Obligados en nuestros días a orbitar en la gravitación del agujero negro de un coronavirus que nos está arrastrando lentamente hacia su abismo, podría decirse que el día de hoy atrae nuestra atención sobre tres pandemias, aunque nada tengan que ver con él.  Se trata, además, de tres zambombazos que, por distintos motivos, me afectan personalmente. El recorrido que haremos en atención a las preocupaciones que esta mañana nos pone encima de la mesa va desde la cabeza a la imagen que ofrecemos a los demás y a la cartera, sometida esta última, como está por culpa de la enésima crisis económica que padecemos, a una rigurosa dieta de adelgazamiento.

El primero de nuestros quebrantos matinales de hoy proviene de la atención que se nos pide que prestemos a los ictus, esos trastornos bruscos de circulación sanguínea producidos por alguna obstrucción o hemorragia. Lo digo porque hoy se celebra el “día mundial del ictus”. Solo en España se producen unos ciento veinte mil al año. De ellos, no pocos producen la muerte y sobre un cincuenta por cien de los que salen adelante quedan con secuelas importantes. Cierto que durante los últimos años han disminuido mucho la mortalidad y la discapacidad producidas por ellos. Se trata de avances que se deben, por un lado, a la mejora de la detección precoz y, por otro, al control de los factores de riesgo, si bien el ritmo de la vida que llevamos favorece que los ictus sigan aumentando. De ahí la importancia de saber identificar sus síntomas para acudir cuanto antes al hospital. Que sea la segunda causa de muerte en España, y la primera en el caso de las mujeres, nos da idea de la preocupación que los promotores de esta celebración tienen para que todos sepamos distinguir los síntomas de la amenaza de un ictus para actuar con una rapidez que evite el desastre o, cuando menos, sus más graves secuelas.

Mi afección personal se debe a que, hace ya muchos años, un ictus traidor, justo a los diez días de haberse hecho un chequeo en busca de la causa de unos fuertes dolores de cabeza, se llevó por delante la vida de un sobrino mío, que era para mí como un hijo, a la edad de 27 años. Llevo todavía gravado en la piel el frío gélido del anochecer de un cinco de enero, cuando la Cabalgata de Reyes de Salamanca tuvo que ceder el paso a las ambulancias que aquella noche llevaban sus órganos con destino a otros cuerpos. El impacto emocional del hecho fue tan fuerte que aún lo vivo como si hubiera ocurrido ayer mismo.

La segunda “pandemia” que hoy se nos ofrece como reflexión matinal se deriva del hecho de que más de 130 millones de personas en todo el mundo se ven afectados física, emocional, social y financieramente por las inflamaciones y descamaciones de la piel que causa la psoriasis, enfermedad que se ceba en distintas zonas del cuerpo, sobre todo en  las rodillas, los codos, las espaldas, los brazos, las piernas y el cuero cabelludo.Debido a su visibilidad, algunos creen que es contagiosa y muchos de los afectados, al sentir vergüenza, se aíslan y sufren daños psicológicos y sociales. Por ello, la OMS la ha catalogado como enfermedad grave que requiere mayor concienciación social. De ahí la celebración hoy del “día mundial de la psoriasis”, celebración que viene haciéndose desde el año desde 2004 para atraer la atención de los ciudadanos sobre una enfermedad tan incómoda y sobre quienes la padecen como si se tratara de una lepra.

Los investigadores creen que es una enfermedad de tipo genético que se activa con el estrés y el deterioro del medio ambiente. De ahí que aseguren que no sea curable, si bien pueden reducirse sus síntomas y brotes con tratamientos tópicos, luz ultravioleta, fototerapia y otros medicamentos o remedios que puedan recomendar los especialistas. Mi afección personal proviene de la inquietud por curarla, debido a que en su día presté todo el apoyo que pude a un tío político, químico, quien había fabricado un medicamento, digamos de tipo casero, con el que logró curaciones poco menos que milagrosas. Todavía viven algunas de las personas curadas por él. Su hallazgo se basaba en una destilación, que él decía que era algo peligrosa, del ácido undecilénico. Tras el tratamiento tópico durante unos días de las zonas afectadas con el remedio ideado por él, la piel se regeneraba por completo y la psoriasis, al menos algunas clases de ella, desaparecía como por ensalmo.

Dadas las dificultades que aquel buen hombre tenía para conseguir dicho ácido, yo mismo hice gestiones hasta conseguir que me enviaran unos kilos desde Francia. Tras ello, ambos tratamos de registrar la patente con la idea de ofrecerla a algún laboratorio para su explotación comercial, pero lo complicado de la gestión, por un lado, y que él muriera pronto, por otro, desbarató todo el proyecto. Antes de morir, el buen hombre reveló su secreto a una hija y ella siguió adelante con el tema mientras le duraron los kilos de ácido venidos de Francia. Después, no he vuelto a saber más del tema. ¡Lástima!

Decíamos al principio que la tercera pandemia de este día afecta a nuestra cartera, a su vertiginoso adelgazamiento, pues la fecha de hoy nos recuerda el crack financiero de hace noventa y un años, la debacle que en el año 1929 dio al traste con la economía mundial al hundirse la Bolsa de Nueva York. Por ello, hoy se celebra el “día mundial del decrecimiento”, pues aquella dura experiencia económica ha originado toda una corriente de pensamiento en nuestro tiempo que se denomina precisamente así, de decrecimiento. Se trata de una teoría que busca la puesta en marcha de una economía en pro de un mayor bienestar, pero que respete y cuide los recursos naturales y logre el deseado equilibrio ecológico. Tal vez sea un nuevo cuento de Blancanieves o una simple ensoñación mística, pero lo cierto es que el ritmo de rentabilidad y consumo que hemos venido llevando estos últimos decenios es absolutamente disparatado y de todo punto insostenible a largo plazo por el agotamiento de muchos de los recursos disponibles y por el deterioro insoportable del medio ambiente.

El crack del 29 revolucionó la economía y la hundió en una gran depresión que duró diez largos años, pero las aguas turbias volvieron lentamente a su antiguo cauce, el de seguir produciendo a toda costa y consumiendo sin control. Aunque todavía está por ver, es posible que el coronavirus que hoy padecemos produzca una crisis económica parecida a la del 29, con igual destrozo para las carteras y las mentes humanas. Pero, lamentablemente, parece que esta vez tampoco estamos en disposición de aprender la lección, pues todo apunta ya a un afán incontrolado por recuperar pronto los niveles perdidos y a continuar por el mismo camino de productividad y consumo. Si no aprendemos la lección ahora, es posible que, tras salir de la actual crisis cuando sea, nos venga pronto después una tercera embestida y, entonces, seguro que “será la vencida” y nos veamos en el escenario de que “a la fuerza ahorcan”.

Digo que también esta pandemia me afecta, en este caso como a cualquier otro ciudadano que tenga conciencia de la cosa, porque llevamos ya unos años de vacas flacas que van adelgazando las carteras de forma casi imperceptible, sin que apenas nos demos cuenta, pues, mientras nuestros ahorros menguan, las cosas que consumimos suben de precio. Estamos en el euro y no hay devaluaciones formales de la moneda, pero los fondos pierden valor, la bolsa baja y los productos de consumo habitual se encarecen. En otros términos, cada día nos acostamos tras haber dado algunos pasos peligrosos hacia la pobreza.

La mañana todavía nos regala una preciosidad, al menos para muchos, al celebrarse hoy también el “día internacional del gato”, ese mimoso animal, tan familiar y que tanto aporta incluso a la personalidad humana. Me refiero a una personalidad por la que se devanó los sesos Jean Paul Sartre cuando, un día como hoy de 1945, desencadenó el fenómeno “existencialismo” al proclamar en una conferencia famosa que “el existencialismo es un humanismo”. Sartre se esforzó inútilmente por superar toda la corriente del pensamiento idealista alemán. Declaró que la existencia es anterior a la esencia, sin percatarse de que ya santo Tomás había escrito cosas mucho más interesantes sobre esos conceptos, al entender por esencia el proceso de crecimiento de un ser radicalmente libre que se va formando en cuanto que no puede dejar de ser un “ser para otro”. Ello le llevó a ver a Dios como un concepto contradictorio, pues, siendo forzosamente también él un “ser para otro”, tendría que ser, al mismo tiempo, un “ser para sí”.

Digamos, en este contexto, que los gatos son “hermosas criaturas de Dios”, cuya existencia enriquece nuestra vida humana, y que la teoría sobre los valores de fray Eladio Chávarri, a la que en más de una ocasión hemos aludido en este blog, desmonta por completo el tinglado existencial y esclarece el cacao mental que lo sustenta al considerar al hombre como un ser en crecimiento o decrecimiento, según que cada una de sus acciones enriquezca o deteriore alguna de las dimensiones de su vida. Para Chávarri, Dios mismo se convierte, en la persona de Jesús, en el paradigma de humanización. El mismo concepto de “ser para otro” quedaría vacío sin la consistencia de un “ser para sí” que lo sustente y lo englobe. De hecho, la línea que en el pensamiento humano y en la experiencia mística separa a Dios del panteísmo es muy fina. El cristianismo, cuya estructura de salvación es netamente divina, es, con mucho, el más aquilatado y profundo humanismo que la cultura humana ha sido capaz de parir.

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