo Montoya Navarro, con un largo historial de antecedentes criminales, se había instalado en la casa que su familia tenía en El Campillo tras salir, hace apenas dos meses, de la cárcel en la que había cumplido condena por un robo con violencia, aunque antes ya había estado en la cárcel, precisamente por un asesinato. Fue en diciembre de 1995. Bernardo entró en la casa de una vecina de 82 años de la localidad donde reside su familia, Cortegana (Huelva), que lo había sorprendido robando y lo había denunciado. Bernardo regresó a su casa provisto de un machete y con la finalidad de acabar con la vida de la anciana para impedir que esta pudiera declarar en su contra en el juicio que se iba a celebrar contra él por allanamiento de morada y lesiones, ya que, en el intento de robo, Bernardo hirió a la anciana en la garganta con un cuchillo. La sentencia, de noviembre de 1997, lo condenó a 17 años y dos meses de cárcel por un delito de asesinato. Unos años después, en abril de 2008, una joven de 27 años fue atacada por un hombre cuando paseaba con su perro por un parque de la localidad onubense de El Campillo, donde vivía Laura, a 46 kilómetros de Cortegana. El pastor alemán de la joven recibió una puñalada de 15 centímetros pero logró evitar lo que, según le acusó la chica, fue un intento de violación. El hombre que la agredió, según publicaba 'Huelva Información', era un vecino de la zona que cumplía condena por asesinato desde hacía 12 años y se hallaba de permiso penitenciario. Sus iniciales eran B. M. N”.

A resultas de todo esto, las redes sociales han comenzado a hablar, por un lado, de la necesidad de implantar la pena de muerte o la cadena perpetua, y, por otro, de la necesidad de educar a los monstruos para que las mujeres puedan salir a caminar o pasear sin miedo, sin escoltas, sin tener que mirar atrás.

Obviamente, tanto la pena de muerte como la cadena perpetua van directamente contra los derechos humanos: la primera porque arrebata el más preciado bien del ser humano que es su vida, y la segunda, porque al hombre nunca debe negársele la posibilidad de rectificar tras arrepentirse y regenerarse. De no proceder así, puede que todos, absolutamente todos, pudiéramos resultar merecedores en algún momento de ambas penas.

La gran cuestión que la atroz muerte de Laura Luelmo plantea una vez más es cómo lograr que las mujeres de nuestro tiempo tengan libertad de movimiento y que no se topen con monstruos en su camino. La sociedad está obligada a educar a todos los ciudadanos para un comportamiento civilizado. De no lograrlo con algunos, los monstruos, tiene la obligación de proteger a los demás confinando a esos monstruos para que no puedan hacer de las suyas.

Es de todo punto necesario que tanto la legislación penal como las actuaciones judiciales se atengan a un principio de racionalidad tan claro como que la cárcel no debe ser un lugar de castigo sino un baluarte de autodefensa de la sociedad. No se debería encarcelar a un hombre para que pague por sus culpas, sino para que no siga golpeando a la sociedad. Pagar, debe pagarlas, pero eso solo puede hacerse con patrimonio, dinero o trabajo. La cárcel y la cadena deben utilizarse solo para impedir que el agresor siga agrediendo.

Llegados a este punto, la pregunta del título de esta reflexión tiene una respuesta bastante distinta, sin minuendo de la culpabilidad imputada al monstruoso agresor y asesino de marras. Desde luego, el culpable directo de la agresión sexual y de la muerte de Laura Luelmo es Bernardo Montoya Navarro, pero… también lo son todos aquellos que de alguna manera han propiciado que un monstruo como este, tras haber sido capturado y encarcelado por delitos muy graves, haya vuelto a tener la posibilidad de delinquir tan atrozmente.

En ese “todos” entra, desde luego, la desnortada legislación penal que rige nuestras vidas, una legislación orientada al castigo del delincuente con una casuística laberíntica de días y años de prisión ideada, más parece, por locos que por seres racionales. En ese “todos” caben también, desde luego, los jueces que han intervenido en los procesos de semejante monstruo y cuantos han facilitado de alguna manera la recuperación de una libertad de acción que nunca debería habérsele concedido a semejante esperpento de hombre sin estar absolutamente seguros de que no volvería a delinquir. Es de locos y de tontos soltar a un preso sin garantías objetivas de que se ha regenerado y de que se comportará en lo sucesivo como un ciudadano normal.

No me duelen prendas al afirmar que todos los aludidos han agredido sexualmente y asesinado en esta ocasión a Laura Luelmo. De haber actuado con sentido común, es decir, con un mínimo de coherencia racional, nunca semejante espécimen tenía que haber vuelto a la calle y, en consecuencia, Laura Luelmo no habría tenido que sufrir el espantoso asesinato que le ha caído en desgracia.

Un monstruo humano debe permanecer en la cárcel todo el tiempo que sea necesario hasta que deje de comportarse monstruosamente. Si es necesario que pase en ella toda la vida porque no hay manera humana de que se arrepienta y se regenere, entonces sí que cabe hablar de “cadena perpetua”, pero esa sería una condena que nunca podría establecerse a priori sin conculcar los derechos humanos.

Quedémonos hoy con que solo debe utilizarse la cárcel como instrumento de autodefensa de la sociedad. Todo lo demás que no responda a ese criterio es lioso, costoso e infructuoso. La conclusión clara de todo lo dicho es que tenemos un sistema carcelario más propio de locos que de cuerdos, pues mantenemos en nuestras cáceles a muchísimos que no son un peligro social y cuyos delitos deberían resolverse mucho mejor solo a base de patrimonio, dinero y trabajo social, mientras que soltamos a otros que, por seguir siendo un peligro social, nunca deberían recuperar la libertad. En una cárcel bien planteada socialmente se entra con una doble finalidad: para regenerarse y para no seguir delinquiendo. La recuperación de la libertad debe pasar siempre por una regeneración con garantías. El tiempo de permanencia en la cárcel no debe ser ni un día ni mil años, sino el preciso para dicha regeneración. De no lograrse, el delincuente peligroso para la sociedad deberá seguir encarcelado hasta su muerte.

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