A salto de mata -39 La “inversión” cristiana

Clamor desde el Infierno

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Utilizo “inversión” en su sentido más directo, el de cambiar, sustituyéndolos por sus contrarios, la posición o el sentido de las cosas (RAE). Figuradamente, por ejemplo, “invertir una tendencia”. Descarto hoy por completo, por escandaloso y sin pizca de humor, cualquier atisbo sexual derivado, pues demasiada vergüenza ajena nos está tocando sufrir en nuestro tiempo a quienes tratamos de no mancillar nuestra fe cristiana. Y también cualquier reminiscencia de la parábola de los talentos, la obligación de invertir no solo para no perder valor, sino también para duplicar lo invertido. Y así, como quien no quiere la cosa, la lectura atenta de los textos litúrgicos de hoy nos adentra en las esencias mismas de un cristianismo que, para alcanzar la felicidad, nos ofrece la cruz; que, para enriquecernos, nos pide que nos desprendamos de nuestras posesiones; que humilla a los poderosos y ensalza a los humildes y que proclama que los últimos serán los primeros. ¿Mundo al revés? No es de extrañar que la fe cristiana más parezca de locos que de cuerdos, pues, a fin de cuentas, el cristianismo viene a pedirnos que sigamos los pasos de un loco que se derrite en ternura y que demos la espalda a la “cordura” de tanto listillo y sabiondo que, al decir de Amós (primera lectura de hoy), “tartamudea como insensato”.

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El tema me lleva de la mano a las profundidades del sistema de pensamiento de fray Eladio Chávarri, cifrado todo él en la pugna permanente que se desencadena en cada una de nuestras ocho dimensiones vitales entre los valores y los contravalores, entre caminar cuesta arriba y deslizarse cuesta abajo, entre construir con finura y paciencia artesanales y destruir con gustazo vandálico. Hablo de la lucha interior que, mal que nos pese, llevamos anclada en el afán de mejora que impregna nuestro ADN y que siempre saldrá a flote por muy virulenta que se vuelva la vida y por mucho que nos atraiga el dulce escozor del pecado original del “dolce far niente” de quienes se recrean en su parasitismo. Lo refleja agudamente el viejo chiste del amigo diligente que pregunta al amigo vago: ¿qué hiciste ayer?, y recibe como respuesta: nada. Y ¿qué vas a hacer hoy? –continúa el diligente. Hoy -responde flemático el vago-, remataré la faena que no terminé ayer.

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Pero la verdad, dicho sea con el atrevimiento del ignorante que pontifica sobre lo divino, es que Dios nos ha creado para que le ayudemos a construir este mundo, no para que destruyamos su obra. San Pablo (segunda lectura de hoy) da en la diana al exhortarnos: ¡Hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia y la mansedumbre!, virtudes todas ellas de difícil factura, que nada tienen que ver con los oropeles de los contravalores que nos tientan sin cesar y acosan por todas partes. Ni la injusticia, ni la impiedad, ni la incredulidad, ni el odio, ni la prisa, ni la fiereza, todas ellas poderosas armas de destrucción, aumentarán la densidad y la envergadura del mundo que nos ha sido regalado.

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Los tremendos desequilibrios del mundo en que vivimos se reflejan a la perfección en la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro. Tenemos un repelente epulón, “bon vivant”, bien comido y regalado, frente a la lastimosa mendicidad de un lázaro llagado. Si el primero lograra moderarse y el segundo, recibir algo más que mendrugos caídos de la mesa, seguro que desaparecería la mayoría de los desequilibrios de la vida que padecemos. La historia, gloriosa o lamentable, se va construyendo en una pugna sin cuartel, declarada o larvada, por la posesión enfermiza (contravalor) de los bienes de este mundo. Digo “enfermiza” calificando negativamente una “posesión” que debería añadirnos potencialidad como “instrumento” de trabajo y productividad. De ahí que el “derecho de propiedad”, que es de suyo un gran logro y un gran valor de la cultura humana, se convierta en contravalor al derivar en “posesión”. De hecho, fue la posesión de riquezas la que hundió al epulón en un abismo de tortura que ahogaba incluso el eco de un inaudito deseo de salvación para los suyos.

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Digamos, de paso, que debemos tomar las metáforas y las parábolas, también las evangélicas, “cum mica salis” (con precaución), pues valen para lo que valen y tienen siempre un alcance limitado. En esta del rico Epulón y del pobre Lázaro hay, por ejemplo, un delicioso contrasentido: ¿no merece acaso la salvación quien, penando atrozmente en el abismo infernal, se preocupa generosamente de advertir a los suyos que no sigan su camino de perversión para que puedan evitar los tormentos que él padece? A la postre, ¿no es ese un gesto heroico que redime al condenado? Pero, dado lo que hemos venido entendiendo por Infierno, ¿acaso cabe dibujar en él un buen pensamiento y un gesto de tanta magnanimidad como el de nuestro protagonista? Pues ahí tenemos una señora parábola que nos presenta al orondo y lirondo Epulón arrepintiéndose del despilfarro de bienes que había hecho en vida y queriendo librar a los suyos de las consecuencias que ello acarrea. ¿Qué otra cosa es, si no, el camino de la vida cristiana, cuando nos pide que nos arrepintamos de lo que hemos hecho mal y nos invita a mejorar nuestra forma de vida y a compartirla con los demás? Esta parábola pretende humillar (despojar) al soberbio (rico) y ensalzar (premiar) al humilde (el pobre) y, en esa perspectiva, cumple a la perfección su objetivo al mostrarnos lo correcto y alimentar la esperanza del que sufre. Solo eso. Por lo demás, dado el rumbo que llevamos y la cantidad de profetas que pueblan nuestro mundo, es cuestionable que la palabra de un profeta tenga más fuerza en nuestros días que la de un muerto que vuelva a la vida para contarnos algo de su novísima forma de vida, de la que ignoramos absolutamente todo. Lo digo pensando en que, para cambiar nuestro rumbo de vida actual estamos necesitando, más que consejos proféticos, “milagros” contundentes.

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El “camino cristiano” invierte el sentido que habitualmente damos a la vida cuando la convertimos en pozo inagotable de placeres y revestimos de eternidad un tiempo tan efímero como el que vivimos. Pero es obvio que un camino sin sombra cuando más calienta el sol es insoportable; que un placer sostenido y excesivo se convierte en un gran fastidio; que una vida plena de valores, sin ningún contravalor adosado a ella, resultaría, a la postre, muy aburrida y pobre porque nadie se preocuparía de mejorarla. Realmente no sabemos lo que vale la salud hasta que caemos enfermos y no apreciamos el dinero hasta que nos falta para lo más esencial. Igual que a nadie le amarga un dulce, a nadie le gusta la cruz, pero sin ella se desvanecería el camino que conduce a la gloria, al tránsito de la muerte a la resurrección que certifica nuestra fe cristiana.

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Dado el rumbo que ha llevado esta reflexión y el horroroso escenario en que el evangelio de hoy nos sitúa frente a los tormentos del rico Epulón, a los lectores que sigan creyendo en un espantoso juicio al final de la vida y en que muchos seres humanos, tal vez la mayoría, irán (o iremos) de patitas al Infierno porque, habiendo sido malos en vida, no se arrepentirán de sus fechorías, les diré convencido que a mí, en concreto, no me preocupa en absoluto verme en la tesitura de tener que ir al Infierno. ¿Razón? Justifiquen como justifiquen ellos la existencia de la sinrazón que es el Infierno, les diré que, de existir, también en él estaría Dios y, si ir al cielo es ir a la casa de Padre o adentrarse en Dios, ergo… (que cada cual saque, con finura de discernimiento y criterio, su propia conclusión por lo mucho que le conviene). Gozosa conclusión la de hoy para disfrutar de un buen domingo e iniciar una fructífera semana.

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