Desayuna conmigo (lunes, 2.11.20) El corazón, la mejor sepultura u horno incinerador

La fuerza de la consumación de la vida

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Hoy me gustaría tener la sabiduría suficiente para exponer dos ideas de tal manera que lleven paz y alegría, en un día como este, a cuantos lean esta entrada. No será fácil hacerlo e incluso presumo que puede que incomoden a quienes prefieren impregnar con sus miedos cada uno de los minutos de un día tan hermoso y esperanzador, dedicado a nuestros queridos difuntos. Correré ese riesgo porque me parece que, además, son ideas que tienen de por sí gran trascendencia y hasta puede que revolucionen la concepción formal que seguimos teniendo de nuestro cristianismo. Por ello, ante todo, pido sosiego, serenidad y sentido común a quienes lean esto, lejos de incomodarse por una primera impresión superficial, para que se atengan a la hondura de los razonamientos que lo sostienen.

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La primera idea, anunciada ya en el título, se refiere a las visitas que hoy hacemos a los cementerios para situarnos al lado de los despojos de nuestros seres queridos y hacernos la ilusión de tenerlos presentes e incluso, como tantas veces ocurre, de charlar abiertamente con ellos. Frente al consuelo que todo ello produce, es fácil entender la desesperación de quienes nunca han podido encontrar los restos de sus seres queridos, cualesquiera sean las causas a las que se deba su desaparición, o de quienes tienen la certeza de que nunca los encontrarán por haber sido sepultados, por ejemplo, en los océanos. Sin duda, todo ello les produce una amarga frustración, frente a la que lo único que se puede hacer es convencerlos de la gran verdad que aquí tratamos de exponer.

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En ese sentido, y aquí irrumpe nuestra primera idea, que es muy fácil de entender, todos deberíamos saber que la mejor y la más confortable sepultura para un ser querido es nuestro propio corazón. El muerto desaparece de nuestros ojos, pero no de nuestro corazón, la nueva morada en la que acompasa su vida, su pensar y su sentir a los nuestros o, mejor, acompasamos los nuestros a los suyos. El corazón es, pues, una sepultura infinitamente mejor que el más sobrecargado mausoleo en un cementerio o que la más sofisticada urna en un columbario para depositar en ella sus cenizas. Quien así lo siente tiene la enorme fortuna de saber que puede hablar con sus seres queridos muertos siempre que le plazca o sienta la necesidad de hacerlo, sin verse obligado a esperar la celebración de un día como el de hoy o a tener que ir al cementerio para sentarse al lado de su tumba.

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Hablo de una experiencia que me ha resultado muy reconfortante y útil desde hace muchos años, debido posiblemente a vivir lejos de los lugares en que están enterrados algunos de mis seres queridos. Acostumbrado a llevarlos siempre en el corazón, lo de menos es que un día como este no pueda visitar su tumba, sea porque están lejos o porque lo impida un vulgar coronavirus. No es nada macabro saber que mis seres queridos muertos me acompañan a diario. Por el contrario, se trata francamente de una experiencia muy gozosa. Tributémosles hoy, su día solemne, el afecto que merecen, pero sin olvidarnos de hacerlo también cualquier otro día, por muy anodino que sea. Será, sin duda, la mejor forma de celebrar este día de difuntos.

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La segunda idea a que me refiero tiene la apariencia de ser un disparo directo a la diana de la fe cristiana, la fe que más parece un adorno que una forma de vida. Aunque la liturgia de difuntos ha cambiado mucho en estos últimos tiempos, es preciso someterla todavía a una revolución radical que la despoje por completo no solo de su carácter comercial, sino también del tono tenebroso y lastimero que la envuelve. Atrás debe quedar por completo su atrabiliario contenido de pecados, castigos, diablos e infiernos, para revestir con flores y aleluyas el ataúd que atesora los restos de la persona querida fallecida. Nadie podrá librarnos del dolor de su ausencia, pero la liturgia debe reafirmarnos su presencia con un hermoso canto de alegría. Saber que el calvario de su vida concluye con un sepulcro vacío es motivo sobrado para convertir esta liturgia en puro consuelo para todos los familiares y amigos del finado. Despojemos nuestros funerales de todo lo que en ellos suena a fúnebre para convertirlos en el gran consuelo que nos viene de saber que nuestro ser querido ya ha consumado su vida y está con Dios.

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La liturgia de hoy apunta en esa dirección. El libro de la Sabiduría ya nos anuncia que las “almas de los justos están en las manos de Dios”. El Salmo nos asegura que, teniendo al Señor como pastor, nada nos falta. San Pablo razona diciendo que, si cuando éramos enemigos de Dios él vino a reconciliarnos consigo, ahora que ya estamos reconciliados recibiremos la salvación al participar de la vida de su Hijo. Por su parte, Juan pone en boca de Jesús en el evangelio: “la voluntad del que me envió es que yo no pierda nada de lo que él me ha dado”. La celebración de tan consoladora certeza requiere una liturgia celebrada con ornamentos blancos, en un altar adornado con flores y ambientada con el canto alegre del aleluya.

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No procede de ninguna manera pensar que este día de todos los difuntos sea conmemoración de cuantos, habiendo muerto, aún no pueden gozar de la presencia de Dios porque están purificando los efectos de sus pecados, ni que requiera que los creyentes vayamos a la iglesia a ofrecer sufragios para que los fieles difuntos de la “Iglesia purgante” terminen su etapa de Purgatorio y lleguen pronto a la presencia bienaventurada de Dios. Lo procedente sería que la liturgia de este día y la de cualquier funeral fuera solo una acción de gracias por el regalo que Dios nos ha hecho con la vida de cada uno de nuestros seres queridos. La costumbre de orar por los muertos se extendió y consolidó en el s. X, pero la de convertir la liturgia de difuntos en acción de gracias debería ser una costumbre que se imponga en el s. XXI.

Asesinatos

Por otro lado, en las circunstancias en que hoy vivimos, no debería pasarnos desapercibido que hoy se celebre el “día internacional para poner fin a la impunidad de los crímenes contra los periodistas”. El periodismo es un cuarto poder que a muchos les gustaría derribar para ocultar fácilmente sus prácticas abusivas en función de los intereses políticos o económicos que persigan. El periodista, cuando es realmente honesto y profesional, es la mejor defensa que los ciudadanos tenemos para que no nos avasallen. No es de extrañar que tan gran poder resulte incómodo para quienes tratan de aborregar la sociedad a fin de conducirla cómodamente por donde les conviene.

Según datos de la ONU, estos últimos años más de mil doscientos periodistas han sido asesinados para que no pudieran cumplir su misión de informar debidamente a los ciudadanos sobre lo que realmente ocurre en la sociedad.  Cuando los periodistas son mujeres, corren además el riesgo de ser violadas antes de ser masacradas. A todo ello se añade la gravedad que se deriva del hecho de que la mayor parte de los crímenes cometidos contra periodistas quedan impunes.

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La profesión de periodista se vuelve muy peligrosa en situaciones de revuelta social o de conflictos políticos porque las turbas o los bandos enfrentados los quieren utilizar como plataformas de información sobre sus propios intereses. Y es claro que, si no estás con uno, de nada te sirve decir que tampoco lo estás con el otro. Resulta realmente muy difícil mantener la independencia profesional y ética que toda buena información requiere. Ello nos lleva a formular otro requisito que resulta igualmente muy difícil de cumplir: informar con la prudencia y la mesura debidas. No en vano se formulan protestas contra los medios de comunicación, sobre todo en los tiempos que corremos, en el sentido de que es mejor darles la espalda que prestarles atención debido a que la ingente información que todos los medios ponen a nuestro alcance sobre el coronavirus y sus zarpazos, día sí y día también,  no es que sea verborrea inconsistente, sino que nos aturde, nos calienta los cascos y nos confina en el asco y el desorden psicológico.

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Tremenda situación la que atravesamos en estos tiempos en que los cementerios se están llenando de personas mayores, de cristianos que solo cometen el desmán de vivir la fraternidad que les exige su fe y de periodistas que cumplen la sagrada misión de alumbrar los caminos. Vivir es un riesgo y la vida entera es el juicio final en el que la sangre del Cordero será el abogado defensor infalible de todo lo humano. Estamos esperando como agua de mayo que pronto la vacuna venga a redimirnos del coronavirus mientras las autoridades se ven precisadas a cortarnos las alas de la libertad para que el virus no se pose en ellas. Pues bien, los cristianos deberíamos saber, sobre todo en un día como este, que también contamos con la fuerza que brota de nuestros queridos seres muertos porque, si bien nadie podrá arrancarlos de nuestro corazón, morada de su memoria, nadie podrá privarnos tampoco de la fuerza que nos llega claramente perceptible del poder que les otorga la consumación de su vida. Es este un buen día para abrazarnos a ellos y manifestarles cuánto los echamos de menos.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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