Desayuna conmigo (Viernes Santo, 10-4-20) No lloréis por mí, hijas de Jerusalén

Viacrucis propio

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La mañana es tan ácida y pesada que hasta la pantalla de mi televisor parece querer declararme la huelga. Llueve aquí sin parar, las nubes están bajas, los edificios mudos y las calles de mi villa de Mieres desérticas. La conmemoración no puede ser más abrumadora: Jesús, torturado física y espiritualmente, arrastra como puede su cruz para ser clavado en ella. ¡El dolor! Afrontar este tema es, para mí, como intentar derribar un grueso muro de hormigón arañándolo con uñas mordidas hasta sangrar. ¿Por qué la vida está amasada de dolor? ¿Por qué hay que sufrir tanto? No vale como explicación la contemplación de una estrategia divina de salvación. Confieso mi impotencia para abordar hoy, no ya la muerte de Jesús, ocurrida hace más de dos mil años, sino la “muerte en cruz” que nos toca a todos y cada uno de los seres humanos.

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Llorad por vosotras y por vuestros hijos (Lc 23:27), es lo que dice Jesús a las mujeres que se conmovían al verlo pasar con la cruz camino del Calvario. Entre nosotros, los cristianos, perdura la convicción de que debemos volvernos hacia Dios para pagarle de alguna manera lo que ha hecho por nosotros, como si entabláramos con él una especie de transacción comercial: tú nos redimiste con tu cruz y muerte y, a cambio, nosotros sufrimos contigo y lloramos por ti. En particular, en estos días de Semana Santa parece que lo procedente es compadecerse de Jesús en el sentido no solo de apiadarse de él por sus sufrimientos, sino también de compartirlos.

Acabo de recordar que Jesús murió hace más de dos mil años y que, por mucho que lo quisiéramos, no podemos aliviarlo de ninguna manera de los horribles sufrimientos de su inmolación. De ahí que el sentido de la celebración de la Semana Santa debería ser, no “revivir” sus sufrimientos, como parece que hacen muchos, sino, tras agradecerlos porque fueron por nosotros, alinear en su misma misión salvadora los nuestros.

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Alentados por el recuerdo conmemorativo y la belleza icónica de unas procesiones en las que la música nos inyecta en vena la infinita piedad que despiertan los pasos, realidad que este año nos impide presenciar en directo el confinamiento a que estamos obligados, pero que los medios audiovisuales ponen a nuestro alcance, deberíamos orientar nuestro inagotable caudal conmiserativo hacia nosotros mismos y hacia todos nuestros semejantes. Nunca los seres humanos seremos iguales en lo tocante al dinero y la salud, pongo por caso, pero sí que lo somos en cuanto al dolor y el sufrimiento.

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Hay un dolor agudo que nos viene del hecho mismo de vivir y que nunca entenderemos, por mucho que nos estrujemos las neuronas. Moriremos llevándonos de este mundo muchos más misterios que luces, por mucho que progresen las ciencias y especulen las mentes más agudas. Por ello, al igual que se nos escapa el tema de la vida por su complejidad, se nos hace inabordable el tema del sufrimiento por su inoportunidad. Y, al igual que tratamos de gozar de la vida, tendremos que procurar que el sufrimiento no cope todo nuestro horizonte. El tema tiene tal envergadura que quizá quepa afirmar que los mejores y más maravillosos inventos humanos se han dado en la línea de paliar los sufrimientos, evitando que muchos seres humanos tengan que vivir crucificados y morir rabiosos.

Hay dos temas particularmente indigestos en esta lúgubre panorámica en la que la vida se muestra entrelazada con el dolor. Uno de ellos es el suicidio, recurso último al que un ser humano acude cuando no encuentra otra salida a su propia vida. ¡Qué tortura mental debe de sufrir el suicida cuando afronta su fatal trance! La humanidad debería arbitrar instrumentos para poder acudir raudos a paliar o evitar tan injusto trance. El otro son las muertes violentas que se producen cada día en el mundo, muertes desencadenadas por algún interés, muchas veces por auténticas fruslerías o naderías. Al arrebatar la vida de un ser humano, el autor debería saber que arrebata a la humanidad entera lo más preciado que hay en ella y que, en consecuencia, tendrá que verse obligado a resarcirla adecuadamente por tan gran depauperación. Matar por algún interés nunca debería salir gratis.

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Es Viernes Santo, un día que nos invita a la introspección para valorar a fondo lo que es la vida, la que pierde Jesús para dárnosla a nosotros y también la  de cualquier ser humano, incluso la del más deteriorado y abyecto. Hoy es un día en el que deberíamos derramar muchas lágrimas, pero por nosotros mismos, porque, al no estar haciéndolo bien, somos nosotros mismos los que tendremos que apechugar con las secuelas de nuestros propios comportamientos egoístas y depredadores. La fuente más caudalosa del torrente de dolor que nos arrastra a los seres humanos nace en el interior de cada uno de nosotros. La vida es, desde luego, muy dura, pero la endurecemos mucho más nosotros mismos.

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No podemos derribar el muro del sufrimiento, pero tal vez podamos sortearlo gateando poco a poco con la ayuda de las ventosas de nuestras manos o la de dedos que se clavan en sus grietas. Por más que muchos hayan visto en el sufrimiento un camino expedito para ir a Dios, lo cierto es que es un gran contratiempo, un contravalor cuya incidencia en nuestra vida es preciso achicar y eliminar en lo posible. De hecho, para encuadrar bien el cristianismo, debemos poner toda la envergadura del Viernes Santo a la sombra del Domingo de Resurrección, es decir, el cristiano ha de pasar de soslayo por el sufrimiento para zambullirse de lleno en la alegría.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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