Acción de gracias – 4 Aquí y ahora

Sin miedos ni armas arrojadizas

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La liturgia de este domingo parece alimentarse de uno de los venenos más corrosivos y posiblemente más perniciosos para la implantación del auténtico reino de Dios entre nosotros: el miedo a una debacle inminente, preconizada como fuerza de conversión in extremis. Jonás (primera lectura), así se lo advirtió a unos ninivitas insensatos y despreocupados, que, afortunadamente para ellos, le hacen caso, se entregan al ayuno y a la penitencia, dejan atrás su perversa vida y conmueven las entrañas del Dios que les había enviado el profeta y que estaba dispuesto a pasarlos por el aro. Obviamente, la “mala vida” conduce inexorablemente al desastre: el tabaco mata, la droga descompone la mente, el alcohol despersonaliza, el despilfarro empobrece, el desgobierno encabrona y todo contravalor deteriora la acción a la que se ancla. El bien y el mal, a pesar de la enorme trascendencia con que los contemplamos, como ocurre con todo valor y contravalor, son solo aparejos de nuestras acciones.

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Es muy posible que el mismo Jesús creyera que el reino de Dios, cuya llegada había rubricado con su vida y cuya implantación procuraba con su quehacer de profeta itinerante, se manifestaría de forma inminente en todo su esplendor, dando carpetazo a la aventura humana, hasta el punto de que muy pronto los que lloraban enjugarían sus lágrimas, los enfermos sanarían y los hambrientos se saciarían. Desde luego, en términos generales y en cuanto a la durabilidad se refiere, podemos decir que ni uno ni mil años tienen canto en el devenir humano, cuya concreción en cada uno de nosotros estadísticamente se fija, en la actualidad, en unos ochenta años, es decir, en un santiamén. En cuanto a Jesús, la mejor y la más acertada forma de acercarse a él es contemplarlo como Dios realmente “encarnado”, es decir, inmerso en un tiempo y en una cultura concretos.

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Desde luego, quien sí se lo creyó fue san Pablo (segunda lectura) al aconsejar a los corintios que vivan sin vivir porque el tiempo apremia y “la representación de este mundo se termina”. Los ejemplos que pone no pueden ser más significativos: que los casados vivan como solteros, los que lloran y ríen como si no lo hicieran, los ricos como si no lo fueran y los que compran y negocian como si no tuvieran bienes ni disfrutaran de ellos. Para él, el mundo está ya cumplido, a punto de pasar, razón por la que todo es vanidad, nada queda ya con algún valor en sí mismo. Tan convencido estaba de la inminencia del fin de los tiempos que estaba persuadido incluso de que él viviría cuando ese tremendo momento llegara.

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En este contexto, el evangelio de hoy se reviste de un matiz preocupante, pues es como si el mismo Jesús, remedando al Bautista, se diera prisa en reclutar seguidores para rematar una obra importante, anunciando que “el reino de Dios está cerca y que es preciso convertirse y creer en el Evangelio”, prisa que posiblemente exprese mejor el sentir de la Iglesia primitiva que la previsión del mismo Jesús. Lo digo porque no hay duda de que Jesús tenía clara conciencia de que el “reino de Dios” había venido con él como semilla que necesitaría tiempo para germinar y fructificar, como humilde grano de mostaza que lentamente se iría convirtiendo en un árbol frondoso. Por lo demás, ni que decir tiene que enjugar las lágrimas, alimentar a los hambrientos, consolar a los tristes y curar a los enfermos son tareas de largo alcance, que requieren mucho tesón y paciencia histórica. En su “Agenda 2030” sobre los objetivos del desarrollo sostenible, la ONU confía en haber erradicado el hambre del mundo para esa fecha, pero todos sabemos que no se conseguirá e incluso que puede que, para entonces y sobre todo tras la hecatombe que está causando el coronavirus, aumente el tercio de la humanidad que hoy, tras dos mil años de cristianismo, sigue pasando hambre.

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Yendo más allá de los riesgos que han corrido todos los profetas de pacotilla no solo anunciando catástrofes (siempre las hubo, las hay y las habrá), sino también fijando en el calendario tantas veces la fecha del fin del mundo, cabe la posibilidad de que un animal tan depredador como es el hombre desaparezca pronto de la faz de la Tierra como efecto de sus propias desmesuras, pero seguro que aún le quedan milenios por delante. Otras especies de animales más resistentes ya han hecho mutis por el foro. De todos modos, a menos que colonicemos planetas en otros sistemas solares, el final, por muy lejano que esté, también le llegará a una Tierra que tiene los días contados.

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Vivimos tiempos convulsos, agitados por los problemas económicos y, sobre todo, por la devastación de una pandemia que en muchos de nosotros genera desesperanza al mostrarse con una fuerza capaz de erradicar la vida humana. Los aprensivos y los fundamentalistas tienen sobradas razones para pensar que estamos viviendo tiempos apocalípticos y que el fin del mundo está cerca. Sin embargo, la humanidad ya ha atravesado situaciones mucho más duras que la presente. Hace solo un siglo, mientras en Europa se libraba la primera guerra mundial, la pandemia conocida como “gripe española” mató a casi cincuenta millones de seres humanos, unos doscientos mil en España. Hoy, con más del doble de población, cuando las nuevas vacunas hacen pensar que el coronavirus ya ha sido sentenciado, la actual pandemia ha causado dos millones de bajas, unas ochenta mil en España. Son pandemias que, en cuanto a la gravedad de sus secuelas, no admiten parangón. Saldremos también de esta, fortalecidos al menos en lo que a inmunidad se refiere, y seguiremos la marcha de una humanidad cada vez más consciente de sus debilidades y desidias. Ojalá que también lo hagamos en cuanto a la necesidad de emprender un nuevo rumbo tras una vida humana mucho más equilibrada y gozosa, por mucho que sea el esfuerzo y la paciencia que ello requiera.

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Tengamos presente que el cristianismo es, en definitiva, un plus transversal que, además de dar contenido emocional y racional al instinto de supervivencia del ser humano y de colmar así la dimensión religiosa de la vida humana, cifrada en un proceso continuo de humanización, proyecta su luz y su fuerza en todos los demás ámbitos de esa misma vida. Por ello, en él no hay cabida para nada que suene a negativo, a amenaza, a miedo y a condena, salvo el hecho de, al fomentar los valores que nos alimentan, comprima e incluso asfixie los contravalores que nos deterioran. El juicio final, el apocalipsis como la hecatombe que lo precede, el infierno y la condena eterna son argumentos espurios, cimentados en una negatividad que choca de frente con la bondad y con la misericordia divinas, con los fundamentos mismos del “reino de Dios”.

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Que no se preocupe Jonás, pues Dios no destruirá Nínive a menos que entre en contradicción consigo mismo, dando beligerancia a la venganza en el terreno de su misericordia. Y que tampoco se encele san Pablo recomendándonos que vivamos como si no viviéramos, porque el cristianismo es precisamente plenitud de vida. Por su parte, el Jesús del evangelio de hoy inicia el reclutamiento de operarios, hombres y mujeres, para continuar la magnífica obra de la consolidación del “reino de Dios” que es él mismo, su ser, su vida y su obra. Se trata de hombres y mujeres débiles que necesitarán la fuerza del Espíritu para persistir en la misión de predicar que Dios es padre y que su bondad y su misericordia están abiertas a todos. El miedo no puede tener más cabida en este escenario que en el ámbito de las secuelas de las desmesuras, de los despojos y de las tiranías, tan claramente desechados por el cristianismo. De ahí que, como fuerza para conformar la vida humana y para seducir a los seres humanos a la hora de hacer esfuerzos y de sacrificarse, palidezca por completo frente a la fuerza del amor que dimana de la bondad y de la misericordia divinas, del reino de Dios.

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La iglesia, que es solo instrumento para implantar y sostener ese reino a lo largo de los siglos, ha cometido muchos errores al pensar que podía encauzar la conducta de los hombres a base de palo y zanahoria. Toda la fuerza que ha empleado en el palo ha sido en detrimento de la zanahoria. Jesús lo hizo todo bien y, de hecho, además de no condenar a nadie, perdonó incluso a los que le hicieron daño. La parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, tan explícita sobre una imposible condena eterna, solo tiene valor didáctico: la justicia insobornable de la vida consigue, de una manera o de otra, que todo el que la hace la pague. No deberíamos perder de vista que la mayoría de los sufrimientos que padecemos a lo largo de nuestra vida proceden de los contravalores que cultivamos, como el de obtener alguna rentabilidad del empecinamiento en afirmar que hay un infierno como castigo eterno, cuya sola existencia cuestionaría de tal forma a Dios que haría imposible su reino. Dios está aquí y su bondad y su misericordia se ciernen ahora mismo sobre todos nosotros. Ningún miedo debe atosigarnos. Ningún arma debemos empuñar que no sea el amor que brota de la bondad y la misericordia divinas, de la implantación en nuestras vidas del reino de Dios.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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