Acción de gracias -32 La fuerza de los mansos

Mundo al revés

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Si alguien me preguntara en qué mundo vivimos, seguramente le respondería que en uno al revés, un mundo en el que, para decirlo todo de golpe, los contravalores se anteponen a los valores, el derribo a la construcción, el placer que animaliza y deteriora a la virtud que humaniza y ennoblece. Un mundo, en fin, en el que prima el valor de consumo del dinero sobre su función de instrumento incomparable de vida y en el que el servicio, constitutivo indispensable de la vida humana, se transubstancia en dominio demoledor. De ese modo, dinero y poder, dos poderosas herramientas para construir la vida humana, se convierten en mercadería ramplona y en sometimiento esclavo. El libro del Eclesiástico, recopilación de buenos consejos, atina y matiza acertadamente cuando, en la primera lectura de hoy, pondera los comportamientos humildes y aconseja que cuanto más grande se sea, más debe uno humillarse. Los altivos e ilustres ya van servidos, mientras que los mansos e iletrados se hacen acreedores a los secretos divinos y a la fuerza que dimana de Dios. La planta del mal enraíza en el orgulloso, mientras que las flores cargadas de fruto brotan del humilde estiércol.

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No en vano creemos en un Dios que es “padre de los huérfanos y protector de las viudas, que derrama lluvia copiosa para aliviar la tierra extenuada, tierra preparada por sus manos para acoger a su rebaño pobre”, según nos canta el salmo elegido para hoy. Y el texto de la carta a los Hebreros, recogido en la segunda lectura, nos emplaza como es debido: no nos abrasa el fuego incontrolado, ni nos adentramos en negros nubarrones, ni nos pilla la tormenta, ni nos atruenan las palabras vacías, sino que, viviendo, nos vamos acercando a Jerusalén, a Sion, la ciudad de nuestro Dios vivo, a la asamblea festiva de los primogénitos, a la perfección de la nueva alianza que se realiza en el mediador Jesús. Subrayemos de paso, al son de estos bellos cantos, que en el cristiano debe primar una especie de “alegría existencial”, basada en la profunda convicción de que, al haber sido creados por Dios, todo en nuestra vida, incluso lo que denominamos “mal”, lleva sello divino. Se trata de una profunda convicción cuya fuerza ni siquiera pueden socavar el fuego, los nubarrones, las tormentas o el vocerío insensato de los hombres.

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El evangelio de hoy describe, por su parte, un precioso protocolo al delinear un sabio proceder social que tiene resonancia incluso en los cielos, basado en el atractivo irresistible de la humildad y en la repulsa que provocan los comportamientos ostentosos. A fin de cuentas, puestas las cosas en su sitio y a juzgar por la futilidad del tiempo regalado, nadie somos nada. Mientras que el humilde se acopla a tan gran verdad y ni siquiera ofrece espacio para reproches, el soberbio se verá sometido, antes o después, a una severa corrección pertinente que se las hará pasar canutas. Los soberbios serán humillados y los humildes, ensalzados. Tras pregonar una verdad tan acorde con la condición humana, Jesús aprovecha la ocasión para llevar el agua a su molino, dando rienda suelta a lo más sagrado y pertinente de su propia misión, al aconsejar a sus oyentes que, cuando den una comida o una cena, no inviten a  amigos, hermanos, parientes y vecinos ricos porque ellos les corresponderán invitándoles a su vez, con lo que quedarán pagados, sino a pobres, lisiados, cojos y ciegos, porque, al no poder ser correspondidos con similar invitación, serán bienaventurados en la resurrección de los justos. “¡Largo me lo fías!”, podría replicar un desaprensivo, pero la verdad es que la dádiva surte efectos muy positivos para la vida del dadivoso desde el momento mismo en que se produce.

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Pongamos de relieve este último apunte de Jesús, programa práctico de su propia predicación, sin óbice para valorarla como una gran obra en favor de sus oyentes, la de instruirles. Jesús pasó por este mundo haciendo el bien. ¿De qué bien hablamos? De resolver problemas humanos acuciantes: dar de comer a los hambrientos, curar a los enfermos y generar esperanza en los desesperados. El domingo pasado nos referíamos aquí mismo a que no hay misa (eucaristía) que algo valga sin cena, sin compartir alimentos, sin prestación de servicios (lavatorio de los pies), sin amor (“un mandato nuevo os doy…”). Hoy cabe ampliar esa misma panorámica, pues no hay programa de vida cristiana sin sentar a nuestra mesa a los pobres y sin compartir nuestro tiempo y haberes con los lisiados, los cojos y los ciegos, es decir, con quienes, no teniendo ni siquiera para comer por sus propios medios, de ningún modo podrán pagar por cuantos regalos se les haga y por los servicios que se les preste.

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He querido subrayar lo que precede como contenido eucarístico y como proceder cristiano porque, realmente, en nada se parece todo ello al cristianismo acomodaticio y descomprometido que practicamos, y que se refleja en las eucaristías que celebramos. El cristianismo de nuestros días se está desfondando por completo precisamente por el desajuste de sus actuales postulados sociales con los requerimientos evangélicos. De ahí la necesidad de hacer una relectura viva de los Evangelios para captar su mensaje original, un mensaje realmente válido y atractivo de suyo para los hombres de todos los tiempos. Por un lado, la eucaristía nada tiene que ver con genuflexiones, adoraciones y otras mascaradas, sino con el hecho de partir las haciendas y compartirlas con quienes no tienen dinero ni siquiera para pagar lo más necesario. Por otro, el cristianismo nada tiene que ver con sapienciales lecturas de mensajes cifrados en lenguas antiguas, ni con puntillosos estudios teológicos de contenidos dogmáticos intocables, sino con programas exigentes, bellamente expresados en parábolas y mensajes tan directos e inteligibles como invitar a tomar la cruz de la vida confiando en Dios, y a compartir cuanto se es y se tiene, sabiendo que nuestros días están contados y que a todos, sin ninguna excepción, nos espera la “casa del padre”, el preciado hogar donde todo llanto desaparece y toda bondad adquiere su máximo esplendor.

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¿Puede entenderse que un pobre cura, incluso entrado en años, se pase los fines de semana yendo de la ceca a la meca para celebrar misa en las iglesias o en las capillas de una buena partida de aldeas y pueblos españoles? La Iglesia está siendo víctima de su propia encerrona no solo celibataria y machista, sino también académica, cuando realmente todo hombre y mujer de buena voluntad podría presidir una eucaristía de celebrarse como una cena al estilo de Jesús. ¡Hay tanto que cambiar en la misa, desde su mismo escenario y la condición del celebrante hasta los contenidos más sobresalientes del rito como tal! Y, por otro lado, en cuanto a los cristianos, la auténtica cuestión no es que tengan fe, sino que su talante y ritmo de vida se acople a las consignas de Jesús, es decir, que sean realmente seguidores y testigos suyos. Si Jesús se paseara hoy por nuestras calles, ¿dejaría indiferente a alguien? Seguramente no, aunque su presencia puede que no tuviera el impacto que tuvo en su propio tiempo. Y, la verdad, ¿hay alguien a quien le importe, le conturbe o le estimule cruzarse hoy con uno que dice ser cristiano? De hecho, nuestro cristianismo se ha devaluado de tal forma que ni siquiera resulta atractivo en un mercadillo de saldos. La “alegría existencial” a que me he referido, potenciada por la confianza que genera la fe y la esperanza que se fundamenta en ella, debería ser el estandarte y la consigna de todo cristiano en tiempos como los que vivimos, tan apagados y de caras largas.

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