Desayuna conmigo (viernes, 17.7.20) Tú eres mi peligro,

pero en ti está mi salvación

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Si algo nos ha ido quedando claro a los humanos con los avances de la civilización es que los otros son la razón de nuestra vida, pues de ellos no solo la recibimos, sino que son ellos mismos también los que en buena parte la alimentan. Obviamente, no podemos existir solos: somos esencialmente grupo, gremio, comunidad y, en definitiva, familia en cuyo seno nacemos y crecemos. Y, más allá del hecho de existir, está el de ser como somos, seres que no solo se alimentan de pan, sino también de palabra y de amor. ¿Cómo podríamos amar si el otro no existiera? Lo de amarse a sí mismo es pura redundancia, simple instinto, como rebobinar el carrete de lo propio. De hecho, el cristianismo concibe la vida humana, desde su misma entraña y condición, como puro don, pura gracia. Dios es quien nos ha creado y nos ha puesto a caminar por el mundo. Y, como no lo hacíamos bien, se ha dignado acercarse a nosotros en Jesús de Nazaret para enseñarnos a hacerlo como es debido.

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Y, sin embargo, un simple y vulgar virus se ha bastado para enseñar a los evolucionados y avanzados hombres del s. XXI que él solito se basta para pervertir ese orden y convertirnos a cada uno de nosotros en peligro público para todos los demás. No nos referimos a la conducta de cada cual, esa que muchas veces causa destrozos en la vida de los otros despojándola de razones para vivir (“el infierno son los otros”, han pensado algunos) o llevándosela directamente por delante, sino a la materialidad de un cuerpo convertido en vehículo de muerte. El otro se ha convertido para mí en la única posibilidad que tiene un virus mortal de sorprenderme para devorarme por dentro.

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Siempre he oído decir algo que parece muy obvio: que lo más importante a la hora de abordar cualquier enfermedad es hacer un diagnóstico acertado a fin de poder aplicarle el tratamiento adecuado. Viniendo a lo que hoy nos interesa, si bien el mundo científico está trabajando a marchas forzadas y bien para descubrir todas las potencialidades del coronavirus a fin no solo de acorralarlo, sino de estrangularlo, despejando horizontes y creando esperanzas, los que pertenecemos al mundo peatonal, por así decirlo, no sabemos ni siquiera qué dirección tomar. El confusionismo y el desconcierto son hoy todavía la pauta general en nuestros comportamientos sociales.

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Parece muy claro que, sabiendo a ciencia cierta que el virus solo nos puede llegar a través de otro, lo lógico es que nos alejemos de sus largos brazos, de las secreciones en que se aloja y que los humanos excretamos o expelemos inevitablemente al respirar o al toser. Acostumbrados como estamos a una cultura cuya expresividad se plasma en el encuentro, en el roce, en el choque o en la compenetración corporal, se nos impone ahora la necesidad de frenarla en seco y encontrar otras formas de hacerlo, quizá no menos fuertes, con expresividades meramente gestuales. Por ello, como los brazos del virus no tienen más de metro y medio, esa será la distancia a que tendremos que tejer nuestras relaciones sociales, al menos hasta que se nos certifique que el maldito coronavirus ha desaparecido definitivamente de la faz de la tierra.

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Como no es fácil lograr un cambio tan radical de costumbres, remplazando la expresividad corporal por la gestual, esta sociedad nuestra tendrá que seguir pagando un alto peaje al virus de marras. Desde luego, los humanos somos duros de mollera hasta el punto de que, en vez de entrar en razón por razones, preferimos hacerlo por sangre conforme a aquello tan antiguo de que “la letra con sangre entra”. Saber, como ya sabemos, que este virus causa tal destrozo en el aparato respiratorio que los muertos en las UCI se han pasado días bocabajo, respirando a través de un artefacto y en situación de coma inducido porque el dolor sería inaguantable, es razón sobrada para que todos aprendamos a vivir de inmediato en la distancia requerida como prevención.  Pero los tintes dramáticos se acentúan al saber, además, que quienes logran salir airosos de tan duro trance pierden un porcentaje importante de su masa muscular, razón por la que tendrán que someterse después a una exigente y prolongada rehabilitación.

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Si todo lo anterior interpela por sí solo esta forma de vivir social nuestra que se resiste a cambiar para alejar un peligro tan grande, el hecho de que el virus no solo tenga brazos largos para atraparnos, sino también avanzadillas que permanecen un tiempo vivas en el aire que respiramos o que se atrincheran en los utensilios que tocamos requiere una precaución mucho mayor y más incómoda, como la de llevar puesta una mascarilla. La mascarilla impide que expelamos secreciones que podrían respirar otros y que nosotros respiremos las que ellos expelan a su vez. En otras palabras, mi mascarilla me protege a mí de ti y a ti de mi de tal manera que, si solo hubiera dos individuos en el mundo, bastaría con que uno la llevara. Pero como no es así, de ahí la necesidad de que todos la llevemos y, cuando eso no sea posible, saber que cuantos más lo hagan, mejor para todos.

Desgraciadamente, en este terreno estamos viviendo el lío de todos los líos, en un gran confusionismo, debido a que los diagnósticos son nebulosos: ni los legisladores saben cómo encauzar bien los comportamientos sociales ni los ciudadanos a qué atenerse. Urge que tanto los científicos como los legisladores se pongan de acuerdo para no seguir mareando a toda la sociedad trazando caminos fiables y seguros.

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En algún lugar he leído estos días que la mascarilla tendrá que llegar a ser como una prenda habitual de nuestro vestuario y que, a la postre, llegaremos a valorarla como una “prenda íntima” para mantener a buen recaudo la nariz y la boca, las nuevas “vergüenzas” del organismo humano, como si de unas bragas o calzoncillos se tratara. Sin llegar a tal extremo, de ser cierto que mi mascarilla me protege a mí de ti y a ti de mí, no solo no deberíamos tener ningún reparo para usarla habitualmente, sino también deberíamos sentirnos obligados moralmente a hacerlo, pues moral es salvaguardar y favorecer la vida humana.

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La reflexión que precede ha llenado a rebosar la mesa de nuestro desayuno de hoy, un día que tiene efemérides que me hubiera gustado cocinar. Hoy, por ejemplo, se celebra el “día mundial del emoji”. Los emoticones han conquistado el mundo de nuestras conversaciones, pero, aunque aporten una novedad y una curiosidad gestual, divertida y colorida, pienso que jamás llegarán a tener la profundidad y la trascendencia significativa de la palabra. El emoticón siempre tendrá en su contra la fijación de una expresión, mientras que la palabra es constantemente reinventada por el escritor, pues los miles de palabras de una lengua, cargándose o descargándose de significados unas y reinventándose otras en el fluir de la vida, están llamadas a ser cauce de la vida humana misma.

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Además, que hoy sea el cumpleaños de Ángela Merkel, sobresaliente política alemana que nació un día como hoy de 1954, debería ser un motivo de orgullo para el feminismo equilibrado, el que realmente reivindica la igualdad de los derechos de la mujer y lucha por su implantación. Ella es, desde luego, una de las mujeres que están dejando huella en un campo tan difícil como el de la política, nacional y europea, con lo que se ha convertido en testigo fidedigno de que el movimiento feminista también se demuestra andando.  Que esta mera alusión sirva de reconocimiento y homenaje a una gran mujer que tantos récords ha alcanzado y tantos caminos nuevos ha abierto para las mujeres.

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Recordemos también que, un día como hoy de 1951, Balduino fue coronado rey de Bélgica, el rey que se vio precisado a renunciar a su condición de jefe del estado un par de días para no ratificar la ley de ampliación de los supuestos del aborto, cosa que no le permitía su conciencia. Al margen de otras valoraciones, digamos, cuando menos, que el aborto causa tales daños que cuantos menos se produzcan, mucho mejor para sociedad y para conciencias como la del rey Balduino. En este blog ya nos hemos manifestado sobre ese tema con toda la apertura que el mismo proceder natural permite, es decir, a que los abortos se deban siempre y en toda circunstancia a una causa mayor.

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Y, finalmente, digamos que, día como hoy de 1790, murió el economista y filósofo escocés Adam Smith. Su “Teoría de los sentimientos morales” y su libro “La riqueza de las naciones” han tenido gran importancia en los desarrollos culturales de estos tres últimos siglos, los de más profunda y radical evolución de la humanidad. Puede que el coronavirus haya llegado a nuestro cuerpo y a nuestra mente para cuestionar el capitalismo salvaje, el del lucro a toda costa, que hoy domina por completo nuestra sociedad, desde las más altas esferas de la religión y la política hasta los estercoleros y cloacas en que se ven obligados a vivir millones de seres humanos. De avanzar algo en esos campos, no despilfarraríamos el alto precio que estamos pagando por una pandemia que cuestiona a fondo nuestra forma y nuestro sistema de vida.

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Me excuso por la extensión del desayuno de hoy y dejo al lector que saque él mismo las evidentes aplicaciones que lo dicho tiene para un cristianismo que nos obliga a ver en el otro el punto de arranque de nuestra propia salvación. Aunque ese otro esté infectado de coronavirus, Dios se encarna en él y, a través de él, se nos acerca para que lo protejamos y lo amemos.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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