Desayuna conmigo (martes, 08.12.20) Sin pecado concebida

Aurora de una humanidad valiosa

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Para guardar mi propia ropa, tras lanzarme a nadar en aguas bravas, confesaré abiertamente que el personaje que más ha influido en mi ya larga vida es Jesús de Nazaret y que tras él, por muchas razones comunes y particulares, está su madre, la Virgen María, tan invasiva en la liturgia cristiana, razones que no viene a cuento exponer aquí. Lo que precede se debe a que hoy celebramos una de las advocaciones de María que no solo ha sido la más discutida, sino también la más hermosa, pues María se ofrece en ella a nuestra veneración, al igual que dicen que lo hizo en Lourdes, como la más reluciente por “inmaculada”, es decir, por haber sido concebida sin mancha, sin pecado original. La celebración se hace hoy, día de su concepción, nueve meses justos antes de la celebración de su Natividad, el 8 de septiembre. Si bien su concepción y su nacimiento son acontecimientos, dejemos constancia de paso de que la mayoría de las advocaciones marianas son encantadoras metáforas (“espejo de justicia”, “trono de sabiduría”, por ejemplo), a cuyo género literario también podrían adscribirse los contenidos propios de todas sus celebraciones litúrgicas.

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Seguramente sorprendido por la maldad de sus coetáneos, el autor sagrado se las ingenió para dar explicación de la irrupción del mal en el mundo montándose un bonito escenario en un supuesto paraíso terrenal incontaminado. Desde luego que lo consiguió con una candorosa escena en la que pone en juego a cuatro personajes en tan sublime escenario. Muy logrado y candoroso el relato, pero cometió un error de bulto al no dar una explicación plausible del papel de cada comediante. Lo digo porque, si bien redujo a Lucifer a la condición de una asquerosa serpiente, condenada a arrastrase sobre su vientre, se olvidó de explicar por qué el más bello de los ángeles era realmente, según su propio guion, el origen de todo mal. No basta decir que Luzbel fue condenado por rebelarse contra Dios si no se da razón de tal rebelión, pues no cabe presentarla como secuela de una supuesta soberbia si no se da razón de ella. A tenor de todo el relato, el mal entra en el mundo por la puerta de la soberbia de un ángel sin percatarse de que la soberbia no es puerta sino mal. Ahondando aún más, no procede argumentar que la soberbia fue producto de la conciencia de tener un poder y una belleza que lo hacían sentirse “igual a Dios”, porque entonces lo que se hace es retroceder un paso para llegar a un sentimiento que era ya malo, con lo que seguimos a dos velas sobre la cuestión planteada. Claro que la explicación del autor sagrado es una fábula cuyo relato no podemos exprimir a fondo, pues solo llega hasta donde puede llegar en su afán explicativo, para continuar después por el cauce artificialmente marcado. Pero, si toda la escena es una fábula, fábula son también sus contenidos, razón por la que, a pesar de su ingeniosa explicación, sigue en pie la búsqueda de la razón del mal en el mundo.

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Leyendo lo dicho, es posible que a algún lector piadoso le entren ganas de declararme hereje y de ponerme ya encima de una pira de leña para prenderle fuego por haber puesto en solfa un buen puñado de dogmas, pero las cosas son lo que son y nadie puede privarnos de buscar respuestas plausibles. La sola admisión del pecado original, tan acríticamente aceptada por la buena fe del carbonero, supone consentir la mayor de las injusticias inimaginables con el agravante de endosar su autoría a un Dios que se divierte castigando severamente, por la chiquillada infantiloide  (valga la redundancia) de unos padres, a todos sus descendientes. Tal atrocidad ni siquiera cabe en el peor de los códigos humanos, que prohíben al unísono castigar a los hijos por los crímenes de sus padres. Además, ya lo he dicho más de una vez en este blog, el pecado como ofensa de Dios es algo inconcebible e imposible de aceptar razonablemente por la sencilla razón de que los seres humanos no tenemos capacidad para hacer algo que requeriría conocer a quien se ofende o se pretende ofender. De tenerla, el pecado se haría del todo imposible porque el supremo Bien es, al mismo tiempo, suprema atracción a la que es de todo punto imposible sustraerse. Cuando alguien se propone o quiere ofender a Dios, a quien realmente ofende es al muñeco que como tal ha dibujado en su imaginación.

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Sí, sí, ya sé que los hombres cometemos muchísimas barbaridades, que estamos empecatados y que el mal se enseñorea de este mundo. Pero ese escenario apocalíptico, en el que hasta nos complace imaginar al Bien luchando a brazo partido con el Mal, a Dios con el Diablo, en una batalla que abarca todo el mundo y durará hasta el último día, no es más que una pequeña tormenta que ocurre el vasito de agua que somos cada uno. Si al mal obrar lo llamamos pecado, entonces tenemos que decir que el pecado es asunto de la acción desajustada de cada cual. Pero, si bien toda nuestra potencialidad de acción busca el bien, porque esa búsqueda es su misma razón de ser, ocurre que nuestra cortedad de miras disfraza de bien los egoísmos que nos aletargan y los placeres circunstanciales que ahogan la proyección benéfica de cada una de nuestras acciones. Por ofuscación y confusión erramos el camino, metemos la pata y, así, damos lugar al desorden, al caos, al mal, al daño, a la rapiña, a la extorsión, al abuso y al asco. Es ahí donde reside todo el mal que almacenamos en nuestro interior y el que vemos en el resto del mundo, no en el infantilismo de un supuesto primer hombre perfecto, que sin embargo no pudo ser más que un homínido en gestación evolutiva del hombre que somos, y mucho menos en las infantiles ganas de diversión de un Dios que somete a su más lograda obra de artesanía, el primer hombre fabricado de barro con sus propias manos, a una prueba tan pueril como la prohibición de que coma el sabroso fruto de un hermoso árbol. Si no se podía comer de él, hasta uno podría preguntarse para qué lo había creado. ¡Menos mal que el cristianismo no la emprendió contra el manzano, pues nos habría privado para siempre de la incomparable sidra asturiana!

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No hace falta remontarse tanto para endosarle a Dios mismo, como hizo el autor sagrado sin pretenderlo, la aparición del pecado en el mundo al permitir que su criatura más bella se ensoberbeciera y se rebelara contra él, y, no contento con esa primera derrota, al someter después a una prueba absurda a nuestros supuestos primeros padres. El pecado, como hemos dicho, nace del conflicto de intereses que se produce en cada uno de nosotros frente al valor o contravalor de cuanto hacemos. El valor es gracia y el contravalor, pecado, pero ninguno de ellos existe de por sí, sino como cualidad de las acciones humanas, llenas de gracia o de pecado, de valor o contravalor, acciones que, en definitiva, mejoran y construyen nuestra vida o la deterioran y destruyen.

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Pero, si lo del pecado original no es más que una fábula o un relato infantil ingenioso como intento fallido para explicar la aparición del mal en el mundo, ¿qué pensar entonces de una fiesta tan bonita como la de hoy, la de la Inmaculada, gracia especial de la Virgen María por la que teológicamente se batalló durante siglos y que, como quien dice, solo anteayer mismo, en 1854, fue proclamada dogma de la Iglesia católica? La respuesta es clara y contundente: efectivamente, la Virgen es Inmaculada al ser concebida sin pecado, si bien todos los seres humanos, incluso los que son fruto de una violación, somos también concebidos sin pecado alguno. Es más, todos los niños son inmaculados. El mal aparece después, cuando entran en juego intereses ilegítimos, egoísmos ultramontanos, odios aniquiladores, avaricias que rompen el saco y locuras de vivir matando. Con ello, lejos de ensombrecer la enorme belleza de la festividad de hoy, lo que hacemos es potenciarla tanto en su propio contenido como en su proyección, pues María es, ni más ni menos, el principio de la liberación de la sobrecarga que ha supuesto para todos nosotros el más injusto de todos los pecados, el pecado original.

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Soy muy consciente de la “barbaridad” que acabo de decir, pues aceptarla supone someter a una profunda relectura todo el mensaje cristiano de salvación, un mensaje que, a mi modo de ver, ha de transformarse todo él en “inmaculada eucaristía”, una eucaristía que nos ofrece el pan de vida y el cáliz de salvación de los que nuestra vida forma parte, libre de tantos aditamentos teológicos y rituales que la achican y le cortan las alas, para facilitar que sea realmente lo que debe ser, la Cena del Señor que fundamenta un único cuerpo místico, una comunidad de fraternidad fundada. El cristianismo no tiene un contenido museístico, sino de gracia operativa, de vendaval religioso, agitado permanentemente por un Espíritu que es fuego ardiente, que en todo momento demanda conversión o reforma de nuestra conducta para que sea valiosa, y que obliga a ir asumiendo todo lo humano para humanizarlo. No se es cristiano y ya está, sino para lanzarse a una carrera exigente de denuncia constante y de renuncia heroica, carrera siempre coronada por una cruz gloriosa.

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Concluyo esta comprometida reflexión volviendo a su introducción: la alta estima y devoción que profeso a María me obligan a ponerla en una hornacina y aureolarla de gloria en agradecimiento por cuanto ella ha aportado a mi vida. Hoy es un día en que su fulgor brilla de forma especial, pues ella, en su humildad colaboradora, es valor sin merma, demostración incuestionable de la enorme potencialidad femenina y ejemplo de cómo la fe, que no nos libera de los problemas y del dolor consubstanciales al hecho de vivir, se torna confianza, esperanza y alegría. Más en particular, y como sobreañadido, confesaré que he hecho la reflexión que precede al ritmo de la sonería de un teléfono que me ha acompañado a lo largo de toda la mañana para felicitar su onomástica a mi mujer. Se trata de una mañana que en Asturias es terriblemente húmeda y espantosamente opaca, pero que reluce en el ama y dibuja un hermoso paisaje vital porque es el gran día de la madre (antes se celebraba hoy el “día de la madre”), el día de la Inmaculada.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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