Acción de gracias - 10 De “luteradas” e inmatriculaciones

Cuestiones transversales importantes

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En esta reflexión, metida hoy en el blog de rondón y a salto de caballo, parto de dos supuestos, ambos evidentes a mi humilde criterio: que la Iglesia católica institucional no está respondiendo en nuestro tiempo de la mejor forma posible a su hermoso cometido de mantener vivo el Evangelio, la “buena noticia” de un Reino de Dios que nos ha sido regalado para siempre, y que, afortunadamente, son muchos, cristianos o no, los que no solo se esfuerzan por alumbrar mejoras en esa dirección, sino también las certifican con sus propios comportamientos. De ahí que este inciso reflexivo en el blog no desvíe nuestra atención del propósito general de navegar en aguas de la “acción de gracias” que lo ocupa, oración que es la mejor alimentación diaria para un cristiano, tal como hacía con mucha frecuencia Jesús mismo. El Espíritu no solo agita nuestras conciencias en todo tiempo y lugar, sino también acondiciona nuestros músculos para que no nos durmamos y nos pongamos en camino.

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El hecho incuestionable de que incluso la encarnación se haya dado en Jesús de forma inculturada, es decir, de que el sujeto protagonista de tan inaudito proceder divino haya sido un judío del siglo I de nuestra era, inmerso por ello en una forma determinada de vida, nos libra de la necesidad de trasplantar tal cual su forma de proceder y los contenidos de su predicación a esta sociedad nuestra, veinte siglos después, tan distinta y distante de la suya. Sin duda, para nuestra extrañeza, él vivió persuadido de que el fin del mundo era inminente, persuasión que caló hondo en sus primeros seguidores, en san Pablo, por ejemplo, convencido de que lo vería llegar antes de morir.

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Ese punto de partida descoloca cualquier cuestionamiento actual, por ejemplo, sobre la “sensibilidad ecológica” de Jesús, aunque en su predicación dejara constancia del primor con que Dios se ocupa de los pájaros del cielo y cuida los lirios del campo, por lo que no procede indagar en su vida para descubrir en él un acérrimo defensor del medio ambiente, por más que los muchos problemas vitales, económicos y morales, que su abuso nos está causando hacen que sea uno de los principales problemas que hoy tenemos sobre el tapete.  En suma, sería de locos acudir hoy a Jesús en busca de pistas para resolver problemas como los planteados por el feminismo, los tecnológicos, los de la superpoblación mundial, los de la fecundación in vitro o los relativos a la transexualidad, tan vivos en nuestro tiempo, y más aún especular sobre cuál habría sido su opinión sobre la condición humana, tan anclada en la pura animalidad, de los salvajes que ya entonces vivían en la profundidad de las selvas, pues se trata de problemas que a él no se le plantearon en su tiempo y, en cuanto a los salvajes, ni siquiera podía tener conocimiento de su existencia. Somos nosotros, los cristianos de nuestro tiempo, los que debemos proyectar su “luz” sobre nuestra forma de vida y fajarnos en la solución de los problemas circunstanciales que hoy impiden que el Reino de Dios vigorice también las vidas de los hombres de hoy y de mañana.

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¿Acaso la lectura que san Pablo hizo del mensaje de Jesús debe ser la única? ¿Debe permanecer invariable para siempre su estructura teológica? En ese caso, sorprende que la Iglesia católica se atenga rigurosamente a sus consignas sobre el papel de la mujer en el matrimonio y en la asamblea cristiana, acordes con la férrea mentalidad machista de su época, pero que en la nuestra repugna escandalosamente, mientras que, yendo a la contra, hace caso omiso de la obligación que Pablo se impuso de vivir del trabajo de sus manos para no ser una carga para aquellos a los que evangelizaba, tema este muy sensible en nuestro tiempo por la trasparencia y la honestidad requeridas, tan alardeadas, pero de las que hacen tabla rasa la mayoría de los políticos. Por lo demás, ¿no se equivocó radicalmente Pablo, insistiendo en lo ya dicho sobre el mismo Jesús, al creer que asistiría en vida a la parusía del Señor, cuando nosotros, que vivimos dos mil años después, sabemos a ciencia cierta que a los seres humanos les quedan todavía por delante unos cuantos milenios de no producirse una hecatombe fatal, sea natural o provocada por la locura humana?

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En estos momentos se plantean dos cuestiones importantes, relativas a la marcha general del catolicismo, una de ámbito universal y otra de ámbito al menos español. La primera se refiere a las urgentes reivindicaciones sobre la igualdad de roles de hombres y mujeres en la Iglesia católica en el sentido de que el sexo no discrimine ni sea un hándicap para acceder a ningún cargo o cometido jurisdiccional, ministerial o pastoral. La segunda se refiere, en general, al hecho de que la Iglesia católica sea realmente rica, y, en particular, a las inmatriculaciones patrimoniales que acaba de hacer la Iglesia católica española y que tan justamente han sido puestas en el candelero público.

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En cuanto a la primera cuestión, ¿acaso no se dan cuenta las activistas católicas, alemanas o de cualquier otra parte del mundo, de que lo único que pretenden conseguir con sus reivindicaciones directas es “ensanchar” el patriarcado eclesial imperante al querer abrir el clericalismo actual al mundo femenino? ¿No sería lo procedente cuestionar ambos de raíz y buscar una forma más directa y diáfana de insertar el cristianismo en la vida de los hombres de nuestro tiempo que la de desempeñar una función clerical? La realidad es que los católicos vivimos bajo un poder que, además de haberse escorado por completo a la masculinidad, ha declinado la obligación sagrada de “servir”. ¿Acaso la Iglesia católica no se ha dotado de infraestructuras idénticas o muy similares a las del Imperio Romano que la acogió? ¿En qué se diferencian su Jerarquía y su Derecho de los que gobernaban Roma? Obligada por mandato directo de Jesús a ser luz y sal de la tierra, puede que el hecho de que hoy no cumpla satisfactoriamente tan sagrada misión en muchos ámbitos y lugares se deba principalmente a su forma de estar y proceder.

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Por lo que se refiere a la segunda cuestión, la de la riqueza y la de las inmatriculaciones españolas, ¿necesita realmente el cristianismo cientos de miles de templos, tan atiborrados de ricos tesoros artísticos y de sobrecargados ropajes litúrgicos, cuando Jesús proclamó con contundencia que, en adelante, no sería necesario acudir a un templo para adorar a Dios en espíritu y en verdad (Jn 4:23)? ¿Por qué la Iglesia se empeña en funcionar como un gran imperio o como una poderosa multinacional, sin creer en serio que el mundo entero es un hermoso templo y sin fiarse en absoluto de una Providencia divina que mima sus criaturas (Mt 6: 28-34)? ¿Por qué todo debe estar previsto y bien atado antes de que suceda frente a un Espíritu que, siendo guía, sopla donde quiere y como quiere? ¿Se parecen algo a los discípulos de Jesús los papas, los “príncipes” (cardenales), los patriarcas, los arzobispos, los obispos y los presbíteros, tan férreamente atrincherados en una jerarquía sagrada de poderosos hombres selectos? ¿Por qué la mayoría de ellos vive exclusivamente a expensas de los haberes de que se ha adueñado la Iglesia, contraviniendo su razón de ser, cuando Jesús, de quien sabemos a ciencia cierta que no poseía más que una túnica para cubrir su cuerpo, proclamó, alto y claro, que sus seguidores deberían caminar ligeros de equipaje y auxiliarse mutuamente?

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Y, por no tocar más que un tema más, que engloba todo lo anterior y que es muy querido a este atrevido indagador, ¿creemos en serio que las misas, cuya celebración como sacerdotes es lo más importante a que aspiran las feministas católicas, se parecen en algo a la Cena del Señor? La eucaristía, que debería ser una poderosa herramienta de evangelización, se ha convertido en un extraño e idolátrico objeto de culto e incluso en un espectáculo de masas para animar cualquier evento de carácter social. Partiendo de que Jesús está presente cuando dos o tres se reúnen en su nombre, ¿no son mucho más eucaristía nuestras comidas familiares que las rutinarias misas preceptivas, oficiadas en los templos por varones artificialmente sacralizados? Son ya muchas las veces que he insistido en que el acontecer eucarístico se da en el hecho de partir y compartir el pan y el vino, evento al que todos somos invitados como comensales y del que también formamos parte como comida, pues todos estamos en la eucaristía como granos de trigo y de uva que han sido cometidos previamente a un duro proceso penitencial de transformación o conversión. Sin partir y compartir el pan y el vino no hay acontecimiento eclesial o eucaristía que se precie; no hay en definitiva “cena sagrada”. Solo cuando nuestra Iglesia se despoje de todo poder y riqueza podrá partir y compartir su pan, convertirse ella misma en la eucaristía universal que debe ser, conversión previa indispensable para evangelizar como es debido. Reconforta saber que, a pesar de todo, son muchos los cristianos y no cristianos que realmente se convierten en eucaristía cada día, testimoniando con su vida que Jesús sigue vivo entre nosotros.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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