A salto de mata - 44 bis ¿"Todos los santos" o "todos santos"?

¿En los altares o injertos en Dios?

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La hermosa festividad de hoy me invita a aflorar una verdad, ya proclamada más de una vez en este blog, relativa a la santidad que celebramos. En el “Gloria” de la misa católica proclamamos, refiriéndonos a Dios: “solo tú eres santo” y, dado que por santidad entendemos la cualidad específica del santo como dechado de virtudes hasta la excelencia y la heroicidad, esa proclamación nos lleva a confesar que solo Dios tiene una conducta irreprochable. Mejor que sea así porque, de ese modo, estamos hablando de una herencia que nos toca a todos, no de una rica joya que solo heredarán los privilegiados, que además se alzarán con el meollo del inmenso bien que es la fe.

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Que solo Dios sea santo nos hace, lógicamente, a todos santos en la misma medida en que él se manifiesta en cada uno de nosotros, tanto por el hecho de existir, pues es nuestro Creador, como por ocuparse de nosotros minuciosamente, pues su Providencia lleva cuenta hasta del número de nuestros cabellos. La verdad última, la más consistente y sólida, es que no somos santos por nosotros mismos, aunque derramemos toda nuestra sangre por defender nuestra fe y vaciemos nuestra cartera en beneficio de nuestros hermanos, sino porque en nuestra vida, incluso si es mala y perversa, Dios refleja su rostro impregnándola de su propia santidad. Es decir, somos santos porque es Dios mismo quien nos ha creado y lanzado al mundo. Cuando hacemos daño a nuestros semejantes en vez de prestarles ayuda, la vida misma se encargará de ajustarnos las cuentas, de apagar nuestros humos y de hacernos morder el polvo. La muerte, en última instancia, se convierte en justiprecio, en regeneración que restablece el equilibrio y abre paso a la plenitud potencial que desde el principio nos ha sido dada, pues tras ella la mente ya no necesitará seguir indagando ni el corazón buscar dónde posarse.

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¿Qué celebramos realmente hoy? Aunque la festividad litúrgica se refiera a los santos canonizados por la Iglesia, la verdad es que deberíamos tener el coraje de ir más allá y de abordar en profundidad el pensamiento teológico sobre la santidad para celebrar también hoy el hecho incuestionable de que, por ser criaturas divinas, todos somos santos. Por ello, además de la celebración de toda la corte celestial. hoy deberíamos celebrar nuestro propio “santo” particular, no el del santo de nuestra onomástica, sino el que corresponde a cada uno de nosotros.

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La fuerza de este pensamiento nos lleva de la mano, además, a fagocitar por completo la festividad litúrgica de mañana, día 2 de noviembre, día dedicado a los difuntos, razón por la que hoy se visitan todos los cementerios. La razón reside en que todos nuestros difuntos caben de pleno derecho en la festividad de hoy, pues al estar ya con Dios todos ellos son realmente santos.  Su razón es incluso mayor que la nuestra, pues, al estar ya con Dios, su santidad ya no puede verse atemperada por una conducta deficiente, como nos ocurre a todos nosotros mientras vivimos.

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La única diferencia que ellos y nosotros tenemos con los “santos” a que se refiere la liturgia de hoy es que estos han sido reconocidos como “ejemplares” por un alto tribunal de la Iglesia tras un riguroso análisis de su vida y una prueba sobrenatural de que ellos disponen de la fuerza de Dios para obrar un milagro. Los fieles deducimos de todo ello que realmente ellos ya están en el cielo, cuando la fe cristiana proclama que tanto ellos como todos nuestros difuntos y quienes todavía vivimos estamos siempre con Dios, revestidos necesariamente de su santidad. Pero, por riguroso que sea el análisis que la comisión eclesial pertinente hace de su vida y por contrastada que esté la prueba indiscutible de su santidad, el milagro que se requiere para su canonización, siempre podrán filtrarse intereses torvos a la hora de elevar a los altares a una persona concreta. Digamos, resumiendo, que la canonización es la forma que tiene la Iglesia de reconocer las virtudes heroicas de algunos de sus fieles y de presentarlos, por consiguiente, no solo como dignos de culto, sino también como ejemplares para que los creyentes sigan sus pasos.

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Ciertamente, la Iglesia celebra hoy la fiesta de “todos los santos”, es decir, venera a todos aquellos creyentes que han sido elevados a los altares. Pero nosotros –y así se lo propongo expresamente a los seguidores de este blog- deberíamos ir mucho más lejos ahondando en la razón misma de la santidad para meternos a nosotros mismos en el ajo y colocar en el retablo de gloria de hoy también a nuestros seres queridos ya idos, a los que la Iglesia recordará mañana en la liturgia de difuntos. Quienes hoy seguimos lidiando con la vida somos también acreedores a un homenaje, pero no por nuestros méritos o por la excelsitud de nuestra propia conducta, sino porque en nosotros sigue reflejándose el rosto santo de Dios. Y lo son también, desde luego, nuestros seres queridos ya muertos porque, incluso en el caso de no haber llevado una vida ejemplar, ellos ya están con Dios. En otras palabras, ellos no son estatuas inertes en las hornacinas de nuestros templos, sino que viven injertos en el ser de Dios. De celebrada así, la fiesta de hoy se convierte en una auténtica comunión de todos, de vivos y muertos e incluso de quienes todavía solo existen en la mente de Dios, es decir, de todos los que vendrán detrás de nosotros. Hablo de la gran comunión que Dios forma con todas sus criaturas.

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Se trata, pues, de una celebración que redimensiona nada menos que todo nuestro comportamiento, invitándonos a la excelencia e incluso a la heroicidad, a la vez que denuncia vigorosamente las conductas que se alzan contra los seres humanos, sea para aniquilarlos, como si fueran enemigos en vez de hermanos, sea para despojarlos de cuanto poseen, como si fueran pura cochambre en vez de seres revestidos de dignidad. Malos tratos y muertes violentas, por un lado, y robos a mano armada o de guante blanco, por otro, son el contrapunto de la santidad que a todos se nos regala y que hoy celebramos. Puede que esas conductas depredadoras, tan activas y jaleadas en nuestro tiempo, sean herramientas eficaces manejadas diestramente por Dios para obligarnos a vivir el sacrificio que purifica nuestra vida (la vida cristiana no es concebible sin una dura cruz de por medio), pero no por ello debemos dejar de denunciarlas, a gritos si es preciso. ¡Basta ya de matar y de expoliar! La fiesta de hoy nos invita a degustar ya la plenitud al encaminarnos por un exigente sendero cuyas orillas son la paz y la justicia. Paz para no derrochar ni un solo haber, logrado a base del sudor de alguien, y justicia para que absolutamente todos podamos vivir dignamente.

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