Acción de gracias – 38 El rostro, ¿pedernal o sonrisa?

“¡Dios te ampare!”

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La liturgia de este domingo nos ofrece como reflexión una amalgama de temas o ideas, pues engloba el horror que ofrece el rostro de pedernal del siervo sufriente de Yahveh, al que se refiere Isaías en la primera lectura; la despreocupación olímpica frente a los sufrimientos de nuestros semejantes, de la que habla Santiago en la segunda, y, finalmente, la identificación de un Mesías cuya obra de redención pasa por la cruz, tema sobre el que versa el evangelio, tomado de San Marcos. Rostro impenetrable frente al ultraje verbal y la degradación del escupitajo asqueroso; caparazón impermeable frente al dolor ajeno y sacrificio cruento del cordero pascual, el más manso y humilde de cuantos han vivido en esta tierra nuestra.

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Este cúmulo de verdades reveladas ofrece una base fundada para pintar el cristianismo con un rostro desencajado por el sufrimiento personal, tal como podemos contemplar en tantos cristos crucificados que rezuman sufrimiento, en tantas estatuas de santos que transpiran mortificación y, sobre todo y principalmente, en el rostro fatigado de muchos de los que, a lo largo y ancho del mundo, viven conforme a las consignas evangélicas de dar de comer al hambriento, de curar al enfermo y de consolar al triste. Seguramente, esta visión, tan en consonancia por lo demás con cualquier pintura realista de la siempre problemática vida humana, es seguramente lo que más echa hoy para atrás a la hora de optar por una forma de vida que debe atenerse no solo a los mandamientos y a las ordenanzas que dimanan del código moral cristiano, sino también a la exquisitez de conducta que imponen los Evangelios en consonancia con la del supremo modelo de vida humana. El cristianismo es, desde luego, una religión incómoda que no se anda con paños calientes a la hora de encauzar la conducta de sus fieles: deja atrás cuanto tienes, toma tu cruz y secunda los pasos de mi calvario, nos susurra al oído el siervo sufriente de Yahveh, el Mesías crucificado.

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Pero tan crudas exigencias no son imposiciones caprichosas o arbitrarias que propicien un triste sometimiento borreguil que solo permita la libertad de decir “amén”, pues, tras ellas, por duras y mortificadoras que resulten, hay una fuerza que envalentona y un acompañamiento que duplica el coraje. La cara de pedernal del siervo de Yahveh no expresa angustia ni desprecio, sino fortaleza, pues, teniendo al Señor de su parte, no le hacen mella los insultos ni la ensucian los escupitajos despectivos. El siervo de Yahveh sabe que, con Dios de su parte, ningún ultraje le afectará y nadie podrá condenarlo. Por su parte, Santiago está seguro de que la fe verdadera, la que nace de tomar la cruz y seguir el camino trazado por el Mesías, eclosiona indefectiblemente en buenas obras, en amor y misericordia, y que el evasivo “Dios te ampare” debe descolgarse de los labios del tibio y del descomprometido para transformarse en motor del corazón y fuerza que mueve las manos para curar las heridas humanas. A su vez, Jesús asegura a Pedro que Dios piensa de distinta manera que nosotros, pues, mientras su pensamiento se desarrolla en clave de amor, el nuestro rebosa egoísmo. Nada tiene de escandaloso que, por pensar Dios como piensa, emplace al Mesías para que lo dé todo de sí, incluida su propia vida, como soporte y altavoz de la predicación de perdón y de amor, que es su obra de salvación.

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Cuando se obra en clave de amor y perdón, como hace Dios, la mirada proyecta luz, la boca destila dulzura y el rostro refulge de alegría y se llena de sonrisas. A pesar de la cruz, o precisamente por ella, el cristianismo es una religión alegre que predica perdón, bondad y paz, confiere gracia y nos pone a Dios al alcance de la mano. La polémica sobre la que pretendió fundamentarse la ruptura protestante sobre si nos salva la fe o lo hacen las obras aparece, en la perspectiva de nuestro tiempo, como una simple divagación teológica o un mero divertimento intelectual en lo que a la comprensión del cristianismo se refiere. Hablando de salvación, ni la fe ni las obras nos salvan, ya que es Dios mismo quien lo hace gratuita e imperativamente, pues a él no le queda otra salida que la de ser coherente con el hecho de habernos dado el ser. Sea cual sea nuestra forma de pensar, un pensamiento riguroso y serio solo puede concluir que Dios nos ha creado para sí, no para ninguna otra cosa y menos con el siniestro propósito de someternos al juicio implacable del ojo por ojo y diente por diente.

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De establecerse alguna excepción, es decir, de empecinarse en meter a alguien en el esperpéntico infierno que los humanos hemos ideado como destino eterno para quienes se niegan a “amar a Dios”, cosa de suyo totalmente imposible por tratarse del sumo bien, daría lo mismo que tal ocurriera por carencia de fe salvadora que por la carga de obras inicuas, porque en ambos casos tendríamos que contemplar este mundo nuestro como la incomprensible chapuza monumental de un Dios que, a la postre, habría sido doblegado y vencido por un maligno muñeco de cartón piedra. De cualquier forma y por lo que a la polémica católico-protestante sobre la fe y las obras se refiere, digamos que, en el quehacer cristiano, la fe se encarna necesariamente en obras y que el alimento de estas es indefectiblemente la fe, o, en otras palabras, que ninguna de ellas puede darse por separado, pues una fe sin obras es nada y unas obras sin fe, más de lo mismo. De hecho, el camino de retorno a la unidad de los cristianos, que hoy propugna tan machaconamente el ecumenismo, a mi modesto entender solo podrá lograrse "de facto", es decir, emprendiendo acciones conjuntas que vayan desde la oración en común a la acción evangelizadora, es decir, al compromiso de luchar unidos por una vida humana mejor.

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Recordemos,  tras ponderar la energía y la entrega que la cosa requiere de un octogenario enfermo, que el papa clausura hoy en Budapest el 52 congreso eucarístico internacional con la sola pretensión de dejar claro que la eucaristía no necesita congresos mundiales ni interminables tratados teológicos sobre lo que realmente es o deja de ser, sino simple y llanamente ser comida para tener vida eterna y bebida para alcanzar la salvación. Toda ella se reduce a su excelsa función de ser pan partido y compartido en comunión y sangre derramada por amor. Solo eso. Todo lo demás que se diga de ella, por muy bello y conmovedor que sea, es pura floritura y especulación. Pero eso solo es mucho, muchísimo más que, por ejemplo, las proclamaciones y aclamaciones de un congreso, las inclinaciones y adoraciones de una custodia paseada en procesión, los cánticos emotivos de una hermosa celebración litúrgica y cuanto se pueda decir en las abigarradas páginas de un voluminoso tratado de teología o de espiritualidad. Y lo es porque, para celebrarla dignamente, es preciso partirse uno mismo llevando su propia cruz y compartirse en la entrega al servicio de la comunidad humana. Una eucaristía celebrada como es debido requiere que su celebración sea una auténtica Cena del Señor en la que cada participante debe comportarse como comida y comensal, es decir, alimentarse de Cristo y de todos los demás seres humanos, y comportarse al mismo tiempo como alimento de todos ellos.

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Ya nunca más podremos esquivar las situaciones de compromiso personal en que nos veamos metidos con el deseo facilón, simplón y esquivo, del “Dios te ampare” porque para todo hombre herido nosotros somos la mano sanadora del Dios que invocamos. A la pregunta de dónde está Dios, que tantos hombres se hacen hoy desconcertados por el rumbo que lleva la humanidad, deberemos responder sin vacilación alguna que Dios está realmente presente no solo en las manos de quienes dicen creer en él sinceramente, sino también en la de todos los hombres de buena voluntad que luchan por la mejora de la vida humana. Nosotros somos el corazón que ama y las manos que bendicen y curan del Dios en quien creemos. Y por ello mismo, nuestro rostro debe reflejar ante los demás la bonanza y la sonrisa del suyo, incluso cuando la cuesta arriba de la vida nos hace sudar tinta china y la tragedia humana nos atenaza férreamente. Ciertamente, la dureza del pedernal en el rostro del cristiano no es más que la solidez de la paz, la bondad, el perdón y la gracia que portea, la firmeza alegre de una sonrisa divina y eterna.

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