Desayuna conmigo (domingo, 5.4.20) Seis semanas santas

¡Hosanna en las alturas!

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Si ayer hablábamos de “pensamientos positivos”, la ONU nos sorprende hoy con su declaración de día internacional de la conciencia, subrayando que se trata de “una vía para movilizar periódicamente los esfuerzos de la comunidad internacional con miras a promover la paz, la tolerancia, la inclusión, la comprensión y la solidaridad, a fin de forjar un mundo sostenible de paz, solidaridad y armonía". Sí, señor, eso sí que es tener una conciencia positiva. 

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Dos acontecimientos más parecen querer salvaguardar esa misma conciencia: primero, los británicos introdujeron en el fútbol, un día como hoy de 1925, el “fuera de juego” negando validez al juego oportunista, y, segundo, Kennedy y Jrushchov, otro día como hoy de 1963, establecieron una conexión telefónica directa, conocida como “teléfono rojo”, para que una falsa noticia o alarma no pudiera desencadenar una hecatombe mundial. Todavía podemos encontrar un apoyo más si tenemos en cuenta que, un día como hoy de 1414, murió san Vicente Ferrer, patrón de Valencia, un gran predicador dominico a quien se atribuyen muchos milagros, y, la verdad, si algo positivo hay en esta vida, son los milagros que se saltan las leyes naturales en beneficio de implorantes menesterosos.

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Pero el apoyo definitivo a la positividad de que hablamos lo recibimos directamente de la liturgia de este Domingo de Ramos, aun cuando no podamos acudir a la iglesia para convertir la cosa en un bello espectáculo de palmas enarboladas y estrenos. Isaías se refiere al Siervo de Yahvé cuando dice que el señor le ha concedido una lengua instruida para sostener con su palabra al fatigado, a pesar de que se trata de una misión en la que será apaleado, le arrancarán la barba y tendrá que soportar ultrajes. El Salmo 21, por su parte, abunda en los detalles del martirio que sufrirá ese mismo Siervo, pero los superará todos para para concluir con un canto de alabanza.

 San Pablo, por su parte, expone a los Filipenses cómo Cristo, que se despojó de su rango y hasta se sometió a una muerte de cruz, fue encumbrado y recibió de Dios el nombre sobre todo nombre ante el que se dobla toda rodilla. Con la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, personaje tan grande a lomos del más humilde de los animales,los evangelios relatan un viaje que se inicia con el grito de júbilo de la multitud, convencida probablemente de la inminente liberación del yugo de los romanos, que acoge a un rey victorioso; que continúa después con la decepción de una esperanza fallida al grito de “¡crucifícalo!” y tiene como meta un trono ensangrentado de puro dolor en el Calvario. El recorrido que va del Monte de los Olivos al Calvario no es largo, pero es muy intenso en significaciones y emociones.

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Aun siendo en sí mismo un grito de júbilo, el cristianismo no deja ser un trono de cruz que consuma la sacrificada peregrinación que dura toda la vida. La vida es bella, incluso cuando se vive en situaciones dramáticas por deterioros o carencias, pero ha de ser sometida al filtro de la muerte o, en términos cristianos, al filtro de la cruz. Y, puesto que ese fue el camino seguido por Cristo Jesús, no hay otro camino posible para el cristiano.

 Esta evidencia, que ningún estudioso se atrevería a eliminar de una guía de espiritualidad cristiana, resulta problemática cuando alguien se atreve a aplicarla también a la Iglesia como institución: no hay otro camino, tampoco para ella, que el seguido por Cristo Jesús, un camino cuyo recorrido la somete constantemente a tensión, a reforma, a conversión. Me parece que esa es la única forma posible para consumar su propia obra evangelizadora. Puede que muchos vean en sus estratos y aposentos una oportunidad para encumbrarse y gozar de una vida tranquila y distinguida, una vida de permanente entrada triunfal en Jerusalén. Sin embargo, de ser ella fiel a su misión, como en los cantos sobre el Siervo de Yahvé, tampoco en ella se hallará belleza alguna ni reposo. De hecho, los cristianos comprometidos con su fe no lo tienen fácil en la vida y jamás deberán esperar reverencias ni pleitesías por ello, sabedores de que su misión comporta el riesgo de ser perseguidos, preteridos y humillados. Al cristiano no le quedan, en última instancia, más opciones que seguir las huellas de Jesús.

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Iniciamos hoy una Semana Santa muy especial, confinados como estamos en nuestras propias casas. Los pequeños recintos en que vivimos se convierten en la puerta de entrada de Jerusalén y en el Monte Calvario. Este año seremos más conscientes que nunca de que el magno acontecer de la Semana Santa tiene que ocurrir, para tener alguna validez, dentro de nosotros mismos y en nuestros propios hogares. Los espectáculos litúrgicos y procesionales nunca podrán ser más que puntos de referencia, ayudas circunstanciales. Tal vez la anómala circunstancia que estamos viviendo nos ofrezca este año la mejor oportunidad para entender que la Semana Santa no abarca un tiempo de la vida de Jesús, sino la vida entera de cada uno de los cristianos, con sus entradas triunfales en Jerusalén y su Gólgota.

De hecho, nos mostramos eufóricos cuando las cosas nos van bien, esos bonitos momentos de la vida en los que no nos cuesta nada gritar “hosanna en las alturas”. Pero, inevitablemente, hay otros en los que, retorcidos por el dolor o golpeados por alguna tragedia personal o familiar, increpamos a Dios pidiéndole cuentas por habernos abandonado, sin apercibirnos siquiera de que es en esos precisos momentos cuando él se hace más presente en nuestras vidas al compartir con nosotros nuestro propio dolor.

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A la semana santa de reclusión que ayer nos quedaba, hoy el gobierno de España le añadirá dos más prolongando así nuestro propio calvario. Estamos en un año en el que, al ritmo que llevamos, nos tocará vivir por lo menos seis semanas santas. Digo “santas” porque son semanas que nos exigen dar lo mejor de nosotros mismos para ganar una dura batalla y, a pesar de estar sometida a tanta tensión, mejorar sustancialmente nuestra propia convivencia familiar. Requerirá tacto y fuerza de voluntad lograr que la vida en nuestros hogares, superando su natural calvario, alcance la inmensa alegría del Domingo de Resurrección, la inmensa alegría de la convivencia familiar en plena fraternidad, la que fagocita los propios problemas y comparte los de todos los demás.

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Afortunadamente, aunque la alarma se extendiera a buena parte del mes de mayo, nuestros lentos días pasan rápidos, valga el oxímoron, y en seguida volveremos a estrenar nuestras calles. ¡Qué gran novedad resultará entonces charlar vis a vis con nuestros vecinos y compartir mesa y tertulia con nuestros amigos en cafeterías y restaurantes! ¡Qué alegría volver a coger el coche para desplazarnos a capricho, disfrutar del buen tiempo, visitar a los enfermos hospitalizados y llorar como es debido a nuestros muertos! Como el abuelo que soy y aunque todos los días charlo con mis nietos por videollamada -¡qué gran servicio nos está prestando la técnica en nuestros días!- sueño con el momento de poder abrazarlos y darles un beso.

Seguro que en esos ya cercanos tiempos nos parecerá haber conquistado el cielo, el que tenemos tan al alcance de las manos si valoramos como es debido lo que es compartir con amigos un vaso de cerveza o de vino.  Los cristianos al menos no deberíamos olvidar nunca que toda Semana Santa concluye con un Domingo de Resurrección. Afortunadamente, insisto, el tiempo pasa muy de prisa y los malos recuerdos solo deberán servirnos para potenciar los buenos momentos por llegar.

Correo electrónico: ramonhernadezmartin@gmail.com

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