Desayuna conmigo (domingo, 29.3.20) De profundis clamavi ad te, Domine

Hondura de la vida

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Iniciamos esta nueva semana con el anuncio en España de más clausura, más confinamiento, más parálisis de la actividad laboral. Ojalá que el cambio de hora de esta madrugada, que adelanta una hora los relojes restándosela al día, sea presagio de que esta dura semana, en la que muchos esperan que haga su presencia la curva de marras de que ha comenzado a despeñarse nuestro famoso virus pestífero, el tiempo nos pesa menos al transcurrir más rápido. ¡Una hora de victoria y sin agobios! Así lo esperamos, como, según el salmo de hoy, “el alma espera en el Señor, espera en su palabra”.

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El impresionante y bellísimo salmo “De profundis” se constituye en frontispicio de la liturgia de este quinto y último domingo de Cuaresma en el que el alma y el cuerpo, la muerte y la vida, desgranan su contenido. Grito de confianza, de dulce espera, pero ya de vida gozosa.

Ezequiel habla de infundir vida en los sepulcros para recatar al pueblo elegido de la muerte y llevarlo a la tierra de promisión. Por su parte, Pablo, dirigiéndose a los romanos, les advierte que la carne es pecado y les asegura que el espíritu es vida, y que es Jesús, el que resucitó de los muertos, el que nos infunde vida. En el evangelio tenemos de nuevo al teólogo Juan con un escalofriante relato de la resurrección de Lázaro, en el que la vuelta a la vida se constituye en prueba irrefutable de que Jesús, que tiene el poder de Dios, es el Mesías en quien es preciso creer. Sea o no histórica la escena, como argumento de la fe cristiana en cuanto confianza absoluta en Dios es irrefutable, ya que, a pesar de nuestros innumerables delitos, como remacha el mencionado salmo, aguardamos la venida del Señor como el centinela nocturno aguarda la aurora.

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Conmovedora liturgia la de este domingo que nos pone delante nuestra consustancial debilidad frente a la fuerza del Dios en que creemos. Nosotros somos carne pecadora, ávida de gozar del placer efímero y de caminar por atajos, mientras que él es nuestro Señor, que no cambia de opinión y de quien siempre nos viene el perdón y una redención copiosa.

El tema de la muerte, tan impactante en la liturgia de hoy, es seguramente el más incómodo y frustrante para los seres humanos hasta el punto de que, cuando surge en una conversación normal, mientras unos le hacen asco, otros hacen mutis por el foro. Sin embargo, se trata de un tema que todos llevamos clavado en la mente como una negrura ante la que no cabe más que la resignación, amortiguado su descomunal impacto por el vaporoso consuelo de que algún día todos tenemos que morir. Más aún, hasta puede presentarse como un alivio real en los casos en que la vida no es pródiga con uno mismo y ve la holgura y holganza con que algunos la disfrutan, pues, a la postre, la muerte termina haciendo justicia: muere el pobre consolado por el final de sus agobios mientras el rico lo hace rabiado por lo mucho que se ve obligado a dejar en este mundo

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En cambio, para un cristiano convencido el tema de la muerte es muy luminoso e incluso jugoso para una meditación frecuente, pues su presencia es fuente de conversión e invita a la confianza. Dado que la impotencia humana ante la muerte es total, total debe ser la confianza puesta en el Dios que traza nuestros caminos, ya que nadie sabe absolutamente nada de lo que viene tras ella, por más que muchos se hayan atrevido a imaginarlo e incluso describirlo con minuciosidad en tratados de teología, en novelas o en películas.

Si cuerpo y alma forman una unidad inseparable del ser persona, visto lo que le ocurre al cuerpo con la muerte, sea que se pudra o que se convierta en cenizas, lo que tras la muerte haya nos resulta totalmente misterioso, ignoto. Frente a un hecho tan desconcertante como el de morir, nuestra actitud no puede ser más que la de enrocarse en una nihilidad absurda o la entregarse a una esperanza radical, de absoluta y total confianza en las manos de un padre que quiere y dispone lo mejor para sus hijos. Esa actitud expresa el primor de una fe cristiana que no es precisamente la recitación de un elenco de verdades dogmáticas, sino la entrega confiada a los designios de un padre amantísimo.

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La ciencia, al asegurarnos que la materia, es decir, todo lo existente, no se destruye, sino que se transforma, nos da pie para intuir que eso mismo sucederá también con nuestro ser de persona. Por tanto, la muerte no destruirá nuestra condición de persona, sino que la transformará. ¿En qué? Solo Dios lo sabe. Desde luego, la muerte sí que será el final de esta forma de ser, de esta forma de vida. Hacemos bien en pensar, por ello, que la muerte, el final de nuestro peregrinaje, es el final del camino, la meta última de la vida, el momento de la gran verdad, del cara a cara con nuestra misma razón de ser. Inquieta el hecho de no saber cómo ocurrirá todo ello, pero nos consuela la certeza de que será la consumación de la vida.

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Son muchos los que imaginan el cielo como una masa de contemplativos boquiabiertos, sumamente aburridos, mientras que el infierno les parece una discoteca de diversión. Frente a ellos, tal es mi sentir, el más allá, que es único para todos, se parecerá más a un archivo que nos hará revivir cuanto de bueno haya habido en esta vida, limpio de manchas, penas y dolores, agrandado además por la presencia palpable del bien supremo. O también a un gran almacén en el que se conservan en todo su esplendor las vivencias gozosas de nuestra propia vida, potenciadas por esa misma presencia. Con ello quiero significar que nada de nuestro pasado ha desaparecido ni está definitivamente muerto, pues lo que es pasado en régimen de tiempo se vuelve presente en régimen de eternidad. El misterio que alimenta nuestra confianza en el Dios en que creemos dejará de ser tal para transformarse en la experiencia gozosa de la consumación de nuestro ser por el hecho de palpar, finalmente, que Dios lo es todo en todos.

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Cristo Jesús, dice san Pablo, “vivificará también vuestros cuerpos mortales”. Y Jesús le replica a Marta: “¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?”. Corto tiempo el nuestro en la espera de que el coronavirus coja pronto las de Villadiego mientras que esperamos que su paso por nuestras vidas haga crecer nuestra confianza en el Dios que infunde vida a nuestros huesos rotos e inyecta su gracia en nuestra trémula carne pecadora.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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