Acción de gracias – 2 El regalo como sistema

"No apagará el pábilo vacilante de la candela"

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Cuando Jesús fue bautizado por Juan, se oyó decir al Espíritu: “Tú eres mi hijo amado, mi predilecto”. Lo propio del agua es limpiar la suciedad, incluida la de la confesada culpa original. Claro que, en estos tiempos de pandemia y ateniéndose a lo que más nos preocupa, la mierda más pegajosa que nos embadurna es la covid-19, el virus que desmonta proyectos vitales a diestro y siniestro y al que nos aconsejan combatir también con agua y jabón. En la contraposición que establece el Bautista entre su bautismo y el de Jesús, entre la fuerza del agua y la del Espíritu, mientras aquel lava la superficie manchada, este prende un fuego que purifica hasta la más enquistada escoria. El mismo Jesús dirá: “fuego he traído del cielo para que arda la tierra” (Lc. 12,49). El fuego penetra hasta lo más hondo de la madera y se expande en todas direcciones. El “reino de Dios”, que ya se ha apoderado por completo de él, se convierte en un vendaval que penetrará en lo más recóndito de la conciencia de sus seguidores con tal naturalidad que ni siquiera apagará la vacilante llama de su candela.

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Acabamos de salir del período más intenso de regalos de todo el año: lo inicia Papá Noel en Nochebuena y lo culminan los Reyes Magos en España y en otros muchos países. La Epifanía, manifestación de Dios a todos los pueblos, es el regalo que refleja el esplendor de la fraternidad universal que proviene de la paternidad divina. Los seres humanos no somos animales abandonados a su suerte, obligados a buscarse la vida. Los genes que nos constituyen y la cultura que nos alimenta nos hacen forzosamente gregarios.  Solos, no seríamos capaces de sobrevivir. Lo hacemos juntos, gracias al apoyo de los demás. La gratuidad es la excelencia del comportamiento fraternal requerido por el cristianismo.

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Los mágicos Reyes Magos (valga el pleonasmo) atiborran de juguetes no solo a los niños españoles de familias con posibles, en las que siempre hay margen para concebir y realizar ilusiones, sino también a los niños pobres. Afortunadamente, no son pocos los adultos que cumplen tan hermosa función de reyes generosos, comandados por ONG o asociaciones benefactoras. Primero se hacen con juguetes, nuevos o usados, y, después, llegado el momento, los reparten entre los niños pobres de cualquier localidad a fin de que ninguna de sus caras se vea privada de las sonrisas que produce la ilusión de un día tan especial.  Pero el día de Reyes también los adultos nos volvemos niños y, quien más quien menos, se ilusiona con los regalos que le hacen sus allegados. El atractivo de un día tan excepcional reside en que todos nos volvemos protagonistas de la fiesta del regalo.

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En atención a lo que realmente somos y por muy verdad que pueda ser lo de que “nadie da nada por nada”, lo cierto es que la productividad del intercambio comercial queda a años luz de la recompensa que produce la gratuidad. Entre beneficio y regalo no hay color, pues cuanto somos es puro regalo y una parte importante de lo que hacemos, seamos o no conscientes de ello, tiene como objetivo ayudar de forma gratuita a los demás. Nuestra actividad productiva se limita a añadir valor a una materia prima que nos es dada gratuitamente por la naturaleza. La creatividad humana en campos como el industrial, el estético o el cultural, nunca alcanza nivel ontológico. Vivimos en una sociedad en la que, aunque parezca que todo queda reducido a mercancía y a dinero, la mayor parte de lo que envuelve nuestra vida es puro regalo. A lo máximo que llegamos con nuestro trabajo productivo es a revestir con un cierto “valor añadido” las cosas que manipulamos. Solo esa poquita cosa fundamenta que nos sintamos dueños y señores de cuanto tenemos y consigue que, muchas veces, ni siquiera seamos conscientes de que incluso la vida y la salud son espléndidos regalos. De serlo, veríamos las cosas de otra manera y no nos preocuparíamos de las muchas bagatelas con que nos complicamos la existencia.

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Viniendo a nuestro campo particular, al juego que nos da la fe cristiana en un domingo como este, deberíamos ser conscientes de que ella es el mayor de los regalos imaginables, el del “reino de Dios” que Jesús instauró con su predicación y su vida. Atrás quedó el viejo mundo, supuestamente gobernado por un Dios exigente, justiciero, pronto a la ira y al castigo, y dispuesto a mostrar su poder en las hecatombes apocalípticas del final de los tiempos ante una humanidad sometida a un juicio implacable del que cada cual saldrá premiado o castigado conforme a sus obras. ¡Como para no echarse a temblar, sabiendo cómo se las había gastado ese mismo Dios con su pueblo, cuyas infidelidades había castigado con deportaciones y penurias sin cuento!

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El “reino de Dios” predicado por Jesús funde esa misma ira en amor y la justicia del viejo Dios impasible, en la misericordia paternal que conmueve sus entrañas. Se trata de una revolución teológica más que copernicana: el Dios lejano se coloca a nuestro lado y su cólera permanente da paso al amor incondicional de un padre solícito, que se ocupa hasta de los más nimios detalles de la vida de cada uno de sus hijos. A partir de ese momento, ya no es cuestión de quebrarse la cabeza para discernir los intrincados preceptos de la ley, pues la única norma de comportamiento, por encima de todo otro ordenamiento jurídico, será el amor que le debemos a él como a padre y a los demás seres humanos como a hermanos. A resultas del nuevo enfoque de la vida fiel, los pueblos que vivieron enfrentados, en pugna permanente por sus territorios, vivirán en adelante una fraternidad universal sin fronteras. Eso es precisamente la cristiandad: el viejo Dios justiciero de la ley es sustituido por el Dios padre de Jesús; su justicia insobornable se transforma en una inquebrantable misericordia incondicional.

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Digamos de paso que no se entiende bien ni se puede entender que la Iglesia católica, que se dice depositaria de la “gran noticia” de Jesús, la de que “el reino de Dios” está ya entre nosotros, la de que Dios no es el justiciero que habíamos imaginado sino un padre misericordioso, se haya pasado dos mil años hablando de castigos eternos y amenazando con el infierno a sus seguidores si no creían todo lo que ella decía y no hacían cuanto ella les ordenaba. Nada tiene de extraño que, en una tensión como esa, aunque los cristianos recemos un millón de “padrenuestros”, no terminaremos de creer que Dios es realmente nuestro padre, como demuestra fehacientemente el hecho de que no nos comportemos entre nosotros como auténticos hermanos. No se trata de grandes gestas, sino de que cada cual cambie radicalmente su actitud, remplazando su miedo a la ira divina por la confianza que merece todo buen padre.

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Tengamos en cuenta que Jesús implanta su revolución copernicana predicando el “reino de Dios”, con tal tino y delicadeza que un cambio tan radical de las conductas no causa más trastorno que el de la propia conversión. Isaías lo expresa magistralmente: no gritará, no quebrará la caña cascada y no apagará el pábilo vacilante de la candela; más bien al contrario, pues abrirá los ojos de los ciegos, sacará de la prisión a los cautivos y de las mazmorras tenebrosas a quienes habitan en ellas. De hecho, el vendaval ideológico cristiano se inicia en las aldeas más pobres de Galilea, donde Jesús, presencia real del reino de Dios, se dedica a hacer el bien y a curar a los oprimidos. Esa es su forma de llevar a efecto el “bautismo en el Espíritu” vaticinado por el Bautista en el evangelio de hoy.

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A pesar de las mejoras de todo orden que se han producido en nuestras vidas a lo largo de estos dos mil años de cristianismo, nuestros comportamientos han cambiado poco. Todavía hoy son muchos los cristianos que siguen hablando abiertamente de hecatombes apocalípticas y de un juicio implacable de Dios al final de los tiempos, mientras que en nuestra sociedad sigue habiendo muchos excluidos y hambrientos que padecen los mismos estigmas que aquellos a quienes Jesús hacía el bien y curaba. Mucho me temo que los cristianos, ocupados de otras cosas, no seamos hoy los más indicados para hablarles a todos ellos del consuelo y de la esperanza del “reino de Dios” ni de un padre que también hoy se ocupa de las nimiedades de los hombres. Pasará la oportunidad de la pandemia presente y aunque muchos seres humanos rabien de dolor y se hundan cada vez más en la pobreza, nosotros, los cristianos, seguiremos mirando a las alturas, preocupados de escudriñar cuáles son los requerimientos de la verdad que decimos predicar y cuál es la mejor forma de administrar el poder que da el hecho de ser depositarios de la fe. Afortunadamente, de una u otra forma, el Espíritu en que hemos sido bautizados seguirá haciendo de las suyas para encarrilar nuestras conductas.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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