A salto de mata – 29 ¿Qué nos llega hoy de Jesús de Nazaret?

¿La figura de un Dios Altísimo, que exige adoración, o la de un Modelo, cuya cercanía reclama imitación y amor?

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Para un cristiano, consciente de lo que ser tal significa, su gran preocupación debe ser cómo traducir a nuestro lenguaje y a nuestra mentalidad la persona y la misión de Jesús de Nazaret. Como indica el título, saber qué nos llega hoy realmente de él. No es cuestión fácil habida cuenta de la enorme cantidad de versiones o lecturas que se han hecho y se siguen haciendo de su vida y de su mensaje. Por otro lado, son cientos las agrupaciones de hombres y mujeres que todavía hoy, en época de tanto pragmatismo y del férreo anclaje al suelo, absorbidos por los problemas diarios de todo tipo y afanados por “las cosas de comer”, como vulgarmente se dice, se confiesan seguidores o discípulos de Jesús. Lo obvio y sorprendente es que, siendo tan diferentes sus vidas y tan dispares sus compromisos y formas de vida, todos ellos hallan en Jesús base sobrada para fundamentar y construir un estilo de vida propio.

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Para entender nuestra propia historia de creyentes debemos partir del hecho constatable de que cuanto se nos ha contado de Jesús de Nazaret, desde el primero al último libro del Nuevo Testamento, no son más que lecturas o interpretaciones sobre quién fue el personaje y de lo que significó su vida para sus seguidores e incluso para el resto de la humanidad. Lo cierto es que la personalidad de Jesús, el alcance de su predicación y la razón de su propio sacrificio son tan ricos que han dado pie para lecturas muy diferentes, aunque todas beban en la misma fuente. Algunos de los escritores considerados canónicos, valorados como inspirados, tuvieron contacto directo con él y fueron testigos de sus hechos, pero ello no fue óbice para que, llegado el momento de dejar por escrito su testimonio, actuaran movidos por intereses secundarios de las comunidades de seguidores de las que formaban parte. Sus lecturas de Jesús son lecturas hechas con propósitos muy concretos.

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En ese sentido, aunque algunos de ellos escribieran 30 o quizá 50 años después de morir Jesús, nosotros no deberíamos tener miedo a hacer hoy lo propio, aunque ya hayan pasado dos mil años. Es más, los grandes avances que se están dando en la “crítica histórica”, tanto de los libros canónicos del Nuevo Testamento como de los apócrifos, nos permiten hoy un acercamiento al personaje en tan buenas y a veces incluso mejores condiciones que lo hicieron algunos de ellos. No procede pararse aquí a dar cuenta de tan importante verificación ni es este el lugar apropiado para hacerlo. Nos interesa constatar solo el hecho de que también hoy podemos acercarnos al Jesús que tiene palabras de vida eterna para nosotros y que sigue siendo pan de vida para saciar la hambruna que padecemos.

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Somos conscientes de que sabemos muy poco de la vida real de Jesús, que nos llega muy tamizada. Ignoramos incluso cuándo y dónde nació o cómo transcurrió su infancia y qué fue lo que lo movió a echarse a los caminos a predicar la inminente llegada del reino de Dios. También ignoramos la mayor parte de las razones por las que, siendo todavía muy joven, fue condenado a una atroz muerte de cruz, la peor muerte que entonces se infligía a los proscritos en el mundo romano. Pero todo ello no impide que los cristianos estemos persuadidos de que él sigue siendo nuestro camino de salvación y alimento de nuestras vidas. Por mi parte, estoy totalmente convencido de que lo que Jesús nos enseña sobre Dios y de que el tipo de vida que exige a sus seguidores es lo más excelso que la mente humana puede pensar: que Dios es nuestro padre y que nosotros, poniendo coto a nuestros egoísmos, debemos comportarnos como hermanosque se aman sin condiciones y se ayudan unos a otros a vivir.

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En el tenebroso mundo en que vivimos, la belleza de su vida y la excelsitud de su doctrina se convierten en luz para alumbrar nuestro camino y en fuerza para recorrerlo. Solo en la medida en que descendamos de las nubes, prescindamos de los incensarios y nos abracemos fuera de los templos, sin prejuicios que nos retengan ni líneas rojas que nos separen, estaremos preparados para convertirnos en altavoces de su hermoso mensaje de salvación. A fin de cuentas, él fue uno de nosotros, que se vio en la tesitura de sufrir hasta rabiar, pero que supo dar a su vida la profundidad de una divinidad convertida en fraternidad. Muchos pensarán que todo esto no son más que palabras huecas o pura ensoñación, convencidos como están de que lo importante son las esencias inmutables, las verdades reveladas intocables y un código de conducta moral irreprochable, pero realmente se trata de las palabras de vida eterna que él predicó.

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Como a los seres humanos de nuestro tiempo lo que realmente les importa son la vida y las condiciones de su desarrollo, es preciso que el mensaje de Jesús les llegue claramente, sin mezcla de intereses espurios y menos que algunos jueguen con ese mensaje en beneficio propio. Hoy nos importa resolver nuestros muchos problemas, entre los que uno de los más graves es el odio que tan fácilmente suplanta el amor. No se puede ser cristiano acunando una sed de venganza que con frecuencia desplaza el perdón como motor de mejora de nuestras propias vidas. No podemos olvidar que Jesús de Nazaret proclamó hasta la saciedad la primacía del amor y que, para quienes como nosotros se dejan llevar muchas veces por intereses ramplones, él implantó la norma de conducta del perdón incondicional, el perdón bíblico de las setenta veces siete. Si no logramos sentir que Jesús sigue caminando a nuestro lado y que lo único que espera de nosotros es que lo sintamos vivo en la vida de nuestros semejantes y que encarnemos el amor que le debemos en el amor a los hermanos, de poco servirá que nos demos golpes de pecho, que recitemos jaculatorias, que defendamos a capa y espada el Credo e incluso que, de vez en cuando, hagamos alguna limosna. Nuestra excelsa misión cristiana requiere que vivamos de tal manera que Jesús se pasee por nuestras calles y hable alto y claro en nuestras plazas.

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