Desayuna conmigo (domingo, 12.1.20) “Que haya salud”
La enfermedad como acicate
Esta mañana, no sé si porque el hospital me ronda en las personas de amigos y familiares o por reflujo del tema tocado ayer sobre la suerte, la palabra que se apodera de mi mente es “salud”.
La de la “salud” tal vez sea la palabra más oída el 22 de diciembre tras el sorteo de la lotería de Navidad, sea como consuelo frente a la explosión de alegría nerviosa de los agraciados por la lotería, sea como deseo de algo cuyo valor está muy por encima del dinero.
La salud es un valor primordial que condiciona el funcionamiento correcto de otros muchos valores. Sin salud, hasta se discurre mal y no se tienen fuerzas ni para disfrutar de lo bello ni para producir lo necesario. Su contravalor, la enfermedad, comparado con otros contravalores que resultan muy atractivos, es un contravalor absoluto, sin agarre posible. Es más, la enfermedad realza la salud y la valora como es debido.
La única reacción posible frente a ella es erradicarla siempre que sea posible, o amortiguar sus efectos cuando sea incurable. Para gran desgracia nuestra no apreciamos la salud hasta que la perdemos. Seguramente por ello, no la cultivamos como es debido cuando la deterioramos, sea por la vía de lo que ingerimos (fumar, alcohol, drogas, glotonería), sea por la vía de las actividades descabelladas que acometemos (trabajos peligrosos, deportes de riesgo).
El dinero de que disponemos, trátese de lo poco que ganamos o de lo mucho que pueda aportarnos un golpe de suerte, debe tener como prioridades irrenunciables alimentarnos, vestirnos y salvaguardar la salud. Digamos, para no fatigar más a los lectores de este diario, que el 22 de diciembre y hoy y cualquier otro día son buenos para fijar prioridades en nuestra vida, para valorar la salud como es debido y para obrar en consecuencia.
¡A tope, pues, por la salud y a muerte contra la enfermedad! De pensar así, puede que cuando nos llegue la prueba de la enfermedad, que a todos nos llegará antes o después, estemos preparados para buscarle las vueltas y sacar partido a la precariedad que nos cause. He conocido personas severamente castigadas por la vida que han desarrollado actividades asombrosas en favor de sus semejantes. ¿Puede una hermosa chica de 22 años, poliomielítica, que solo movía la cabeza y el dedo índice de la mano derecha, acoger con una profunda sonrisa a sus muchas visitas, mantener abundante correspondencia y llevar la secretaría del movimiento de estudiantes discapacitados del sudeste francés? Doy fe de algo que yo mismo presencié en Cliniques Saint Eloy de Montpellier, en agosto de 1967.
Un enfermo como Dios manda puede enseñar a quienes le rodean a entender la futilidad de la vida y, en consecuencia, a vivirla más a tope, a sacarle mayor partido. Si además es cristiano, seguramente nos convencerá sin réplica posible de que Dios, que tanta belleza y amor nos regala, no quiere que enraicemos demasiado en esta pasajera tierra durante nuestra vida, siempre corta, aunque vivamos cien años.
La fecha de hoy nos trae a la memoria, por otro lado, eventos que tuvieron mucho que ver con la salud: en 1970, las inundaciones de los ríos Ebro, Tajo, Duero, Guadiana y Guadalquivir, y, en 2010, el terrible terremoto de Haití con tantísimos muertos. Además de las quiebras de la salud que produce el hecho de vivir por el deterioro inevitable de los órganos vitales, la verdad es que la naturaleza no nos lo pone fácil. Hablo de esa hermosa naturaleza que es instrumento divino de nuestra propia vida, pero que nos pone a prueba con retos que exigen heroísmo. Así es la vida y no tenemos otra. La reflexión de hoy es solo una invitación a vivir más y mejor.
Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com