Desayuna conmigo (martes, 5.5.20) La buena vecindad

Mexicanos, franceses, españoles y portugueses

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La mañana de hoy nos obliga a dirigir nuestra mirada a los franceses, ese país vecino, tan querido para el autor de este blog, pero querido y odiado al igual por muchos españoles, país considerado como moderno y ejemplo de apertura para los muchos “afrancesados” que hubo y hay en España, y paraíso laboral para cuantos españoles se vieron obligados a emigrar en busca de una vida mejor en el segundo tercio del siglo pasado.

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Un día como hoy de 1821, moría en su destierro el gran emperador Napoleón, el genial estratega que le dio una dimensión militar a la Revolución Francesa y que, juzgado objetivamente, llevaba a las espaldas una mochila con millones de muertos. Pero, si en esa fecha moría un emperador, demostrando así lo frágil que somos todos y cada uno de los seres humanos, no habrían de pasar muchos años para que los franceses sufrieran una derrota al estilo de la librada por David y Goliat, en la conocida como la “batalla de Puebla”, ocurrida un día como hoy de 1862, batalla ganada por un ejército mexicano que era muy inferior al poderoso ejército francés, uno de los mejores de la época. Esta efeméride se celebra en México por todo lo alto y también en todo el mundo hispano de EEUU, país que la consideró como propia por los muchos intereses que se jugaba en ella.

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Mientras cavilaba sobre este tema, me ha llegado un mensaje por Facebook, que me ha llamado poderosamente la atención, referido a cómo somos los españoles. Nos sitúa en una tertulia, celebrada en Madrid en mayo de 1904, por la flor y nata de los intelectuales y artistas de la Generación del 98, tertulia orquestada de alguna manera por Ramón del Valle Inclán y en la que se hablaba, ni más ni menos, de las distintas clases de españoles, por cuyo tema, no por la personalidad de sus participantes, bien podría tener lugar hoy mismo en cualquier café de España, si hubiera alguno abierto.

En lo más álgido y espinoso del momento, Pío Baroja se lanzó taxativo y, con su agudeza mental, se explayó a gusto y les regaló a sus contertulios, pero también a nosotros, la siguiente perla caracterológica: la verdad es que en España hay siete clases de españoles, sí, como los siete pecados capitales. A saber:1) los que no saben; 2) los que no quieren saber; 3) los que odian el saber; 4) los que sufren por no saber; 5) los que aparentan que saben; 6) los que triunfan sin saber y 7) los que viven gracias a que los demás no saben. Estos últimos se llaman a sí mismos “políticos” y a veces hasta “intelectuales”.

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Dejemos ahora de lado que las definiciones, incluso las dogmáticas, son muy empobrecedoras, porque, para ser tales, han de ceñirse a alguna o algunas de las características de la cosa definida, aunque sea la Trinidad, lo que obliga a obviar otras muchas, quizá tan interesantes o más que las elegidas. Mi maestro Chávarri descarta la definición como senda perdida a la hora de abordar la envergadura del ser humano y a Gustavo Bueno le oí explicar, divertido, que al hombre cabe definirlo como “animal que come pan”, acción simple que requiere industria y racionalidad. Si la mañana nos obligaba a dirigir la mirada a nuestros queridos-odiados vecinos franceses, tan grandes y tan derrotados, Pío Baroja nos ofrece, catalogando magistralmente a los españoles, una gran ventana para diseccionar un tema, el nuestro, con el saber como cuchillo de corte fino.

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De ser sinceros con nosotros mismos, seguro que a ninguno nos costaría acomodarnos en ese molde, que tan atinadamente y con tanta maestría conjuga el verbo “saber”. Desde luego, yo no tengo empacho en reconocer que mi caso queda perfectamente encuadrado en su punto número cuatro, diana de la sabiduría, la actitud de quien se retuerce interiormente porque sabe que no sabe nada. Solo los tontos pueden ir de listos por la vida. Seguro que, al mirarse en ese espejo, cada cual sabrá claramente dónde le aprieta su propio zapato. Pero no es ese el sabor que ese tema aporta a este desayuno, cuya mirada, en consonancia con la actualidad, se dirige flechada a su apartado número siete, a los que viven gracias a que los demás no saben.

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Los españoles llevamos la friolera de un siglo como animales de carga, como borregos de un aprisco ajeno, manejados por una casta, la política, que nos ha hecho bailar, a veces incluso con las armas en la mano, un macabro baile de la yenka, que nos lleva adelante y atrás, a la derecha y a la izquierda, en un griterío ininteligible debido a que, o bien nos comportamos como ignorantes que meten la cabeza debajo del ala, o porque, sin reparo alguno ni social ni moral, nos adherimos la masa informe de los paniaguados o pesebreros que, cual can que baila por el pan, pretenden vivir del cuento, sin dar golpe. Desde luego, no deberíamos quejarnos tanto de los políticos que tenemos porque, groso modo, son los que realmente nos merecemos. Son muchos los españoles que sí que saben, pues son muy conscientes de que estamos sufriendo una inflación desmesurada de políticos y de plantilla incorporada al quehacer político, lo que hace que sobre nuestras espaldas pesen sobremanera no solo unos impuestos muy elevados, sino también una deuda que seguramente no podrán amortizar ni siquiera nuestros nietos. Y, claro está, quienes dejan deudas a sus hijos y a sus nietos solo merecen los calificativos de aprovechados y tramposos.

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Necesitaría uno tener la fuerza y la genialidad literaria de un Pío Baroja para adentrarse en las tripas de esa séptima clase de españoles, de ese séptimo pecado cuya capitalidad lo es también de  los demás pecados capitales. Hace años, un destacado socialista me decía amargamente: “nosotros los socialistas estamos muy equivocados cuando pensamos que cualquier persona vale para cualquier cargo”. ¡Lástima que sus compañeros no le permitieran volar más alto!, pues, como pasa en todos los gremios, también en ese sobran los adocenados y escasean los sabios, los “críticos”. Con un gobierno señorito, tan sobredimensionado, y una casta política integrada por regidores feudales, jaleados y envalentonados por una plebe mendicante, por toda una cohorte de pelotas pedigüeños, cuando en la partida económica pintan bastos resulta ridículo llamar a las puertas de Europa pidiendo el dinero que no sabemos o no queremos producir nosotros mismos. No hay razón objetiva alguna para cabrearse o escandalizarse por el hecho de que los europeos, que ellos sí que saben, nos den con sus puertas en las narices. Se podrán vivir algún tiempo, pero no siempre, del cuento propio y de la ignorancia ajena, pero el cuento se acaba pronto y, aunque tarde en hacerlo, la ignorancia termina soliviantándose.

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A la cita de hoy en este desayuno, en la que tan presentes han estado los mexicanos, los franceses y los españoles, nos falta todavía invitar a los portugueses, esos vecinos, considerados como nuestros hermanos menores, aunque nos den lecciones en todo lo referente al apartado siete de Baroja. Es curioso que, según leía en algún medio hace unos días, la mitad de los españoles quieran unirse hoy a ellos para formar una sola nación. Invitarlos a nuestro desayuno es algo que hace automáticamente el hecho de que hoy se celebre el día mundial de la lengua portuguesa, tan dulce y melosa como nuestro propio gallego, lengua que, en abriendo la boca, convierte en amigo a cualquier portugués con el que nos crucemos. También a ellos, como a los mexicanos y a los franceses, le tendemos hoy la mano en este blog y les damos un fuerte abrazo de hermanos. ¡Qué grande y fructífero es tener buenos vecinos!

No dejemos pasar la ocasión para poner de manifiesto que el mejor, el más próximo y atento vecino del hombre es Dios, el Dios que, a través de Jesús, se nos ha acercado de tal manera que se ha convertido en ocupa de nuestro espíritu.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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