A salto de mata – 46 Las aguas revueltas de cada día

Edificar sobre roca

 

1
Mis queridos lectores me disculparán que, en la prolijas y abigarradas reflexiones que vengo haciendo en este blog domingo tras domingo, no me asome siquiera al devenir del cristianismo de nuestros días, emperrado como ando en esclarecer sus esencias y los motivos profundos por los que creo que merece la pena no ya confesarse cristiano, sino y sobre todo sentirse como tal y obrar, en consecuencia, no como guerrero sino como pacificador, aun estando uno alejado de las rutinarias prácticas diarias o semanales que el hecho impone. Sí, ya sé que el cristianismo es comunidad y cuerpo místico, pero esa es una condición que puede vivirse de forma folclórica haciendo acto de presencia en todos los saraos que se convoquen o bien de forma que ni siquiera la mano izquierda sepa lo que hace la derecha, es decir, desde un corazón amable y servicial que evite desencadenar problemas y trate de resolver alguno de los muchos que a diario se nos plantean.

2

De ahí, como fácilmente habrán observado los sufridos seguidores de este blog, que me importe poco e incluso que ni siquiera me fije en si de una sede episcopal quitan a un obispo para poner a otro; en si ha habido obispos que han protegido a curas depredadores, tan descerebrados como para envenenar de por vida a niños y adolescentes; en si un papa es más lumbrera o está más acertado que otro a la hora de iluminar y de gobernar la Iglesia; en si las ocurrencias de un determinado equipo pastoral sobre el folclore litúrgico resultan útiles para hacerlo más atractivo y para contrarrestar las malas noticias estadísticas que vacían los templos de fieles y los conventos de consagrados. O, en otro orden de cosas, también podrán observar que, para realzar la acción cristiana como es debido, en vez de servirme de un juguete de cartón piedra, tan manoseado como el demonio, me fije únicamente en el gran atractivo de Jesús de Nazaret y de las excelsas encomiendas que nos hace para mejorar nuestra más profunda condición humana: la divina, la de ser todos hijos de Dios.

3

A lo largo de su corta vida (cien años no es nada, y dos mil, tampoco), la Iglesia ha pasado por mil vicisitudes de muy distinta índole y en ella han abundando tanto los santos, que en su excelsitud elevan el mundo, como los más descarados depredadores humanos, que lo hunden en la náusea. Vista en su conjunto, su historia está llena de épocas tenebrosas y épocas luminosas, misterioso vaivén que escapa a nuestra consideración porque, a fin de cuentas, lo único importante es que la Iglesia lleva incrustado en su mismo ser el Espíritu que la guía, unas veces esplendorosamente manifiesto y, otras, como si hubiera tomado las de Villadiego. ¿Cómo veríamos la historia de esta Iglesia nuestra si el relato de su trayectoria lo escribiera ese mismo Espíritu dándonos cuenta de sus propios sentimientos, de sus satisfacciones y desengaños? ¿De qué podría sentirse él mismo orgulloso y de qué defraudado? Es posible que su relato se pareciera muy poco al nuestro porque muchas de las líneas curvas que nosotros vemos serían rectas para él.

4

Soy plenamente consciente de que no me queda otra que mirar la realidad con la lupa y el espejo de mi mente y de mi experiencia vital y que ello solo me permite ver una pequeña porción y tener una perspectiva muy reducida de cuanto acontece. Pretender con tan escasa fuerza y con herramientas de tan corto alcance hacer un relato universal, válido para todos los seres humanos y todos los tiempos, solo podría intentarlo un desquiciado.  Afortunadamente, la vida es mucho más que lo que un hombre o un grupo de hombres alcanzan a entender y a programar. Y también lo es esta cosa nuestra, la de un cristianismo construido sobre roca, cuyo ambicioso objetivo es la salvación de todos los hombres, habida cuenta del cajón de sastre que es de suyo el concepto mismo de “salvación”.

5

Teniendo en cuenta todo lo dicho, el lector no debería extrañarse de que, en consonancia con mi condición de cristiano, para sentirme tal mire mucho más directamente a Jesús y a su propia obra que a la ampulosa “institución eclesial”, compleja en demasía, que se nos ofrece como signo de su presencia benefactora, cuando es obvio que en los recovecos de sus pliegues institucionales cobija mucho de la peor calaña de lo humano: afán de notoriedad y protagonismo, búsqueda de vida fácil y sin complicaciones, avidez de riquezas, goce de apetencias sexuales torvas, etc. Afortunadamente, hoy es mucho más fácil y aleccionador descubrir a Jesús en la calle, muchas veces herido y postergado en las largas colas del hambre, que, pongamos por caso, en una catedral o en un templo, en los que se celebran pantomimas de la auténtica “cena del Señor”, cuya base y contenido no pueden ser otros que el servicio (lavatorio de pies), el amor (mandamiento nuevo) y el pan de vida que no solo quita el hambre, sino también sacia.

5

Mucho más que un “credo”, el cristianismo es “una forma de vida” al estilo de la de Jesús, el joven judío, maestro y sanador, que predicó el perdón y la paz, que nos enseñó a hablar con Dios como padre y que no se arrugó al afrontar una ignominiosa muerte para que “no pereciera todo el pueblo”. El movimiento que indudablemente se origina con él pudo haberse quedado en una secta circunstancial y efímera, pero fue tal la fuerza que su mensaje imprimió en sus seguidores que ellos no pudieron menos de lanzarse a predicar por los caminos de todo el mundo conocido su mensaje de salvación. La fuerza de quienes hoy nos proclamamos cristianos no está en nuestros agudos razonamientos, en la fuerza y el atractivo de los misterios que creemos, en la hermosura escénica de nuestras liturgias, en la emotividad de nuestros cantos, sino en transmitir fielmente el mensaje de Jesús, en reflejar de tal manera su figura que quienes nos vean admiren su condición de maestro salvador. Cuando tal ocurre, nuestra actual forma de vida, cimentada en personalismos a ultranza y en egoísmos miserablemente ramplones, deja paso a otra cuyo leitmotiv es hacerse eucaristía, venderlo todo para darlo a los pobres, perdonar sin cansancio y aportar algo al patrimonio común en vez de sustraerlo al menor descuido.

6

El universo, disparado por una fuerza descomunal que lo mueve hacia adentro y hacia afuera a velocidades de vértigo, es fluctuante, transitorio, efímero. Un día, el sol se agotará y toda la Vía Láctea será engullida. Pero la obra de Jesús permanecerá más allá de la materialidad universal transitoria, de la que, a pesar de tantísimos esfuerzos y avances como la humanidad en su conjunto ha hecho, no llegamos a conocer ni siquiera un cinco por cien según los más sabios del tema. La comunidad de los auténticos seguidores de Jesús se asienta sobre una roca que es, de suyo, símbolo de duración inmutable, de eternidad. Tal es la luz que brota del mensaje de Jesús para iluminar esta mente nuestra, tan incapaz de ahondar incluso en lo visible. Tal es el código de conducta, basado en el amor, que él nos lega y nos ofrece como camino de salvación.

Volver arriba