A salto de mata - 2 ¿Es pederasta la Iglesia católica?

Escándalo bochornoso

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Cuando hablamos de escándalos por abusos sexuales de clérigos o, por no circunscribirnos a la bragueta, cuando lo hacemos por sus apropiaciones indebidas o por su abuso de poder, ¿es justo hablar de escándalos de la Iglesia? En unos tiempos en que la atosigante retahíla de corrupciones, que tienen mucho que ver con la opacidad de los procedimientos, provoca cabreos que derivan en protestas airadas en demanda de transparencia del proceder de todos los que se dedican a la administración pública, sería de desear que esa transparencia se manifestara mucho más en los distintos ámbitos de una religión que propugna la veracidad y la justicia, aunque, cuando se peca, tenga la excelsa misión de comprender y ofrecer perdón.

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Reduciendo sobremanera la religión católica a la clerecía, dentro de la que cabe incluir el mundo de los consagrados (frailes y monjas), se están barajando como escándalos propios, escándalos de Iglesia, los abusos cometidos por todos ellos. Así, no solo nos escandalizan las conductas delictivas de los altos dignatarios eclesiales, sino también las del bajo clero y las de cualquier consagrado cuando sus comportamientos no se ajustan a las exigencias de sus votos. En lo referente al clero, escandaliza la ostentación de poder y señorío, como si ese oficio encumbrara o situara a sus miembros en un status social superior, en una especie de clase social de tipo feudal. Pero escandaliza, sobre todo, que su conducta tenga que ver con una vida sexual activa prohibida,sea penal o no, porque entonces hacen aguas las exigencias del celibato obligatorio a que se han comprometido o se vuelven mentiras las solemnes promesas de sus votos.

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En lo referente al sexo, si escandaloso es que algunos clérigos o religiosos vivan amancebados o frecuenten prostíbulos, lo más demoledor y repugnante es que en la administración de la sacralidad se camufle un número nada despreciable de pedófilos incapaces de mantener a raya sus perversos instintos, que se desfogan en una pederastia que destroza “in aeternum” la vida de sus inocentes víctimas. Todas las víctimas de la pederastia quedan marcadas como por un hierro candente el resto de su vida. Milagroso será que, con el paso del tiempo, algunas logren llevar una vida solo parecida a la normal, sobre todo cuando los abusos han sido cometidos por personas en quienes habían depositado toda su confianza, que es lo que ocurre por lo general cuando son mancilladas por curas, frailes o monjas.

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Si en el caso de los clérigos el escándalo procede del desorden sexual de una vida sometida voluntariamente al celibato, en el de los consagrados proviene del incumplimiento manifiesto de cualquiera de sus votos de obediencia, castidad y pobreza. En el caso de los religiosos, aunque las quiebras de la obediencia sean de suyo las más funestas y los manejos ilícitos de dineros, que se reflejan en la vida opulenta de quienes se atreven a predicar las bienaventuranzas, llamen poderosamente la atención de los creyentes, el escándalo es mayor cuando el consagrado vive completamente al margen de las exigencias de la castidad que libremente ha profesado como voto. Y, desde luego, el escándalo sobrepasa toda medida cuando el educador consagrado a Dios convierte a los niños en juguetes sexuales.

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La pederastia en el ámbito religioso, lo mismo si la practica un clérigo que un consagrado, es un delito de muy funestas consecuencias que debe ser atajado de inmediato con toda la fuerza de la ley, la canónica y la civil. Pero nunca debemos perder de vista, hablando de pederastas, que se trata de un comportamiento abusivo que se infiltra en todas las capas de la sociedad, si bien la posición de autoridad sagrada de los clérigos y de los consagrados sobre sus inocentes víctimas es una circunstancia agravante que hace que el abuso resulte mucho más traumático.

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Sabiendo que han sido miles los eclesiásticos y los consagrados que no solo no han sido fieles a sus compromisos sexuales de celibato o de voto de castidad, sino también que han cometido delitos execrables abusando de menores, ¿está justificado afirmar que la Iglesia católica es pederasta y que ella es, en última instancia, la responsable de tan gran desajuste humano? Desde luego, si lo fuera, yo sería el primero en pedir que caigan sobre ella todas las penas del infierno. Pero, de lo contrario, es muy de lamentar que tantos medios de comunicación y tantos otros interesados en el tema por razones de diversa índole se ceben en ella como la culpable de los despropósitos inhumanos que comenten quienes, tras afirmar que se entregan en su seno a cuidar el cuerpo y el alma de los fieles, la mancillan con sus comportamientos depredadores.

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Dejemos muy claro que el clérigo o el religioso que se amanceba, que frecuenta prostíbulos y, sobre todo, que se aprovecha del tirón espiritual que le confiere su aura sagrada para esclavizar sexualmente a los niños y adolescentes que le son confiados para su educación religiosa, no es más que un pobre hombre psicológicamente desajustado, que tira por tierra cuanto representa y predica, es decir, que, además de destrozar vidas inocentes, mancilla la Iglesia a la que dice pertenecer y por cuyos intereses se supone que trabaja.

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Y, desde luego, también son culpables de tamaña felonía quienes, teniendo poder para atajarla, se inhiben ante denuncias tan sangrantes por razones de conveniencia, mirando para otro lado o procurando curar heridas tan profundas con paños calientes. ¿Acaso, frente a hechos tan graves, procede limitarse a llamar la atención del infractor, a cambiarlo de escenario para que ni siquiera pueda tropezarse con sus víctimas o a confinarlo por un tiempo, confiando en que la oración cure milagrosamente un trastorno hormonal tan fuerte?  Obrando así, que es lo que han hecho la mayoría de los altos dirigentes eclesiales, se han convertido en cómplices de los delitos cometidos por quienes les debían obediencia.

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Por lo dicho, en vez de cebarnos tan a fondo con la Iglesia católica, deberíamos limitarnos a afear la conducta de quienes cometen tan horribles delitos y la de quienes, pudiendo hacerlo, los favorecen al no ponerles freno. Las coordenadas de la funesta pederastia eclesial vienen determinadas solo por individuos hormonalmente desajustados que dan rienda suelta a sus instintos perversos y por dirigentes eclesiales que, so pretexto del mal menor, prefieren meter la cabeza debajo del ala antes que afrontar seriamente la destrucción del armazón de tantas vidas incipientes. El pedófilo sufre un trastorno sexual que merece atención y cuidados profesionales, pero el pederasta (pedófilo que se entrega a sus instintos sexuales) pierde toda dignidad y no merece ninguna consideración.

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Llamando pan al pan y vino al vino, deberíamos entender que la pederastia es un terrible drama social cuyo escenario no son solo las sacristías y los colegios de monjas y frailes. Por un lado, las estadísticas revelan que se produce con relativa frecuencia también en los ámbitos familiares y sociales, sobre todo en el terreno de una educación que exige cercanía entre educadores y educandos. Por otro, es justo reconocer que, en lo que se refiere al ámbito eclesial, la moral católica cataloga la pederastia como un pecado horrendo cuyas secuelas requieren una reparación prolongada, y también que los pederastas, aunque parezcan muchos en el cómputo general de unos cuantos decenios, no dejan de ser una ínfima minoría que, ciertamente, debería salir echando chispas de cualquier acomodo institucional y ser tratada sin miramientos ni consideraciones. He hablado a propósito de una “minoría” que los más atrevidos fijan aproximadamente en un 4% de los eclesiásticos, para subrayar que, aunque esa minoría no sea despreciable, la inmensa mayoría de los clérigos y de cuantos en el seno de la Iglesia católica se ocupan de la educación de los niños, son consecuentes con su vocación, cumplen fielmente sus compromisos y se comportan como excelentes “maestros”.

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Por ello, me parece una auténtica barbaridad que se haya podido escribir que las religiones son caldo de cultivo de la pederastia: “No es necesario tener conocimientos profundos de la psicología humana para entender que la idea de pecado, los sentimientos de culpa y la represión sexual a la que se somete a los adeptos y especialmente a los miembros activos de cualquier comunidad religiosa, es el caldo de cultivo idóneo que fomenta posibles desviaciones psicológicas y conductuales que pueden derivar en actos de verdadera y despreciable depravación”. Un texto tan injusto y desinformado solo puede obedecer a la pereza de elaborar como es debido una información veraz sobre las responsabilidades que dimanan de hechos tan lamentables. Se comprende que tales hechos, por darse en el seno de una institución que predica la moral y utiliza como resorte espiritual la renuncia de lo sexual, resulten más llamativos y escandalosos, pero ello no justifica de ningún modo que se le imputen tales hechos con tanto desprecio.

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Desde luego, muchas veces nuestros dirigentes eclesiales son culpables no solo de elegir mal operarios a los que se les imponen condiciones tan leoninas como la “sublimación de lo sexual”, sino también de ocultar o proteger de alguna manera a quienes, por pervertir la inocencia de los niños y mancillar sus cuerpos, ni siquiera deberían tener perdón de Dios. Quede bien entendido, no obstante, que esa es solo una forma de hablar, porque Dios perdona generosamente todas las conductas, por muy degradadas y depravadas que sean, si bien su perdón no exime de que los hechos delictivos sean “penados” como es debido y de que los “pecadores” reparen cuanto sea posible los dolorosos destrozos causados.

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Escándalos sexuales y abusos de niños se han dado a lo largo de toda nuestra historia. Ninguna sociedad o agrupación humana puede garantizar con total seguridad que en su seno no se cuelen depredadores sexuales que ni siquiera respeten la infancia. Que en nuestros días asistamos al horrible espectáculo de ir descubriendo, gota a gota, lo acontecido en el seno de una Iglesia católica cuyos dirigentes han preferido mirar para otro lado no hace más que multiplicar los efectos perniciosos de la pederastia. Las precauciones y las actuaciones deberían haber sido mucho mayores y decididas en una Iglesia como la nuestra, tan proclive de suyo al secretismo, a la opacidad, a preservar la intimidad y a meter de por medio una sacralidad que ha dado pie para que los pederastas se hayan atrevido incluso a confundir con la ternura y el amor divino lo que no eran más que instintos sexuales perversos. Afortunadamente, hoy, tras apercibirse de las verdaderas dimensiones del problema, parecen ser ya muchos los dirigentes eclesiales que han tomado conciencia de la gravedad del problema y que están dispuestos no solo a limpiar la institución eclesial de pederastas, sino también a exigir responsabilidades por haber ofrecido en el pasado fácil acomodo a tan desalmados depredadores.

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