Desayuna conmigo (domingo, 12.7.20) La palabra fecunda los campos

La creación está de parto

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Abrimos este desayuno con un profundo deseo de paz para Euskadi y de prosperidad para Galicia y con la esperanza de que sus ciudadanos acierten hoy a elegir los mejores dirigentes para sus comunidades autonómicas. A ese deseo y a esa esperanza añadiremos hoy nuestra oración para que así sea. Por lo que al domingo en sí se refiere, los textos litúrgicos parecen insistir en el hecho de que lo sobrenatural irrumpe y penetra de tal manera lo natural que se hace uno con ello. Algo así como el anuncio de una nueva “encarnación” de la gracia en el seno de la tierra. Tras el fenómeno excepcional de la existencia de Jesús, corroborado por su conducta y su predicación, el tonante Dios del Sinaí desciende a los valles para degustar con nosotros los sabores humanos, y lo hace incluso mendigando el ardor de nuestros más profundos sentimientos, el del amor y el de la ternura, tan magistralmente pintados por Jesús en las parábolas del buen pastor y del padre del hijo pródigo. No hay duda: Dios se ha enamorado de los hombres y ha salido a su encuentro adecuadamente vestido, para no deslumbrarlos con su luz celestial ni asustarlos con la majestuosa presencia que su figura despliega en los cielos.

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La lluvia y la nieve, portadoras de la palabra divina, fecundan la tierra y hacen brotar de ella la vida (Isaías). “Tú riegas los surcos / igualas los terrones, / tu llovizna los deja mullidos, / bendices sus brotes” (Salmo 64). Preñada de gloria, “hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto” (Pablo a los Romanos). Y, finalmente, Jesús sale a sembrar (Mateo). Ocurre hoy algo así como si el cielo y la tierra se confabularan para alumbrar al hombre a fin de que en él cuaje la gran obra de salvación del Dios creador, salvación que requiere "amar hasta el extremo", hasta la donación total en la más afrentosa muerte, la muerte de cruz. Sí, señor, Dios, asentándose en nuestro mundo, se nos da todo entero, es nuestro por completo.

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Qué mal hemos hecho los cristianos en acotar, como refugio carcelario o como paraíso de recompensas por tantas renuncias, un mundo especial, el sobrenatural, exclusivo y protector. Sí, sí, ya lo sabemos de sobra: “el mundo”, tan lleno de cosas bellas tentadoras, es uno de los tres grandes enemigos del alma. Los otros dos son nuestra propia “carne”, tan trémula y potencial, aunque sea materia digna para construir con ella el mejor tabernáculo divino, y el “demonio”, ese muñeco de cartón piedra que los humanos nos hemos inventado, coco que acecha nuestras travesuras, brasa que torra nuestros ardores, capataz inmisericorde que ni siquiera nos permite resollar en la cantera de trabajos forzados a la que la vida misma nos ha aherrojado.

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Y, sin embargo, mal que le pese a muchos que tienen intereses en la cosa, lo único realmente perjudicial para nuestra salud es que llevemos una vida epidérmica, sin hondura, sin sustancia, sin explotación. El demonio es pura invención interesada de poderes tiránicos, freno seco de la libertad creadora, verdugo para quien se atreva a alzar la voz. El día que sepamos sacudirle la badana a este intruso y lo arrojemos, a él sí, a las tinieblas exteriores, la humanidad habrá dado un paso decisivo en la conquista de la libertad, porque entonces comenzaremos a comportamos como es debido por amor, no por temor. Sí, claro que existe el infierno, pero solo en nuestra mente y con la única finalidad de albergar en él a una marioneta que baila al son que algunos hombres le tocan. No tienen perdón de Dios los que delinean para el hombre un camino de tanto miedo y terror.

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El mundo es la hermosa pradera, con fuentes paradisíacas de agua fresca, en la que los humanos pacemos y abrevamos. Cuanto somos, incluido el espíritu que llevamos anclado a nuestras neuronas, es mundo. El mundo es bello, rico, atractivo y está siempre vivo. Solo nuestros ojos y nuestras manos ponen en él fealdades y podredumbres como la de que, mientras unos revientan de tanto comer, otros no tengan con qué sacudirse de encima el hambre.

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La carne es pura materia sacramental, mármol en las manos escultoras de Dios, sensibilidad, llanto y ternura. Y el sexo, sinónimo de la carne, ese instrumento de tortura de los moralistas opacos y perezosos y esa bomba atómica en manos de los poderosos, en realidad no es más que gozosa fuente de vida y amor. El cuerpo humano es hermoso y un reto para cinceles como los de Miguel Ángel. Todas sus funciones son vitales y sus placeres, laudables, salvo que traspasen la moderación y la dignidad requerida, es decir, que de alguna manera resulten mortales.

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En definitiva, el alma no tiene más enemigos que ella misma, su propensión a la molicie despreocupada, a pasar por el mundo casi sin rozarlo, libando apenas sus néctares, sin comprometerse con su laborioso devenir, constitutivo y obligado. Resumiendo, en el ámbito esclarecedor del pensamiento de mi maestro Chávarri, diríamos simplemente que atiborrándose de contravalores. La maldad no es algo objetivo, que esté ahí fuera esperándonos o acechándonos, sino que sale de nosotros mismos, pues está anclada a las acciones que deterioran el supremo bien que tenemos, el de la vida. También aquí nos cabe decir, como hace Jesús en el evangelio de hoy, que “el que tenga oídos que oiga”, pues, mientras unas semillas se agostan, otras producen según la fuerza con que se entregan a la tierra. La “vida buena” es, a la postre, satisfactoria, sólida, fornida, productiva; la “mala”, en cambio, es enclenque, quebradiza, enfermiza.

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Lejos, en el tiempo, hoy nos salen al paso, por un lado, Julio César, nacido un día como hoy del año 100 antes de Cristo, el político tan dotado como estratega militar, orador y prosista, y tan familiar para nosotros en los lejanos tiempos de la escuela apostólica, cuando el estudio del latín era el pan nuestro de cada día de los años del Bachillerato. A fuerza de estudiar y traducir "La Guerra de las Galias", conflicto bélico entre romanos y  galos, que se inicia en el 58 y termina en el 50 antes de Cristo, casi lo veíamos desfilar con sus tropas por los amplios pasillos del Monasterio de San Juan Bautista de Corias, el Escorial asturiano. La concisión de su "veni, vidi, vici" ante el Senado Romano despertaba nuestra admiración por su genio literario.

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Y, por otro, también lo hace Erasmo de Rotterdam, humanista, filósofo, filólogo y teólogo neerlandés, que murió un día como hoy de 1536. Su espíritu crítico con las instituciones y las enseñanzas al uso le llevaron a sentar las bases del Renacimiento e inspirar la Reforma protestante. Sobre la libertad, tema crucial de su pensamiento, si bien criticó sus excesos, fue más próximo a las ideas de la reforma de Lutero que al rigorismo característico de la espiritualidad católica del tiempo. Groso modo, podríamos de decir de ambos, de César y de Erasmo, que la simiente que cayó en su tierra particular produjo abundante cosecha para toda la humanidad.

Guernica

Por otro lado, no cabe duda de que las demoledoras bombas de la guerra civil española se convirtieron en simiente fecunda para los siglos venideros por obra y gracia de los pinceles de Picasso, pues, un día como hoy de 1937, el “Guernica” era expuesto por primera vez en el pabellón de la República Española de la EXPO de París. Picasso pintó su más famoso cuadro a petición del gobierno de la República española con el fin de atraer la atención del público hacia la causa republicana. El genio de Picasso es como un rejón que penetra en la tierra y la hace sangrar para que sea receptiva a la simiente de la gran belleza que, en ese cuadro, se alía con el  dolor y el hedor de tantas muertes por desmembramientos.

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Y si de fecundidad nos habla la liturgia de este domingo, no digamos la de la sangre de Miguel Ángel Blanco, asesinado por ETA un día como hoy de 1997, principio del fin de un terrorismo que, lamentablemente, no termina de espicharla del todo. De ahí el deseo de paz que hemos pedido para Euskadi.

Recuerdo que ese día hice a pie un recorrido de unos 12 kms, entre Mieres y Pola de Lena, mientras se cumplía la hora del ultimátum lanzado por ETA. España entera era un clamor de sentido común, pidiendo por la vida de un muchacho cuya cara parecía un trozo de pan bendito. Hice el recorrido veloz, imparable, deseoso de llegar a mi destino para tomarme una cerveza en un bar y celebrar el respeto de la vida de un buen hombre que, en oración fervorosa, iba pidiendo al cielo, mientras caminaba esperanzado.  Al sentarme a la barra del bar y tener noticia de lo ocurrido, casi caigo desplomado por el malestar profundo que en ese momento invadió todo mi cuerpo y por una desolación abisal en el alma. Nunca una cerveza, ni siquiera el amargor de la primera que bebí en mi vida, me supo tan mal como aquella. Regresé a Mieres cabizbajo, derrotado, como molido a palos. El trayecto se me hizo interminable, pesado y fatigoso, y eso que iba pidiendo a mi Dios que recompusiera aquella cabeza, tan destrozada por tiros a bocajarro, para sacar a flote la vida de tan buena persona como era Miguel Ángel, cuya muerte a las pocas horas gestó el maravilloso espíritu de Ermua, espíritu de paz, que ojalá nunca se pierda. Llegué a Mieres exhausto, machacado, como si hubiera transportado a la espalda una pesada losa, y me derrumbé de puro asco, rabia e impotencia.

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La semilla que cae en tierra y no muere, no da fruto. Toda vida humana es semilla plantada en la tierra. Desde luego, la tierra es neutra, igual para todos, razón por la que la cosecha dependerá exclusivamente de la fuerza de la semilla, de su voluntad de morir para sí misma a fin de fructificar para otros. El cristianismo, por muchas vueltas que le demos, es algo rectilíneo y diáfano: hay que morir para fructificar. No hay otro camino. Ocurre justo a la inversa de las aspiraciones místicas de Teresa y Juan de la Cruz, pues no morimos por no morir, sino que vivimos muriendo: la muerte no es un premio, sino un camino, un método, un procedimiento bautismal, la celebración sacramental de la conversión del pan en eucaristía, de la semilla en fruto.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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