Desayuna conmigo (sábado, 7.11.20) Del coronavirus a la Sagrada Familia de Gaudí
con parada sin fonda en la UNESCO
Viniendo al motivo de la celebración de hoy, digamos que la principal función que desempeña un físico médico es la investigación para la prevención, el diagnóstico y el tratamiento de muchas enfermedades y padecimientos que aquejan a los seres humanos, y para la garantía de la seguridad radiológica de los pacientes y de los profesionales de la salud. Su objetivo final se cifra en ayudar a las personas a curarse y a tener una mejor calidad de vida. Los ciudadanos lo tenemos tan asumido que, ante la más mínima quiebra de la salud, sea por las heridas causadas por un accidente o por un simple desmayo repentino, el grito de los espectadores es invariablemente el mismo: "¡un médico, por favor, llamen a un médico!".
El lema que la Organización Internacional de la Física Médica, organismo que la promueve, ha elegido para la celebración de este año es "el físico médico como profesional de la salud". Con él trata de poner de relieve el papel de los especialistas en radiofísica hospitalaria. En la primera ola de la pandemia del coronavirus, la población fue muy consciente del papel que jugaron los médicos que, con riesgo evidente para sus vidas, se enfrentaron a un virus mortal desconocido. De hecho, a ellos y al resto del personal sanitario muchos ciudadanos les dedicaron sonoros aplausos todos los días desde los balcones y ventanas de las casas en que estaban recluidos. Lamentablemente, cuando ha llegado la segunda ola con no menor fuerza destructiva, sorprendiéndonos extrañamente con su letalidad, el mencionado apoyo ciudadano se ha amortiguado y el cansancio está haciendo mella en los profesionales de la salud. Algo así como si los soldados quisieran retirarse del campo de batalla y, en la retaguardia, confundidos y desalentados por unos dirigentes que proceden a tientas, los ciudadanos nos negáramos a la intendencia necesaria.
Una mirada hoy a la vida y a la obra de Marie Curie no nos vendría mal. De una vez por todas, debemos reconocer el valor incalculable de la profesión médica, en nuestro caso del investigador físico médico, sobre todo ahora que hemos sido conscientes de la enorme fragilidad de nuestra salud. No digo que volvamos a asomarnos a las ventanas al anochecer para seguir aplaudiéndolos, pero sí es necesario gritar fuerte que el apoyo social, el que reconoce su mérito y se atiene a sus consignas, es tan vital para ellos como lo es su buen hacer profesional para nosotros.
Tras esta larga reflexión, peregrinemos ahora, con nuestra pandemia a cuestas, al templo de Gaudí de Barcelona, recordando que hoy, hace diez años, el papa Benedicto XVI le otorgaba la dignidad de basílica menor y lo dedicaba a la Sagrada Familia, atendiendo a los deseos del mismo Gaudí y a los de los patrocinadores de su lenta construcción. Si portentosa fue la vida de Marie Curie al descubrir la fuerza que atesora la materia, otro tanto cabe decir de la de Gaudí al utilizarla como el hermoso rostro de Dios. En la homilía de la misa celebrada a tal efecto, el papa se refirió a la Sagrada Familia como una “admirable suma de técnica, de arte y de fe” y dijo de Gaudí que era un “arquitecto genial y cristiano consecuente, con la antorcha de su fe ardiendo hasta el término de su vida, vivida en dignidad y austeridad absoluta”.
Y, preguntándose por la razón de tal consagración, él mismo respondió: “en el corazón del mundo, ante la mirada de Dios y de los hombres, en un humilde y gozoso acto de fe, levantamos una inmensa mole de materia, fruto de la naturaleza y de un inconmensurable esfuerzo de la inteligencia humana, constructora de esta obra de arte. Ella es un signo visible del Dios invisible, a cuya gloria se alzan estas torres, saetas que apuntan al absoluto de la luz y de Aquel que es la Luz, la Altura y la Belleza misma”. Por extraño que pueda parecer, pienso que, en este contexto, Marie Curie y Gaudí son dos personajes que, desde distintas perspectivas y con distintos resortes, podrían ayudarnos a afrontar debidamente el impacto y las secuelas del coronavirus que padecemos, pues ambos fueron dos grandes trabajadores y llevaron una vida ejemplarmente austera. Trabajo y austeridad son dos buenas armas para afrontar cualquier adversidad.
La mañana nos recuerda, por otro lado, que un día como hoy de 1987, Federico Mayor Zaragoza, farmacéutico, profesor, poeta, político y alto funcionario internacional español, fue elegido director general de la UNESCO, organismo al que nos hemos referido hace poco y que él dirigió durante doce años con el propósito de “construir los baluartes de la paz en la mente de los hombres”. Recordemos simplemente que, siguiendo sus orientaciones, se creó el Programa de Cultura de Paz, cuyo trabajo se organizó en cuatro vertientes principales: la educación para la paz, los derechos humanos y la democracia; la lucha contra la exclusión y la pobreza; la defensa del pluralismo cultural y del diálogo intercultural y, finalmente, la prevención de conflictos y la consolidación de la paz.
Inquietante y alentador paseo el que nos ha caído en suerte esta mañana. La abnegación de unos profesionales que velan por nuestra salud, la explosión de belleza pétrea de un templo que, denominándose “Familia”, crea cohesión familiar, y el esfuerzo de asentar el concepto de paz en la mente de los hombres son tres sólidos resortes para presentar cara como es debido al pesimismo reinante. A los españoles, tan acostumbrados a convertir en salones de casa las calles y los establecimientos de hostelería, es decir, a sacarle jugo a la vida, nos han partido por el eje, pero no importa. En la fuerza de esa vida hemos depositado nuestra fe, la que parece haber huido de los templos para depositarse en los seres humanos y que, antes o después, retornará victoriosa por sus fueros. Igual que a los médicos y al personal sanitario, estos días estamos aprendiendo a valorar como es debido también a los hosteleros, a los que tanto echamos ya en falta. ¡Ojalá pudiéramos decir otro tanto de los obispos y los curas!
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