Lo que importa – 12 No me importaría ir al Infierno...

… si lo hubiera

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Conste que la afirmación del título no se debe a la humorística apreciación popular de que el cielo, cifrado en contemplar eternamente a Dios, al estar poblado supuestamente por una beatería compungida, debe de ser muy aburrido, mientras que el infierno, destino apropiado para toda la gente de la farándula, debe de ser, por el contrario, muy divertido. La barrera de la muerte, que reduce a polvo o cenizas nuestras neuronas, hace que todo lo concerniente al “más allá”, en el que los cristianos creemos firmemente, nos sea radicalmente desconocido. Aunque sea fácil colegir que no se parece en nada al convulso “más acá” que nos toca vivir, la temática no solo facilita dar rienda suelta a la imaginación de teólogos, moralistas y escritores para llenarlo de sugestivos contenidos y de colorido alucinante, sino también se presta a todo tipo de manipulaciones para someter fácilmente las voluntades de los adeptos. Pero, por mucho que se exprima la imaginación, se retuerza la teología y se manipulen las conciencias de los fieles, sus contenidos y desarrollos seguirán siéndonos totalmente desconocidos a lo largo de esta vida.

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Claro que para muchos hablar del “más allá” es pura entelequia, pues a la vista está que, siendo como somos unidad indisoluble de lo carnal y espiritual, la corrupción cadavérica da al traste con todo lo relativo a la posible existencia de una conciencia individual o personalidad que la muerte pulveriza. Mi experiencia profesional como colaborador con las asociaciones de enfermos de alzhéimer me dice que no es preciso esperar a esa corrupción para toparse en vida con la nada, pues la corrosión progresiva a la que dicha enfermedad somete las neuronas del paciente aniquila su personalidad mucho  antes de su muerte. De hecho, el alzhéimer, seguramente la enfermedad más cruel de cuantas existen, es una muerte lenta, a plazos, hoy por hoy imparable.

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Pero afirmar que hay un “más allá”, vivo y operativo, por increíble que sea para algunos, resulta para el creyente una verdad de esas que en filosofía se llaman “metafísicas”, verdades incontrovertibles, apodícticas. ¿Por qué “metafísicas”? Sencillamente, porque se refieren al ser mismo de las cosas. Y lo existente, por el solo hecho de ser no tiene principio ni fin, existe desde siempre y para siempre, al estilo del Dios eternamente inmutable de quien recibe el ser. De ahí que nada de lo existente pueda existir fuera de Dios, pues no hay lugar que él no ocupe por completo. Por ello precisamente, de existir el infierno, como nada de lo existente puede salirse del ámbito divino, también en el infierno estaría Dios. Ahora bien, si donde está Dios está su gloria, también el infierno estaría lleno de esa gloria, con lo que no habría ninguna diferencia entre lo que llamamos cielo y lo que nos empecinamos en llamar infierno.

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Me disculpo por explicitar tan burdamente un pensamiento que no tiene vuelta de hoja y que da al traste con toda la fuerza catequética, didáctica y moral del miedo a que, tras la muerte, nos veamos sometidos a un juicio implacable y al riesgo de ser condenados a horribles castigos eternos. Si Dios crea todo lo que existe y una parte importante de esa creación, los hombres malos, tuviera la sola posibilidad de verse separada eternamente de él, cosa metafísicamente imposible en lenguaje filosófico, entonces la espléndida creación divina en la que creemos habría sido, además de un tremendo fiasco, una indigesta contradicción, pues, existiendo solo Dios al principio y siendo por ello todo perfecto, resulta que tras una ingente tarea como fue la de la creación nos topamos al final nada menos con un Diablo y un infierno en el que se eterniza la existencia del mal en el mundo.

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Yahvé, el Dios antropomorfo en quien se refugia Israel en tiempos de zozobra y sometimiento y en quien, como pueblo aleatoriamente elegido, proyecta su propia conciencia de entidad y su peculiar personalidad, se parece poco al Dios de Jesús de Nazaret, el que realmente perdona setenta veces siete, el Padre paciente y complaciente con quien él habla frecuentemente, y, en definitiva, el alfa y omega de cuanto existe y acontece. Pues bien, mientras ese Dios de Israel se muestra en la Biblia frecuentemente irascible, vengativo y celoso, como lo es cualquier hombre, capaz por tanto de idear crueles castigos precisamente por ser antropomorfo, el de Jesús, por más que él mismo haya podido creer que, además de hombre, él también era Dios, es “padre” misericordioso y también justo con tan justa justicia que hace que el delito incluya la penitencia, que el pecado mismo sea el castigo, un contravalor que flagela y deteriora.

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Creo que he repetido hasta la saciedad que, si realmente existiera el infierno como lugar de castigo eterno, no podrían existir ni Dios ni el cielo porque bajo el paraguas del ser no pueden cobijarse dos absolutos.  Es una contradicción metafísica pensar que hay un principio absoluto del mal porque lo malo se reduce entitativamente a ser carencia de bien, lo que, en última instancia, significa carencia de ser.

El mal que padecemos inevitablemente, pues la vida lleva aparejados el deterioro y la muerte, de ninguna manera depende de un ser absoluto que lo instigue, lo sostenga y lo incremente, pues es un mero contravalor, es decir, una relación deficiente (no conveniente y, por tanto, mala) que nosotros mismos entablamos con los seres. Relación venenosa, que nos deteriora, empobrece y mata. El mal es de suyo algo condicionado a nuestra forma de ser, que solo se produce de tejas abajo o de puertas adentro. En definitiva, una acción deficiente, sin fuelle para saltar a lo trascendente, al más allá o a lo absoluto. El mal no acontece en el ámbito del ser, sino del obrar; un deterioro del ser en el obrar equivocado, un contravalor.

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A resultas de todo ello, el gran juicio al que los humanos estamos inevitablemente sometidos no es un “juicio universal”, a celebrarse al final de los tiempos, sino el juicio permanente de una vida que mejora o empeora al ritmo de los valores o contravalores que se cultiven. Lo afirmamos así rotundamente cuando decimos que “de esta vida nadie se va de rositas” o que “quien la hace, la paga”. Al consumar nuestra vida, ya hemos sido sometidos a un gran juicio y pagado el tributo que nos corresponda. La vida no sabe de indultos ni amnistías. Podría objetarse que sucede justo lo contrario, pues la vida parece premiar a los malos colmándolos de placeres y de haberes. Ciertamente, eso parece a simple vista, pero, obviamente, en la vida hay mucho más que las meras apariencias, campos en los que la conciencia no puede alimentarse trampas.

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Todo ello hace que me sienta empedernidamente optimista en cuanto al valor de la vida humana y al destino del hombre. El solo hecho de existir garantiza una positividad sin vuelta de hoja, en esta vida y en la otra. Cualquier negatividad, trátese de un ser deficiente o de un obrar equivocado, concebida como inherente al ser o producida por el obrar, a la postre quedará en nada. Por mucha cruz que uno se tope en el difícil camino de vivir, nunca nos faltarán el maravilloso gozo de existir y la reconfortante esperanza de saber que nos espera un destino en el que ni el llanto ni el dolor encontrarán acomodo. De hecho, saber que todo llanto y dolor son pasajeros resulta de suyo un gran consuelo porque, aunque los segundos nos parezcan a veces siglos, no dejan por ello de transcurrir como lo que son, como soplos de viento. ¿Quién se acuerda a los veinte años de los dolores de muelas que padeció de niño?

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En resumen, si hurgo en mi propio interior, ni siquiera estando cabreado y encolerizado concibo la mera posibilidad de un lugar de tormento eterno. Por ello, me rebelo rabiosamente ante la posibilidad misma de que un ser humano, por monstruosa que haya sido su conducta, pueda ser condenado a tal tormento. Es más, esperando que los lectores me entiendan bien, de existir realmente el infierno tal como lo pintamos, lo querría todo para mí. Reventaría en el cielo de saber que un solo ser humano había sido encerrado en él. A fin de cuentas, todos los seres humanos somos niños indefensos que, en vez de merecer castigos, imploran, incluso llorando, atenciones y mimos. Y si en mi corazón, tan mezquino y egoísta, florece la sensibilidad de no soportar la sola imagen de un condenado por muy pecador que haya sido, ¿qué cabe esperar del de un Dios que es todo él perdón y misericordia? Y, en consecuencia, ¿cuándo nuestra querida Iglesia comenzará a soltar tanto lastre como arrastra?

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