Desayuna conmigo (martes, 28.1.20) La verdad impoluta

La piedra filosofal de la felicidad

St.-Thomas-Aquino

Hoy, hace 795 años, nació Tomás de Aquino en Roccasseca (Italia). Algunos, entre los que me incluyo, tenemos la consoladora costumbre de celebrar incluso los cumpleaños de nuestros seres queridos muertos. Santo Tomás merece que celebremos hoy el suyo por la gran influencia que sus enseñanzas han tenido en nuestra cultura.

San Pablo apóstol

San Pablo hizo una relectura del Antiguo Testamento descargando toda su promesa de salvación constitutiva en el Jesús resucitado que lo había derribado del caballo y convertido de terrible perseguidor de sus discípulos en el más acérrimo defensor de su mensaje de salvación. En Pablo, Jesús deviene el nuevo Adán, el contra-pecado, el Cristo de la fe, concepción genial que sienta las bases, según muchos, de la misma Iglesia cristiana.

Santo Tomás, por su parte, aporta la estructura mental, el encofrado intelectual, la arquitectura conceptual de la fe cristiana, utilizando la Filosofía como “ancilla” (sierva o instrumento) de la impresionante exposición teológica que hace en su obra sobre la palabra de Dios (Biblia) y la obra de salvación llevada a efecto por Jesús de Nazaret. No es este el momento ni el lugar para adentrarse más en tan admirables desarrollos lógicos que, no por ser abstrusos de suyo, dejan de inspirar la belleza literaria de sus contenidos esenciales en tan bellos cantos poéticos como el “Pange lingua”, referido a la Eucaristía. Durante siglos, la “escuela tomista” se comportó como lo más florido del pensamiento filosófico y teológico occidental.  Podría decirse, sin temor a equivocarse, que San Pablo y Santo Tomas han sido los más grandes genios del cristianismo.

La Suma Teológica

Recuerdo con cierta nostalgia nuestros años mozos en los primeros sesenta, cuando esa escuela llenaba de retos nuestra mente, ávida de conocimiento. No teníamos la más mínima duda de que la Biblia y la Suma Teológica eran los más sólidos fundamentos de la “verdad a secas”, la indiscutible, sólida, pulcra y definitiva verdad. Había llegado ya la plenitud de los tiempos y nosotros, los estudiantes de Teología, no necesitábamos más que desarrollar a fondo y contemplar con devoción tan elegante verdad. A nadie nos extrañaba en absoluto que, al recibir cualquier título o desempeñar cualquier cargo, uno tuviera que hacer el juramento de defender la doctrina de Santo Tomás. La verdad es que yo lo hice con cierto orgullo y una buena dosis de gozo. A la edad en que estudiábamos Teología, un joven no podía menos de sentirse orgulloso de su condición de defensor de las enseñanzas de Santo Tomás, el cantor de la eucaristía, cuyo currículo exhibía tantos valiosos títulos.

pange-lingua

Transcurridos los años y tras el filtro a que se vieron sometidos ideas y sentires al tener que lidiar con las exigencias que impone ganarse la vida con el sudor de la frente, aquella impoluta verdad intocable, que había llenado nuestros sueños juveniles con la fantasía de convertirnos en “salvadores del mundo,” se fue diluyendo por la reacción química de tantos otros factores entre los que discurre la vida mortal al otro lado de los muros de un convento. La vida real, la de los hombres de carne y hueso, tan variada y rica que no puede ser ahormada ni por ideologías con anteojeras ni por tiranías opresoras. La vida es sumamente rica, irreductible por tanto a un solo patrón ideológico o práctico. De hecho, los humanos pensamos y vivimos de muy diferentes maneras. Asombra los miles de lenguas y dialectos que hablamos, los diferentes caracteres que nos constituyen y hasta la infinidad de rasgos faciales que nos distinguen a unos de otros. La humanidad es enormemente variada y rica bajo muchos puntos vista.

La verdad, más que el enunciado o la definición de un ser, parece algo tan etéreo que solo puede condensarse en la veracidad, en la honestidad de los comportamientos. En el versículo 37 de Jn 18, Jesús le aseguraba a Pilato que “todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” y, en el siguiente, Pilato, sorprendido, le preguntó a Jesús: “¿qué es la verdad?”, pero ni siquiera se paró a recibir una posible respuesta.

Yo soy la verdad

Jesús dijo de sí mismo que él era la verdad, pero obviamente no hablaba de ninguna idea o concepción filosófica o teológica sobre sí mismo, sino de su misión de “salvación”. La verdad de Jesús es la salvación que cifra en el hombre como destino de todo su quehacer. La prueba sobre esa verdad que sus discípulos deben llevarle a Juan es el testimonio de que “los ciegos ven, los cojos andan, los enfermos son curados y los tristes, consolados” (Mt 11: 5-78)

La sociedad plural y multicultural en que vivimos pasa hoy olímpicamente de quien pretenda erigirse en guía suyo basándose en la “predicación de la verdad”. Que una noticia sea verdadera (por doquier se está hablando de las “fake news”) no se refiere al contenido intrínseco de lo que se dice, sino a que no se manipulen ni tergiversen los hechos o las palabras que los refieren a conveniencia del medio transmisor o del grupo que lo maneja.

San Esteban de Salamanca

La verdad de Jesús es obviamente su misión salvadora. Esa misma misión también nos hace a nosotros verdaderos (cuando servimos a nuestros semejantes) o falsos (cuando nos servimos de ellos).  A estas alturas de mi vida, cuando el “the end” de la película ya se vislumbra en el horizonte, la verdad redonda y nítida, aquella a la que pretendía servir cuando juré defender las enseñanzas de “la escuela tomista”, ha sido cuidadosamente filtrada por el tamiz de la vida hasta hacerme entender que, también ella, se encarna en el hombre y se identifica con él, con ese hombre con el que me toca lidiar cada día y con el que estoy obligado a compartir cuanto soy y tengo, aunque sea discapacitado o esté corrompido. ¡Qué hermoso sería que hoy los cristianos, no solo los instruidos sino también los menos afortunados, nos confabuláramos para defender a los seres humanos con todas las armas “teologales” que realmente tenemos en nuestras manos!

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail-com

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