Desbrozando caminos: Por Cristo, con él y en él
Si alguien llegara a preguntarme cómo concibo la Iglesia de Jesús de los próximos decenios, no me metería en un aprieto, pues es algo en lo que pienso y por lo que rezo todos los días. El tema es sumamente complejo a tenor de cómo vivimos hoy el cristianismo, si bien ya pueden divisarse en lontananza algunas líneas maestras esclarecedoras. Pero, como nadie me lo pregunta, me aventuro yo mismo a servirme de ese apunte como leitmotiv de una seria reflexión sobre mi propia fe. Seguramente, nada nuevo podré desvelar al puñadito de curiosos lectores que vienen siguiendo las reflexiones vertidas en este blog, pues desde hace ya mucho tiempo reflejo en ellas mis más genuinos pensamientos y mis más íntimos sentimientos a ese respecto.
Partamos de que cada uno somos hijos de nuestro tiempo y de que, para vivir armoniosamente, debemos tener en cuenta muy seriamente algo que forma parte de nuestra misma entidad, pues nuestras propias circunstancias, a despecho de tantos rigurosos escolásticos, son entitativas, es decir, contribuyen a conformar o configurar nuestro ser formando parte de él. Nunca agradeceré lo suficiente a mi maestro fray Eladio Chávarri O.P. que haya redimensionado, enriqueciéndolas considerablemente, las dimensiones del ser, abriendo de par en par los brazos de la metafísica aristotélica.
Creo que ya obró de esa manera el mismo Jesús, pues, a pesar de la enorme revolución de su “mensaje evangélico”, procuró dejar muy claro que no había venido para abolir la ley y los profetas, sino para que la ley judía se cumpliera en toda su plenitud. Desde los orígenes del cristianismo, tras reconocer el protagonismo absoluto que incumbe en estos asuntos al Espíritu Santo, se ha venido hablando en la Iglesia de distintos carismas a la hora de dar cuerpo y encajar bien en el Evangelio cristiano el gran tesoro que es la vida de los fieles seguidores de Jesús.
Pero el Evangelio de Jesús está referenciado esencialmente al hombre, el de su tiempo en su mismidad, y el de todos los tiempos, en su proyección. A Jesús le tocó lidiar con el judaísmo imperante, sometido a un Dios rigorista y justiciero, y a nosotros nos toca hacerlo con el hombre productor y consumidor de nuestro tiempo, para quien todo se reduce, en última instancia, a dinero. Es el nuestro un hombre sumamente complejo y enmarañado por las distintas formas que tenemos de ver el mundo y de entender la razón de la vida humana.
Nos toca, pues, caminar por los senderos intrincados del hombre de hoy para desenmarañar las lianas y desbrozar el monte bajo que obstaculizan su peregrinación de retorno a la casa del Padre, ateniéndose a la exigente consigna del amor mutuo. Si el cristianismo debe ser también una religión de amor para los hombres de nuestro tiempo, misión nuestra, la de quienes hoy nos decimos cristianos, es amar incondicionalmente a todos esos hombres, cualesquiera sean sus circunstancias particulares, como única forma posible de descubrirles la panorámica de esperanza que anima nuestras vidas de fieles seguidores de Jesús.
De ahí que la gran preocupación de los cristianos de nuestro tiempo deba cifrarse en cómo hacer una lectura de ese mismo Evangelio para que sea comprendido y asimilado por los hombres de nuestro tiempo. No se trata de descomponer, trocear o aminorar su fuerza ni de pulir sus aristas, sino de avivarlo y de desplegar su esplendor para que su fuerza de salvación cautive también a nuestros coetáneos. En pocas palabras, el Evangelio de Jesús, trae la salvación a todos los hombres, piensen como piensen y obren como obren, sin embarrancar en sus variadas formas de vida ni categorizar sus propias diferencias culturales y caracteriológicas al imponer el amor mutuo por encima de cualquier otra norma general de conducta.
Pero, ¿de qué necesita salvarse el hombre, también el de nuestro tiempo? Repitamos una vez más, sin ambages, que ha sido una auténtica aberración y un gran abuso teológico, además de un despiste monumental, insistir en que el “hombre debe salvarse del infierno tras la muerte”, siniestro lugar de torturas inauditas, situado en ultratumba, terreno de arenas movedizas tan especulativo que se presta a burdas y facilonas manipulaciones para doblegar voluntades. ¡Qué barbaridad! ¿Quién no entregaría incluso su hacienda a cambio de una eternidad feliz en los cielos?
Y, sin embargo, ahí sigue coleando como clave interpretativa una funesta idea que incita al perdón y al amor de forma muy interesada, solo para evitar una horrorosa condena en un supuesto “juicio final” espantoso. Reconozcamos cuando menos que dicho juicio, tal como nos lo pitan, en vez de ser un gran acto de amor y misericordia, de perdón y acogida, que es lo propio e irrenunciable del Dios en el que creemos, que es Abba, da pie a la venganza furiosa de otro tipo de Dios contrariado, que jamás podría homologarse con su irrenunciable condición de Abba y que necesita granjearse respeto a base de imponer una justicia arbitraria y vengativa.
Hemos de reconocer con humildad que sobre ese “más allá” no sabemos absolutamente nada, salvo tal vez que le pertenece por completo al Dios en cuyas manos está, si bien confiamos en que, a tenor de la esperanza que nace de nuestra fe y conforme a nuestra deseada posible supervivencia, el Dios que nos salga al paso en la muerte no pueda ser otro que un buen samaritano o un amoroso padre del hijo pródigo, justo como el Abba de Jesús. El Dios en quien realmente creemos jamás podrá cambiar de actitud con relación a criaturas que son fruto de su amor expansivo. De ahí que su rostro no pueda ser otro más que el de la misericordia y del perdón incondicionales.
Los cristianos creemos que, al otro lado del tiempo solo existe Dios, lo que viene a significar que nuestra deseada supervivencia solo podrá ocurrir en su seno. Si la muerte implica un juicio global de la vida, Dios no puede ser otra cosa más que nuestro abogado defensor y juez de una única sentencia de amor. Confesar que lo ignoramos todo es la única visión coherente que podemos tener del más allá, la única razonable y lógica. En ella radica la consubstancial y perenne alegría del cristiano, el gran tesoro que ni la muerte ni el martirio podrán arrebatarle jamás.
Sin embargo, la salvación de que venimos hablando es algo mucho más cercano y cotidiano, pues concierne a nuestro aquí y ahora. Nos vamos salvando o condenando realmente en cada acción que emprendemos, en cada relación que establecemos con todos los seres. Cuando esa relación favorece nuestra vida en cualquiera de sus dimensiones, nos acrece y nos salva de la hecatombe del sinsentido, de la destrucción misma del ser; pero, cuando la entorpece, nos deteriora, nos hunde y nos condena.
No hay dos mundos, uno alto y otro bajo, uno a cada lado del tiempo, sino el solo mundo de la persona que somos en cada preciso momento, contemplada, eso sí, en las cuatro dimensiones a que ya hemos aludido en reflexiones anteriores (biográfica, social, de especie y cósmica), persona que va conformándose en su relación con todos los seres existentes, los que existen a nuestro margen y los hechos o transformados por nosotros mismos. Persona, en definitiva, de considerable envergadura que, mientras vive, consuma su tiempo y se proyecta sobre la eternidad.
De ahí que nuestro cristianismo tenga mucho más que ver con las cosas del comer que con nuestras elucubraciones filosóficas, ensoñaciones poéticas y fantasías metafísicas. No en vano, en su raíz está la palabra calvario y el mandato de cargar con su cruz, de negarse a sí mismo y vender lo que se tiene para darlo a los pobres, de comportarse como buen samaritano, de llamar a Dios Abba, de ser pródigo en perdonar, de rebosar misericordia y afrontar con coraje y determinación la muerte como culminación de un proyecto sobresaliente.
El cristianismo es un traje que encaja mal en el cuerpo de cuantos quieren construirse un paraíso eterno en una tierra que flota en el vacío, teniendo como única referencia y apoyo el tiempo de vida, forzosamente furtivo y volátil. Pero es pura alegría y esperanza para quienes, vadeando tanta inconsistencia y nihilidad, emplean su caudal en la búsqueda de lo realmente sustancioso y se implican a fondo en la tarea de valorar el hombre como el único camino hacia Dios. El esplendor de su amor no se apagará ni siquiera con una muerte cuyo acontecer desconcertante se plasma en su diccionario como mera trasformación o consumación de la vida.
Volvamos hoy nuestra mirada de creyentes hacia Jesús de Nazaret, objeto de nuestros desvelos, sujeto de nuestro amor y razón de nuestra condición de cristianos. Quien quiera saber si camina realmente por los caminos de Dios, que se pregunte si realmente lo está haciendo por los únicos que pueden conducirnos a él, por los caminos del hombre. Esa es la clave del tiempo moderno y de cualquier otro tiempo para acercarse a Dios, para encarnar como es debido la auténtica fe cristiana y para darle el juego que también en nuestro tiempo merece. Recordemos que la siempre necesaria reconciliación con Dios requiere, como paso previo, la reconciliación con el hermano. No hay vuelta de hoja. Solo quien ama al hombre puede asegurar que también ama a Dios. Nuestro único y más estimulante camino cristiano no puede ser otro que utilizar nuestra fe y cuanto Dios es para nosotros como herramienta de servicio incondicional a los hombres de nuestro tiempo.
