Desayuna conmigo (domingo, 6.9.20) La culpabilidad compartida

Constructores de humanidad

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Si buscáramos una palabra o un eje para dar sentido o poner en movimiento toda la fuerza litúrgica de este domingo, tal vez tendríamos que fijarnos en la “culpabilidad compartida”, expresión harto enigmática en su doble connotación verbal, la de culpa y la de su alcance. En cuanto a lo primero, Ezequiel habla de maldad, san Pablo de deuda y Jesús de pecado. En cuanto a lo segundo, mientras el primero habla de corrección, el segundo lo hace de mandamiento y el último de desatar.

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Prontos como estamos siempre a la crítica, es decir, a escurrir el bulto, y a tirar la primera piedra, aunque estemos llenos de pecado, nos resulta muy difícil mirar para nuestros adentros a fin de poder calibrar el justo alcance de nuestros actos. De ahí que, por lo general, resulte tan difícil pedir perdón de forma radical, sincera, honda, revolucionaria. Y actos nuestros son no solo los que nosotros hacemos por nosotros mismos, sino también los que hacen otros influenciados por nosotros. Así, es fácil advertir que tan criminal, si no más, es quien da la orden de matar como quien la ejecuta. ¡Cuántas veces hemos pedido castigos muy severos y penas muy crueles para quienes, de entrar a fondo en las razones de sus funestos comportamientos, encontraríamos que nosotros mismos no estaríamos exentos de culpa!

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Pero ¿qué es realmente la maldad o el pecado? Hemos insistido mucho en ello en este blog: pecado es todo aquello que deteriora la vida, todo lo que es “contravalor”. En este tiempo especial de pandemia y de agobios económicos, en gran parte debidos a la pandemia, son pecado todas las conductas que favorecen la permanencia y la expansión del covid-19 y también las de quienes hacen negocio con ello o acaparan bienes en detrimento de quienes, despojados del trabajo y de sus haberes, se ven hundidos en los rigores de una subsistencia problemática y dolorosa. Dos grandes pecados de nuestro tiempo, dos grandes contravalores que están llevando a muchos indebidamente a la tumba.

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Pero, ¿qué es eso de compartir culpas? Del mismo modo que la gran virtud del cristianismo está en compartir el cuerpo de Cristo, en comer todos el pan de vida, el gran pecado de nuestra sociedad se gesta en la contribución que cada uno hacemos al deterioro de la vida individual y colectiva. Que achiquemos la brutal crisis económica que padecemos y expulsemos de nuestras tierras el mortal virus que las envenena no puede ser más que una gran obra colectiva. Hay mucha razón en que solo lograremos tamaña hazaña si unimos nuestras fuerzas. Quizá no podamos hacer más que lavarnos debidamente las manos y ponernos una mascarilla o dar un bocadillo a quien dice tener hambre, pero, aunque solo hagamos o podamos hacer eso, estamos contribuyendo a erradicar tan grandes “males”.

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El monstruo que asesina despiadadamente o que pervierte a niños o los explota para su placer y beneficio es, en la mayoría de los casos, un “monstruo colectivo”. Quiero decir con ello que muchas veces su degradación deshumanizadora es consecuencia del comportamiento que han tenido con él sus familiares, sus vecinos, sus educadores, sus políticos y hasta sus directores espirituales. El entramado social y la corresponsabilidad son tan complejos y extensos que nunca nadie, estando todos tan empecatados como estamos, estará en condiciones de “tirar la primera piedra”. De ahí que la gran regla del comportamiento social, captada tan a fondo e impuesta con meridiana claridad por el cristianismo, sea la del perdón incondicional, el de las setenta veces siete, el que es prioritario sobre la ofrenda ya depositada en el altar.

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La corrección fraterna que hoy predica Ezequiel como palabra salida de la boca de Dios, el amor que realza san Pablo y la plegaria comunitaria que recomienda Jesús son tres fuertes lazos de hermandad que resisten y anulan la propensión individual y colectiva que nos arrastra instintivamente a lo fácil y placentero por encima de lo conveniente, es decir, al pecado por encima de la virtud, o, en palabras más llanas y asimilables, a cultivar el contravalor facilón y complaciente que nos deteriora como seres humanos frente al valor exigente y esforzado que nos construye como tales. Así, por referirnos solo a lo que ahora tenemos más entre manos, es fácil atropar dinero indebido para recrearse y muy difícil desprenderse del esforzadamente ganado para ayudar a un necesitado; es fácil proceder libertinamente y sin barreras para expansionarse a capricho y muy difícil cumplir las complejas reglas de comportamiento social que salvan vidas.

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Estoy seguro de que, si el seguidor de este blog lee en la clave expuesta los textos litúrgicos de este domingo, podrá extraer de ellos una riqueza inconmensurable: sentir que forma parte de una comunidad en la que repercuten absolutamente todos sus comportamientos y que, por tanto, él mismo puede ser constructor o destructor. La liturgia de hoy nos habla claramente de una comunidad que se nutre de la palabra de Dios, que se estructura en torno al amor y se rige por la ley del perdón incondicional y permanente. El oído atento a la palabra que sale de la boca de Dios ablanda el corazón para perdonar o, dicho con otras palabras, solo en un corazón blando y permeable cae y fructifica como es debido la única palabra digna de Dios, la del amor.

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Si, además de embebernos en los textos litúrgicos de hoy, nos asomamos a la ventana de este día, nos encontraremos con la curiosidad de que, un día como hoy de 1932, las Cortes de la República española suprimieron del Código Penal la “cadena perpetua”, adjetivo atrevido y con ínfulas de eternidad. Recordemos a ese respecto que en este blog ya hemos hablado más de una vez sobre que la “cadena” no tiene que ser castigo sino autodefensa y que la única racionalidad posible requiere que dure el tiempo, poco o mucho, que dure el peligro. Remachemos, por otro lado, que el perdón de Dios, condicionado al arrepentimiento, es automático, instantáneo.

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Este domingo también nos recita al oído otras palabras sugestivas, densas y hermosas, palabras humanas que revisten de belleza la vida. Y así, un día como hoy de 2007, se apagó definitivamente la voz de uno de los mejores cantantes líricos, la voz de Luciano Pavarotti, voz que, formando parte de los conocidos como “los tres tenores”, nos llegó con frecuencia a través de la televisión para elevarnos al séptimo cielo. Y también, un día como hoy de 1925, nació el poeta asturiano Ángel González, cuya palabra, tan intimista, nos ayuda a saborear el tiempo, el amor y la conducta cívica y que, al decir de uno de sus admiradores, “canta el dolor o la desesperanza, la gris manquedad de la frustración o la tristeza irremediable del fracaso de los sueños.” Sirva este recuerdo de homenaje y agradecimiento a ambos por ser constructores de humanidad.

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Para bien o para mal, aunque la soledad nos flagele a veces hasta tirar por tierra nuestros más valiosos sueños, los seres humanos nunca estamos solos. La religión cristiana nos dice que somos templos de Dios y que, precisamente por ello, también lo somos de los demás seres humanos. Cada uno de nosotros somos multitud. Obviamente, en nosotros siguen habitando (estando presentes) nuestros padres y amigos ya idos y en nuestro quehacer diario están presentes nuestros hijos, amigos y conciudadanos. Nacemos de una comunidad y morimos en ella. De ahí que seamos responsables de cuanto hacen o dejan de hacer los demás seres humanos. Particularmente, en mi condición de cristiano, me gusta más expresar estos lazos en términos eucarísticos: somos comida y comensales, nos alimentamos mutuamente.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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