A salto de mata – 44 El rostro de Dios

¿El “ens a se” o Jesucristo?

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Posiblemente, el problema más arduo que se le plantea a la inteligencia humana no sea el de dilucidar si Dios existe o no, cosa que, en última instancia y tras rigurosos análisis sobre la esencial contingencia de los seres que somos, podría reducirse a una simple evidencia, sino saber cómo es él, qué rostro tiene, con qué ojos nos mira. Y, como mientras vivamos en carne mortal nunca tendremos la capacidad necesaria para remontarnos tan alto por los vericuetos de las deducciones lógicas, cada uno tratamos de dibujar ese rostro como mejor nos parece o más nos conviene. A fin de cuentas, Dios no deja de ser la famosa feria de la que todos hablamos según nos va en ella. Lo confieso abiertamente, pues también a mí me ocurre necesariamente, para que el lector tome sus propias precauciones sobre mi forma de enfocar y de afrontar el tema.

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Ya he comentado alguna vez que el maestro Chávarri, en su sistema omnicomprensivo del hombre basado en los valores y contravalores, habla de que existen tres tipos de seres con los que los humanos lidiamos todo el tiempo y con cuya relación vamos hilvanando o deshilvanando nuestra forma de vida a base de sumarle valores o de restárselos (contravalores): seres no hechos por nosotros, seres hechos por nosotros y seres transformados por nosotros. Nombremos entre los primeros, por ejemplo, el sol; entre los segundos, una fórmula matemática o un acto de amor, y, finalmente, entre los terceros, un pan o un coche. Con todos ellos nos relacionamos continuamente. En eso precisamente consiste la actividad humana y en esa relación se condensa la vida misma. Y lo hacemos para nuestro bien o para nuestro mal, para enriquecernos o empobrecernos, para, en definitiva, ir viviendo o muriendo. De todo lo dicho, tal vez lo más difícil de entender sea no que exista un ser infinito como fuente de todo otro ser, sino que existan “seres” hechos por nosotros”, que también nosotros seamos auténticos creadores, además de que existan realmente seres invisibles e intangibles.

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Sin duda, el ser cuya existencia nos resulta más problemática es Dios porque saberlo rebasa la capacidad de nuestros sentidos y de nuestra razón y porque conocer su rostro ni siquiera está al alcance de nuestra más osada intuición. Incluso la religión, como recurso potencial que nos libera de nuestras atosigantes limitaciones, nos confunde al hablarnos de él, pues, mientras unas veces nos lo pinta como luz que alumbra nuestro camino y como meta gloriosa a la que conducen nuestras fatigas vitales, otras veces nos lo muestra como implacable juez que nos amarga la existencia. Sea cual sea la imagen divina que nos muestre la religión que profesemos o la que nosotros mismos nos atrevamos a forjar, cosa que solemos hacer también cuando presumimos de un riguroso ateísmo, el hecho de que no podamos ver ni tocar a Dios facilita que nos olvidemos por completo de él y que nos acoplemos a vivir cómodos sin su presencia. Sin embargo, la idea de Dios se ha insertado de tal manera en la cultura que nos alimenta, bien por la fuerza de los hechos vividos o por las carencias de todo orden que padecemos, que toda vida humana baila a su ritmo o una alegre y divertida sevillana envuelta en luz, o una marcha fúnebre impregnada de tinieblas. De ahí que el nombre de Dios sea, al mismo tiempo, el más amado y el más odiado, el más bendecido y el más blasfemado.

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En este juego no hay término medio ni campo neutral, pues hemos de partir del hecho fácilmente constatable de que ni siquiera los agnósticos y los ateos logran sacudirse de encima la presencia del Dios cuya existencia ignoran o niegan. A la postre, o Dios es un “ser no hecho por nosotros”, que interfiere en nuestras vidas como supremo valor, o es un “ser hecho por nosotros”, y entonces se convierte en el más corrosivo contravalor que podamos imaginar. Mientras el primero nos endulza la vida, el segundo nos la amarga. O nos decantamos por la figura de un padre como ningún ser humano logrará serlo jamás o lo caricaturizamos como un juez iracundo que se venga implacablemente de sus insignificantes criaturas. Siendo de suyo la vida humana una trayectoria hermosa y rectilínea cuando se vive amando, los seres humanos la convertimos muchas veces en un alambicado juego de ajedrez, en el empeño inaudito de ir derrotando a un ejército bien pertrechado para decapitar finalmente a su rey, que supuestamente es nuestro gran enemigo.

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En tan trascendental cuestión, la de saber cómo es Dios, a los cristianos ni siquiera nos cabe el recurso de acudir confiadamente a la Biblia, incluso después de haberla valorado como “palabra revelada”, porque, siendo como es toda ella historia novelada del devenir de un pueblo concreto, no podemos menos de encontrarnos, además de heroicidades que enamoran a los espíritus más exigentes, irresolubles contradicciones y escandalosas bajezas hasta el punto de que, tras ser traducida a las lenguas vernáculas, su lectura estuviera prohibida un tiempo por el peligro que entrañaba para la fe del carbonero de la mayoría de los creyentes. De hecho, en ella han encontrado terreno abonado un sinfín de sectas variopintas, que llevan ya vaticinados varios fines del mundo sucesivos o que tratan de “salvar” a sus crédulos fieles de las horribles calderas de Pedro Botero, a las que arrojan a cuantos no sigan sus consignas.

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Una reflexión pausada y serena sobre quién es Dios deberá circunscribirse a las virtualidades del ser que es preciso concebir como fundamento de todo lo existente. A nada conduce extraviarse por los vericuetos del Big Bang a la hora de hallar ese fundamento imprescindible para todo razonamiento que se precie, pues, como explosión, solo pudo iniciar un proceso, no ser fuente creadora. Lo digo porque, frente a quien piensa que ese fenómeno fue el origen de todo, cabe la razonable sospecha de que, antes incluso de la explosión debió de haber algo que explotara. Es difícil entender que algo explote sin un explosivo que lo haga saltar por los aires. Siguiendo esa pauta, podríamos remontarnos por una cadena infinita de ser hasta toparnos con lo que racionalmente entendemos por Dios, el ser que es base y origen de todo lo existente. Que haya “seres hechos por nosotros”, es decir, que nosotros mismos disfrutemos de una “autonomía creadora”, nos faculta al menos para intuir la posible existencia de un ser del que se derive todo lo existente.  En ese poder nuestro creador y en la facultad que tenemos para “transformar” otros seres que ya están ahí, logrando con ello que nuestra vida crezca (valores) o decrezca (contravalores) reside la clave de la intelección de cuanto ocurre, la “piedra filosofal” que todo lo transforma, la madre del cordero que todo lo resuelve, la explicación razonable de por qué ocurren las cosas que ocurren y de por qué nosotros mismos podemos ser ángeles o demonios.

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Más allá de estas elucubraciones, que nos adentran en Dios como ser de seres, el “ens a se” de los escolásticos (el ser que existe por sí mismo), seguramente demasiado áridas y desencarnadas, y tomando fuelle de cómo nos vaya en la feria de la vida al trasluz de lo cristiano, digamos que el rostro divino que se nos ofrece contemplar es el que las Escrituras nos reflejan entre sombras y, de forma mucho más expresiva, la figura de Jesús de Nazaret. Y así, llegamos a la firme convicción de que el ser único, omnipotente y creador de todo lo existente, incluidos nosotros mismos, se comporta como padre bondadoso y paciente, que ansía el retorno del hijo pródigo y celebra su vuelta con una gran fiesta; que trasluce su celo por nosotros en la figura de un pastor diligente que sale en busca de la oveja perdida y, una vez hallada, la rescata del zarzal de su vida errática; que reparte sus talentos entre sus súbditos y los invita a multiplicarlos; que viste de hermosura los lirios del campo y da de comer a los pajarillos como muestra del incondicional amor que nos profesa.  

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Pero si tenemos el coraje intelectual de saltar de estas pinceladas evangélicas, tan coloristas y conmovedoras, a las elucubraciones del ser de que hemos venido hablando, nos toparemos con algo todavía mucho más grandioso y consolador: que nuestra propia existencia es la prueba definitiva de la suya y que ni siquiera podemos desengancharnos de él un segundo, percepción que, aunque rompa los esquemas mentales de muchos creyentes, nos certifica que, en el supuesto de ser condenados al Infierno en el más allá, él nos acompañará, pues no cabe concebir un lugar alejado de su presencia. Imaginar el Infierno no como un horroroso castigo corporal (llamas), sino como una “total ausencia de Dios” es toda una majadería, un auténtico imposible metafísico, una existencia sin ser. En suma, el auténtico rostro de Dios, sea él quien sea, se nos concreta en que lo llevamos siempre pegado a nuestra propia piel como una hermosa vestidura que nos salva incluso del potencial demonio en que podemos convertirnos al perseguir intereses egoístas.

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Y las cosas son así con tal fuerza que incluso podemos estar seguros de que quien nos presente otro rostro de Dios lo hace porque pretende dominar nuestra mente para ponernos a su servicio, si lo hace por propia iniciativa, o al de un supuesto “señor, si lo hace como mero lacayo instigador. La religión, que ha sufrido el infortunio de comportarse muchas veces como eficaz herramienta de tortura, puede derivar muy fácilmente en tiranía mental, muy cruel y despiadada, al servicio exclusivo de los magnates que se erigen descaradamente en sus representantes. No nos confundamos: no es de recibo ningún tipo de Dios que no responda a la imagen de un rico que da cuanto tiene a los pobres, ni ningún predicador suyo que no nos exhorte, yendo él delante, a amarnos los unos a los otros en toda circunstancia.

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