Acción de gracias 48 El reinado de Jesús

¿De qué verdad es testigo?

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Llego un poco tarde al compromiso de ofrecer a los seguidores de este blog esta 48 "acción de gracias" debido a un compromiso adquirido con Religión Digital, del que pronto daré cumplida cuenta en este mismo blog. De hecho, el domingo pasado tuve la fortuna de celebrar la liturgia de la festividad de Cristo Rey en el incomparable escenario del Santo Sepulcro de Jerusalén, asistiendo al oscurecer a la procesión de bendición del Santísimo que hicieron unos cuarenta monjes católicos por el interior de un templo en penumbra, alumbrado por las velas que cada uno de ellos llevaba adosada a su libro de cantos. Si el espectáculo visual era de pura magia, los cantos gregorianos, sobre todo el del "paternóster", durante el recorrido por los espacios abiertos del templo, con paradas primero ante la piedra del embalsamamiento en la entrada, después ante el templete del Santo Sepulcro y finalmente en la capilla católica, en la que se impartió la bendición a todos los asistentes, te ponían alas para volar por los cielos.

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Podría asegurar que, muy dentro de mí, más allá de la carne, la sangre y el espíritu, como arrebolado por la magia espiritual del escenario y como exprimido por el considerable peso de su acontecer, también yo he visto descender “de las nubes del cielo como un hijo de hombre” y, al igual que les sucede a los ciudadanos de todos los pueblos que siguen de cerca a Jesús, he palpado la presencia vivificante de su “reino eterno”, reino sin fin de un rey coronado de espinas y crucificado por amor. Como cristiano, por mucho que me importe lo que allí ocurriera hace ahora algo más de dos mil años, me importa mucho más que a Jesús se lo pueda palpar hoy vivo en la vida no solo de sus fervorosos seguidores, sino también en la de cuantos hombres hacen del hombre el objeto de sus obligaciones y atenciones. Desde luego, el templo del Santo Sepulcro, con su doble polo de inspiración sentimental (el Gólgota y el Sepulcro mismo) irradia vida, pero también hace lo propio cualquier otro lugar en que uno se pare a contemplar la belleza del rostro del supremo Hacedor reflejada en él.

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Él es “el primogénito de entre los muertos”, pero también el modelo primigenio de los vivos. No sabemos cómo será lo que nos espera al otro lado del tiempo, aunque la auténtica fe nos asegure que será el momento de una plenitud eternamente duradera, pero sí sabemos cómo debemos comportarnos a este otro lado, el de la vida humana, con solo mirarnos en el espejo que nos revela un rostro de dolor y nos emplaza a vaciarnos en hacer el bien. No todos los que dicen que siguen a Jesús lo hacen realmente porque su conducta no casa con su supuesta creencia, y, a la contra, muchos de aquellos a quienes no parece interesarles ni la figura ni la historia de Jesús sí que lo hacen porque se ocupan de prestar remedio a tantas miserias humanas.

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“Soy rey para ser testigo de la verdad”. ¿La verdad? ¿”Qué es la verdad”?, se preguntaba ya entonces Pilato. Las ciencias progresan muy lentamente, tras infinitos esfuerzos de indagación e investigación para convertir lo que son meras hipótesis en lo que no podrán dejar de ser fluctuantes certezas. ¡Qué difícil es atrapar la verdad de las cosas, aunque solo se trate de una pequeña cantidad! Y lo es mucho más cuando las cosas que uno desea atrapar se refieren al origen y al destino del hombre, a  su enorme endeblez moral y a su colosal envergadura entitativa. Pero no, la gran dificultad para un cristiano no estriba en saber qué es la verdad teniendo a Jesús delante, sino en decidirse a seguirlo para recorrer un camino cuya meta es el dolor del calvario y cuyo inalterable reposo es un Santo Sepulcro iluminado. Tal parece ser la verdad a que se refiere Jesús: las exigencias de su camino de cruz y la plenitud de su vida iluminada, resucitada.

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