A salto de mata - 40 La cantinela de “la única verdadera”

El humanismo más depurado y pujante

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Habacuc certifica hoy que, frente al justo que vive por su fe, el altanero no triunfará; san Pablo, por su parte, exhorta a velar por el depósito que nos ha sido confiado, contando con la ayuda del Espíritu que habita en nosotros y parece que es Jesús mismo quien nos asegura que, de tener la fe de un granito de mostaza, haríamos maravillas. Tres rotundas y contundentes afirmaciones, la más flaca de las cuales es la última, porque no se entiende bien qué fe puede tener un grano de mostaza, salvo que se refiera a su potencialidad vegetativa, y mucho menos que, tras haber cumplido con su deber, uno deba considerarse “siervo inútil”. Debe de fallar algo importante en la catequesis que Lucas nos imparte en el evangelio de este domingo, que pretende realzar la fe y potenciar su fuerza.

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Viniendo al tema de reflexión que introduce el título, los católicos hemos oído miles de veces aquello de que la “Iglesia católica es la única verdadera”, sentencia que tiene su importancia no por lo que afirma, sino por lo que implícitamente niega, es decir, que todas las demás Iglesias no lo son y que por tanto son falsas, razón por la que muchos llegan más lejos al afirmar incluso que “fuera de la Iglesia católica no hay salvación”. Hemos de tener en cuenta que la Iglesia católica se va constituyendo como tal en los primeros siglos del cristianismo al tratar sus adeptos de seguir las enseñanzas de Jesucristo; que se afianza, en cuanto a la autoridad y al poder jurídico se refiere, en el s. XI frente a la Iglesia ortodoxa (fiel seguidora, verdadera, ¡curioso!) y que se consolida definitivamente en Trento, frente a una facción amplia de seguidores que “protesta” por sus abusos.

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Pero muchos miles de años antes de la llegada del Mesías Jesús, desde los albores mismos de la racionalidad de la especie homo, la religión viene formando parte de la forma de vida humana. El maestro Chávarri la cataloga como una de las ocho dimensiones vitales del hombre, como una de las ramas que forman el tronco “hombre”. De ahí que, teniendo un soporte real, la religión será verdadera solo cuando alimente debidamente la dimensión vital que la sustenta y, falsa, cuando se trate de algo inventado a conveniencia propia o de grupo. En otras palabras, verdadera cuando sea valor para una sociedad a la que sirve de alimento, y, lógicamente, falsa cuando sea contravalor, es decir, cuando entorpezca su crecimiento o lo paralice o lo destruya.

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De ahí deberíamos deducir con facilidad que toda religión es verdadera a condición únicamente de cumplir su misión de dar contenido a la dimensión vital religiosa del hombre, es decir, de mejorar la forma de vida humana con el logro de los objetivos vitales relacionados con lo trascendente. Por ello, puede decirse, sin temor a equivocarse, que son verdaderas, y por tanto buenas, todas las religiones que tratan de mejorar la forma de vida humana, y, al contrario, que son falsas, y por tanto malas, las que desnaturalizan o esclavizan a los seres humanos.

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Estas consideraciones solo nos dan pie para declarar no que la Iglesia católica sea la única religión verdadera, sino la más verdadera de cuantas existen, pero solo a condición de que cuando sus seguidores, tras asistir los domingos a rituales misas rutinarias, la mayoría de las veces aburridas a más no poder porque incluso la homilía se convierte con frecuencia en oportunista brindis al sol, salgan a la calle con semblante sereno y con actitud benevolente para ver en cada transeúnte un hermano y en cada ser humano necesitado la ocasión pintiparada para demostrar lo que debe tenerse y sentirse como católico: el amor de Dios que nos hermana a todos, amor que no se profesa con la boca, sino que se ejecuta con obras de hermandad extendidas a todos los seres humanos sin excepción. En la mente de todos está que el cristianismo predica que todos somos hijos de Dios y que debemos amarnos unos a otros sin cortapisas ni condiciones; que debemos mantener una actitud positiva frente a la vida o, como suele decirse, que debemos ser parte de la solución y no del problema, y que no debemos acaparar riquezas, sino repartir generosamente cuanto poseemos. Cuando el catolicismo no se limita a escribir todo eso en libros ni a convocar a sus miembros en las iglesias para postrarse ante su Dios, sino que lo transforma en “forma de vida”, hay razones sobradas para proclamar abiertamente que es la religión más verdadera de cuantas existen, porque ninguna otra ha profundizado tanto en el ser hombre ni llegado tan lejos a la hora de enriquecerlo.

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Equivocamos el camino si convertimos nuestro catolicismo en estructuras meramente sociales y lo reducimos a celebraciones rituales y formales, además de situarlo en la pura verticalidad de las relaciones directas con Dios mediante sometimientos jerárquicos y recepción de sacramentos cultuales. Lo digo porque, en nuestra Iglesia católica, todo lo que no sea vida de por sí debe ser utilizado como mero instrumento. Pero, ¿instrumento para qué? Para lo ya dicho, para favorecer la vida y servir a los demás seres humanos. Hablo de una instrumentalidad que debe convertir “la verdad” en alumbramiento del camino y los sacramentos, en alimento de los caminantes, en un discernimiento que, si bien pone de relieve la extraordinaria importancia del camino, coloca por encima de todo la vida del caminante.

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Hemos ideado nuestra fe como gracia que desciende de los cielos, como verdad que es comunicada a los hombres desde las alturas, tan necesitados como estamos de encontrar cimientos firmes que den al traste con nuestros propios titubeos. Pero deberíamos ser mucho más modestos a la hora de buscar solidez y pensar que los más altos pensamientos humanos, los que realmente velan por nuestra condición y tratan de mejorarla, día sí y día también, no necesitan una supuesta autoridad divina para quedar grabados a fuego en nuestros corazones. Vemos a Jesús como encarnación de Dios, pero también deberíamos verlo, con el mismo derecho y razón, como un hombre divinizado. Si se entiende bien y se entra a fondo en el tema, puede asegurarse que su magna obra de salvación se muestra más esplendorosa y efectiva cuando se la considera como triunfo impecable de los valores sobre los contravalores en nuestro quehacer diario que como un sacrificio cruento que, en la muerte de un hombre, da muerte al pecado, e incluso como triunfo definitivo del Bien sobre el Mal tras un último juicio espectacular, en el que “el promotor de todo el mal” será confinado a perpetuidad.

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El cristianismo viene a enseñarnos, en definitiva, que hemos salido de Dios con una mochila vacía, pero cargada de potencialidades, para ir llenándola de humanidad, a lo largo del acontecer de nuestra vida, antes de retornar definitivamente a él.  Al emprender el viaje, se nos regalan uno, dos o cinco talentos, pero no para utilizarlos a capricho, sino para ponerlos a trabajar a fin de retornar a la casa del Padre por lo menos con el doble de lo recibido. La conciencia de ser simples viajeros que están de paso debe librarnos de cualquier falsedad y ayudarnos a resistir la tentación de hacer trampas. La escueta y limpia verdad que nos acompaña es la de caminar creciendo mientras vamos llenando nuestra alforja cada vez con más y mejores valores. Esa es la única certeza que pone fuera de juego toda falsedad y evidencia cualquier nominalismo, pues solo en nuestras acciones se refleja lo que realmente somos. Reitero lo dicho antes: para ser un cristiano “verdadero” es preciso salir de misa con el alma serena para encarar la vida de frente, sin obviar sus dificultades inherentes, y para trabajar en serio en su mejora, resolviendo y no creando problemas, es decir, aflojando en derechos y apretando en obligaciones.

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La alianza más sólida y fuerte con lo humano proviene de cuanto divino acontece en la persona y obra de Jesús de Nazaret. La humanidad alcanza su culmen en una personalidad que deviene, por ello mismo, no solo en ejemplar de humanismo, sino también en promotor de humanización. De ahí que no se entiendan bien los comportamientos eclesiales que, a lo largo de los tiempos, incluido el momento presente, o han prescindido del hombre a base de centrarse en la divinidad, o han ido directamente contra su condición de tal, fuera para realzar la figura de Dios o fuera para llenar su propio bolsillo. Espero no aburrir a los seguidores de este blog si vuelvo a afirmar que lo más deleznable de todo el desarrollo cristiano ha sido que el fomento de la fe, además de comportarse como látigo para flagelar el cuerpo, haya ido implantando en la psique humana el terror de un más allá que se abrirá paso tras un duro y correoso juicio final que concluirá con la condena de muchos a horrorosos castigos eternos. De ahí la urgente necesidad de que el catolicismo, para ser realmente “la religión más verdadera”, centre todo su potencial en rescatar para el hombre de hoy su “humanidad”. Todo lo demás se nos dará por añadidura, como pura gracia, justo como el ser que cada uno hemos recibido.

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