Acción de gracias 53 (última) La familia, armazón social y religioso

Clamor de la carne y la sangre

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Este último domingo del año 2021, la Iglesia celebra la festividad de la “Sagrada Familia” y, de hecho, toda la liturgia se mueve como en círculo en torno a ese tema. En las actuales circunstancias, habida cuenta de las enormes diferencias que hay entre cómo la sociedad entiende y estructura hoy la familia y cómo queda reflejada en el credo, en la liturgia y en la moral católica, el tema no puede ser más actual y pertinente. Las ordenanzas del libro del Eclesiástico, reproducidas en la primera lectura de hoy, son contundentes y están llenas de sentido común: honrar al padre limpia de pecados y respetar a la madre acumula tesoros. El buen trato a los padres aligera la vida de los hijos y los enriquece. Sin duda, la relación de respeto y honra que los hijos deben mantener con sus padres, incluso en los casos sangrantes de maltrato y abandono, es también una consigna de oro para los tiempos que corren, tiempos tan superficiales en los que campan a sus anchas los egoísmos más ramplones.

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Que ayer celebráramos la Navidad, el nacimiento del divino niño Jesús, no hace más que potenciar la exigencia de ese respeto y de esa honra, por más que la suya no podía ser una familia fácil debido a las exigencias de la misión excepcional que le había sido encomendada al recién nacido, pues lo de servir a Dios antes que a los hombres siempre ha resultado contraproducente e incómodo. Los desgarros que en la actualidad sufren por otros motivos muchas de nuestras familias, sea por la quiebra de las responsabilidades paternas, sea por la emancipación a contracorriente de hijos que o bien no han madurado lo suficiente para echarse a volar por su cuenta o bien no han aprendido a valorar como es debido el hogar, hace que muchas veces el respeto y la honra salten por los aires, catapultados por trifulcas dolorosas. Lamentablemente, los frecuentes divorcios entre los padres no son los únicos que se producen en el seno de familias que convierten en infierno el paraíso que debería ser todo hogar.

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Por su parte, el apóstol Pablo, dirigiéndose a los Colosenses en la segunda lectura, nos presenta como cohesión indestructible “el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta”. Pablo acierta de pleno en lo que realmente es clave u hormigón bien fraguado en la estructura de la convivencia familiar: cuando en una familia reina realmente el amor entre todos sus miembros, no hay problema ni ambición personal que se le resista. Sin embargo, cuando el Apóstol desciende a los roles particulares, hablando de cómo debe ser el comportamiento de cada miembro de la unidad familiar, aunque su discurso ofreciera un “esquema perfecto” para su tiempo con la proclamación de: “Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas. Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo”, lo cierto es que la primera exhortación, vista desde las agrias reivindicaciones feministas de nuestro tiempo, se ha convertido en piedra de escándalo y motivo de repulsa y hasta de desprecio.

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Pero, más que olvidar o borrar la conflictiva sumisión de la mujer al hombre y pensando siempre en la concordia familiar, los cristianos deberíamos proclamar igualmente la sumisión incondicional de los maridos a sus mujeres porque, en definitiva, la concordia familiar se construye a base de sumisión y el amor crece sobre ella. Ampliando la panorámica, podríamos decir incluso que solo los humildes construyen realmente la humanidad. Llevando esa misma idea a las relaciones entre los padres y los hijos, san Pablo habla atinadamente de que la obediencia de los hijos a los padres no debe ser abusiva a fin de que estos no aprovechen las ventajas de su posición ni aquellos se conviertan en puras marionetas.

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Si leemos con atención el evangelio de hoy, tomado de san Lucas, lo que deberíamos tener en cuenta, por encima de otras consideraciones, es la tremenda angustia de unos padres que pierden a un niño de corta edad en el enorme barullo en que la fiesta de la Pascua convertía a Jerusalén. Nuestra sociedad sabe mucho de la desaparición de niños y adolescentes y, lamentablemente, al contrario de lo que les sucedió a María y José, muchas veces esas desapariciones terminan en la desesperación de no saber nunca qué les ha sucedido a sus hijos o en algo posiblemente más doloroso, como estar seguros de que han sido asesinados sin que a ellos les quede siquiera el consuelo de besar y venerar sus despojos. Se deban a raptos, a despistes o a la propia voluntad, como parece ser que ocurrió en el caso del niño Jesús, lo cierto es que todas esas desapariciones descoyuntan la estructura familiar y sepultan en el infierno a sus miembros. La respuesta del niño Jesús a la pregunta de su madre angustiada (“¿No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?”) no le exonera de haber realizado una dolorosa y peligrosa chiquillada, pues también el niño está obligado a “ocuparse de las cosas de sus padres”.

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El día que los cristianos seamos capaces de contemplar y valorar la Sagrada Familia, constituida al menos por tres miembros, como una de esas familias nuestras cuyos miembros se ganan la vida honradamente con el trabajo de sus manos y viven en el seno de una comunidad de cuyos eventos sociales y religiosos participan con esfuerzo y sacrificio (no debió de resultarle fácil a la Sagrada Familia recorrer en aquellos tiempos los casi 150 kms que separan Nazaret de Jerusalén), no solo estaremos en condiciones de aportar a la nuestra cuanto se espera de nosotros, seamos padres, hijos o hermanos, sino también de comprender que a nuestro alrededor se formen núcleos familiares conforme a otros esquemas. A fin de cuentas, la familia une a seres humanos en un solo núcleo para que se apoyen unos a otros y para que, con la extraordinaria fuerza que la sexualidad les aporta, la continuidad de nuestra especie esté asegurada.

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Mientras el niño Jesús no dejaba de ocuparse “de las cosas de su Padre celestial”, iba creciendo en Nazaret, en el seno de su familia terrenal, “en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios”. Lo cierto es que el hecho de que los cristianos hayamos puesto en el niño nacido en Belén la efigie de “Dios”, lejos de iluminar el desarrollo de la vida de un hombre en el seno de una familia normal, como una más de las que vivían en la pequeña villa de Nazaret, falsea de alguna manera su imagen de niño-joven-adulto al convertirlo en un ser excepcional, sagrado e intocable, y nos priva de valorar como es debido contenidos esenciales de nuestra propia vida. El arte y la liturgia, sacralizando los colores y los ritos, han borrado el escenario real de una vida que debería ser sumamente ejemplar en su natural simplicidad real.

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A los cristianos nos queda todavía por delante un largo camino para comprender a fondo la “humanidad de nuestro Salvador”, idéntica a la nuestra, que también es encarnación de la Palabra divina y rostro de la presencia de Dios. Que Jesús comiera con publicanos y otros pecadores, que hablara con mujeres prostituidas y que curara incluso a leprosos, la más despreciable escoria social de su tiempo, debería abrir a nuestra Iglesia todos los caminos de la vida para zambullirse de lleno en las pocilgas y meterse en los zarzales que los humanos utilizamos como escenarios de francachelas degradantes.

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El sexo, por ejemplo, tan desnaturalizado y descarnado en la iconografía sagrada y en la espiritualidad católica, siendo de suyo uno de los elementos más hermosos y determinantes que el Creador ha insertado en nuestro cuerpo, nos desconcierta y nos trae por el camino de la amargura, incluso en nuestros días, a la hora de abrirle cauce para endulzar la vida de muchos individuos y fundamentar distintos núcleos familiares. ¡Cuánto le queda por aprender a nuestra querida Iglesia católica sobre algo tan esencial no solo para liberar las conciencias abotargadas de muchos fieles, incluidos algunos clérigos, sino también para no seguir situándose olímpicamente al margen de la marcha de la sociedad en tema tan transcendental para los ciudadanos!

PD para los seguidores de este blog: concluyo hoy la serie “Acción de gracias” que me ha llevado todo este año 2021 a reflexionar sobre la base de los textos litúrgicos de cada domingo. En el año 2022, que ya deseo sea venturoso y próspero para todos ellos, seguramente procederé a troche y moche, iniciando una nueva serie que no será periódica ni, mucho menos, sistemática. Posiblemente, llevará por título “A salto de mata”, en cuyo caso las reflexiones que aquí se hagan en voz alta versarán sobre  temas de actualidad o  controvertidos que afecten seriamente a cómo debemos entender el cristianismo y, sobre todo, a cómo debemos comportarnos los cristianos.

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