Desayuna conmigo (domingo, 16.8.20) Que te alaben todos los pueblos

Rebeldías

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La liturgia de este domingo parece querer meternos en un laberinto y poner a prueba nuestro sentido común, pues no solo Isaías y san Pablo, sino también, y mucho más, el mismo Jesús bordean el fanatismo y hasta se sumergen en “exclusividades” sospechosas. Por muy lógicas que pudieran parecer en unos momentos en que el Dios de los cielos era el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Israel en definitiva, tales exclusividades son difícilmente justificables en estos tiempos en que la conciencia de comunidad, referida a toda la humanidad, se ha impuesto como fruto maduro de enormes progresos en la comprensión de lo humano. Si los Derechos Humanos se atienen al reconocimiento universal de la dignidad humana, no sería de extrañar que hoy el Dios de Isaías, de san Pablo y del mismo Jesús quedara fuera de juego por racista y exclusivista, razón por la que a él tendríamos que leerle la cartilla y exigirle que también él respete esos mismos derechos.

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El extraño episodio que describe el evangelio de hoy de san Mateo más parece una treta dialéctica o pedagógica que la expresión del sentir de un Jesús judío fanático y radical. Pero, a fin de cuentas, lo que importa es que la mujer cananea, obligada a insistir y agrandar su fe en el taumaturgo, conmoviera las entrañas de este hasta conseguir su objetivo.

En sí misma, la liturgia de hoy, si prescindimos de la endogamia judía que trasluce, es decir, de la enorme fuerza centrípeta que tantos quebraderos de cabeza ha causado a lo largo de la Historia y también causa en nuestro tiempo al pueblo de Israel, es muy bella en cuanto invitación clara a que todos los pueblos alaben al Dios que, sin dejar de ser el Dios de Israel, es al mismo tiempo el Dios de todos ellos. Es algo que queda muy claro en estos textos y que debería haber evitado las agrias discusiones de Jerusalén sobre si la acción salvadora de Jesús debería extenderse a los paganos. Si bien la idea que nos hemos forjado de Dios hace que ese tema no merezca ni un segundo de discusión en nuestro tiempo, lo cierto es que, en aquellos precisos momentos, cuando no se entrecruzaban fácilmente las culturas ni se mezclaban los pueblos, era una cuestión muy espinosa. De no haberse producido la genialidad de que el evangelio rebasase las fronteras de Israel, el cristianismo habría terminado por ser probablemente una de tantas sectas judías sin apenas recorrido eclesial.

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En la primera lectura, ya Isaías abre las puertas del reino de Dios a los extranjeros que aman el nombre del Señor de Israel, que son sus servidores, que guardan el sábado y que perseveran en su alianza. Sin embargo, el yugo que les impone es duro porque se les exige que, si bien no son judíos por raza, se plieguen por completo a la forma de vida judía. Solo cuando los extranjeros se comporten así se harán acreedores a la salvación y a la victoria que ya llegan. Tal ha sido, lamentablemente, la orientación de la inmensa acción misionera de la Iglesia a lo largo de los siglos al “cristianizar” a los paganos. Pero el salmo, por su parte, no parece someterse a esos cauces en su exaltación poética, pues contempla toda la creación como obra de Dios e invita a todos los pueblos a alabarlo, porque Dios, el Dios de Israel, rige el mundo y gobierna toda la tierra con justicia.

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Por su parte, san Pablo, una vez ganada la batalla de los gentiles en Jerusalén, somete a los gentiles a un curioso, pero fructífero, juego de emulación. Si la reprobación de los “de su raza” ha servido para la reconciliación de Dios con el mundo, Pablo espera que la “reintegración” de su pueblo sea, ni más ni menos, un cambio de la muerte a la vida. En otras palabras, los rebeldes en otro tiempo, al rebelarse los fieles de siempre, obtienen misericordia de tal manera que la fidelidad lograda por ellos conseguirá que los rebeldes sobrevenidos, los de la raza de Pablo, alcancen a su vez misericordia. En definitiva, la rebeldía de unos atraerá la misericordia sobre los otros de tal manera, concluye san Pablo, que “Dios nos encerró a todos en la rebeldía para tener misericordia de todos”. Difícil explicación la de Pablo, pero, aunque se le puedan poner mil objeciones, resulta genial para entender su interpretación de la salvación como la interacción entre el primer y segundo Adán, el que introduce la muerte y el que, en su muerte, da muerte a la muerte.

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La guinda de este pastel, como ya hemos insinuado, nos la pone hoy el evangelio de Mateo pintándonos un Jesús sumamente reacio a aceptar la “universalidad” de su misión, en una incomprensible reafirmación de su exclusiva condición judía. La verdad es que un evangelio así, escrito tantos años después de la muerte de Jesús y de la controversia jerosolimitana sobre el alcance de la salvación obrada por el Mesías, no debería haber cargado las tintas de las reticencias de Jesús para obrar el milagro de la expulsión de un demonio del cuerpo de una niña en la condición de “cananea” o extranjera de la madre que se lo pedía con tanta insistencia. Si se trataba solo de estimular la fe y la confianza de aquella atormentada mujer por la situación de su hija, nada tenía que ver en ello su condición de extrajera. Además, el mismo Jesús había cruzado la frontera de Tiro y Sidón para retirarse del mundanal ruido. En definitiva, es la fe de la mujer la que, derribando fronteras, produce el milagro que se solicita. Ello conlleva claramente que el cristianismo no puede ponerse a sí mismo ningún tipo de fronteras o exclusividades, que su acción salvadora no tiene barreras.

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No son menores ni superficiales las conclusiones que pueden sacarse de unos textos que han puesto en solfa incluso la conciencia que el mismo Jesús tenía de su propia misión. Ciertamente, el Mesías no había venido para infringir la ley mosaica, pero sí para distorsionarla hasta explotar toda su potencialidad. Había venido, en definitiva, para consumar la ley, lo que bien podría traducirse hoy, sobre todo después de identificarse con todo ser humano necesitado y predicar que los hombres somos el mejor templo de Dios, por el acoplamiento de la ley mosaica a los derechos humanos que deben respetar todos los pueblos.

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A mi entender, la gran conclusión que podría sacarse de todo ello es que la Iglesia de Jesús, el poderoso Mesías que condensó mil preceptos en uno, no puede desnaturalizar, de ninguna manera, ese único precepto, ramificándolo en miles de preceptillos, reglas, consejos, ordenanzas y protocolos. Siendo el único precepto cristiano el del amor y la caridad, se es cristiano solo si se ama a Dios y a los hombres, si se hace el bien como lo hizo Jesús y si uno transforma la rebeldía de la propia soberbia en la humildad de una fidelidad modélica (la del “magníficat” que entonábamos ayer, por ejemplo). Es una auténtica barbaridad exigir, para ser cristiano, que uno recite un “credo” de verdades que no entiende en absoluto; que tenga que cumplir a rajatabla determinados ritos y encauzar su vida por la estrecha senda que delinean miles de preceptos; que tenga que acoplar el ejercicio de su propia sexualidad a las pautas que le marcan señores que reniegan de ella como si del demonio en persona se tratara; que tenga que recortar las alas de una hermosa universalidad para pudrirse en los laberintos de una secta de “elegidos” apocalípticos y, sobre todo, que tenga que ver a Dios con una espada en alto para asestarle un golpe mortal en vez de como un Padre que siempre tiene su corazón abierto para acogerlo y que sangra cuando la rebeldía perdura.

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El contrapunto del día nos lo trae la muerte, un día como hoy de 1977, de Elvis Prestley, el “rey del rock and roll” o “el rey” sin más, una de las figuras más importantes de la cultura popular del s. XX. La voz versátil de este icono cultural consiguió muchísimos éxitos en campos como el country, el pop, las baladas, el góspel y el blues. Su temprana muerte, ocurrida a los 42 años, debida seguramente a un fallo cardíaco o multiorgánico en el que puede que tuviera mucho que ver el consumo de drogas, hizo llorar a muchos miles de seres humanos. Ante semejante gigante de la cultura musical popular, uno no puede menos de preguntarse qué buscaba este hombre, tan superdotado para su propia misión, en el consumo de drogas. ¿Era acaso la artificialidad humana de las drogas la que le procuraba su gran fuerza? Puede que, en vez de verse como un gran elegido para llevar alegría y optimismo a las masas, se encumbrara de tal manera que no le bastara la borrachera que produce de por sí la exaltación musical y buscara un atajo para vivir eternamente una gloria alucinógena. Está más que claro que en el pecado va incluida siempre la penitencia y que la vida pasa factura por lo que hacemos y por cómo nos comportamos. ¡Ojalá que muchos como él, con desenlaces vitales parecidos, aprendan de él no solo su total entrega al público en el escenario, sino también la gran lección que su lamentable desenlace proclama!

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¡Que todos los pueblos alaben al Señor y que toda insensata rebeldía humana se aplaque! ¡Que los demonios sean expulsados de nuestros corazones, es decir, que nuestras acciones nos enriquezcan y nunca nos deterioren! ¡Que, si bien a nivel de la cartera y de la raza el mundo no puede derribar sus opresoras fronteras, ojalá que no las haya a nivel del corazón! Y, desde luego, ¡ojalá que, siendo la vida la mejor droga para vivir y el mejor aliciente para mantenerse en pie, nunca tengamos que despeñarlos en el infierno en que se convierte indefectiblemente el cielo alucinógeno! La fe cristiana nos invita hoy a cantar y a bailar ante el arca de una alianza en la que está definitivamente sellado el pacto de amor eterno entre Dios y sus criaturas.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gamil.com

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