Acción de gracias – 21 La vida, continua “ascensión”

¿Restaurar el reino de Israel?

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Con la ascensión de Jesús al cielo, festividad que celebramos hoy, ¿concluyó o más bien comenzó su obra restauradora? ¿Qué significa “restaurar” en el contexto cristiano? Difíciles preguntas para quien se empeñe en entender el cristianismo como un mamotreto de doctrinas y cánones, como una institución social, sagrada o espiritual, que se retroalimenta a base de poder y riqueza. Pero no lo es para quien vea en él un enfoque general de la vida o, incluso, una forma de vida que, en vez de proyectar este mundo hacia otro totalmente desconocido, en el más allá de no se sabe bien qué, se ocupa a fondo de “humanizar” los comportamientos humanos: que el triste ría, que el hambriento coma, que el enfermo cure, que el ciego vea y que el leproso se cure, y, luego, Dios dirá, que para eso es un amoroso Padre que se preocupa a fondo de todos y de todo. Si alguien lo duda, que antes de nada trate de entender que el fenómeno cristiano se desencadena y se plasma en una “encarnación”.

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La primera lectura litúrgica de hoy nos aclara que la restauración que anhelan los discípulos de Jesús no va a consistir en expulsar a los romanos de Palestina, sino en que ellos mismos sean sus testigos en Judea, Jerusalén, Samaría y el resto del mundo.  ¿Testigos de qué? De que él ha venido para refundir toda la ley en el amor, hacer el bien sirviendo y dejarse la piel en el empeño. De ahí que, a quien realmente quiera ser su discípulo, no le queda otra que seguir sus pasos. No se es cristiano por ser papa, cardenal, alto o bajo dignatario de la institución eclesial, estar bautizado o asistir los domingos a misa, sino por seguir los pasos de Jesús, por hacer el bien, por servir, por dar la vida, en el día a día, en beneficio de todos los demás. Pero ser testigo de Jesús no es empresa ni tarea fácil. Requiere fuerza sobrehumana, la de su Espíritu, y más cuando él mismo desaparece del horizonte geográfico y se oculta en las biografías humanas, algunas de las cuales están tan degradadas que, cual agujeros negros del asco y la sinrazón, no destellan ningún rasgo o signo de su presencia.

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Nos asusta el salmo elegido para la liturgia dominical de hoy al hablar de que “el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra”, pero nos sosiega Pablo en la segunda lectura, tomada de su carta a los efesios, al asegurarnos que ese Dios despliega su poderío en la resurrección de su Hijo, a cuyos pies pone absolutamente todo lo existente. Tan extraordinario poder no es judicial ni tiránico, sino servicial y de amor hasta el punto de que exige darlo todo. Fructífero poder expansivo que Dios  pone todo también a los pies de su Iglesia, cuerpo místico del que él es la cabeza. ¡Ah, la Iglesia! El cuerpo místico es de suyo solo fuente de agua viva, pero su plasmación en el tiempo nos trae de cabeza al empecinarnos los cristianos en “definir” sus contenidos doctrinales, en deslindar sus contornos dogmáticos y en atosigar las conciencias con meticulosas ordenanzas conductuales que no dan respiro, en vez de dedicarse con ahínco a inyectarle vida.

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¿Son hoy visibles los muchos prodigios que, según el evangelio de este domingo, tomado de san Marcos, obrarán los discípulos de Jesús al proclamar la buena nueva a toda la creación? Los cristianos ¿no estamos más bien obligados a que nuestra mano izquierda no sepa lo que hace la derecha? Aunque la inmensa mayoría de los prodigios que los cristianos están llevando a cabo en todo el mundo se atengan rigurosamente a la segunda consigna señalada y no aparezcan en las portadas de los periódicos, salvo cuando se presenta una memoria anual de actividades, como ocurre estos días con la Iglesia española, lo cierto es que, de reparar en ellos, veremos que son muchos, y, de valorarlos como es debido, que son por lo general asombrosos. De hecho, no admiten parangón con los de ningún otro grupo humano. ¿Alguien podría cuantificar la solidaridad de los cristianos con los pobladores de lejanos pueblos atrasados, como es el caso de tantas “misiones”, o con los que viven justo al lado de la propia casa, al ocuparse de los más desfavorecidos, sea a través de los dispensarios de Cáritas, sea de las actividades asistenciales de las parroquias, o mediante donaciones anónimas de tiempo y dinero? Y, qué duda cabe, también hace grandes prodigios la Iglesia institucional, pero con la diferencia de que, mientras esta se ocupa primordialmente de su propia supervivencia atendiendo a sus finanzas y al sostenimiento de su propio funcionamiento institucional, los cristianos solo lo hacen a requerimiento de una conciencia que los hace sentirse parte de la obra evangelizadora de Jesús.

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Realmente, la vida es una ascensión permanente, aunque siempre plagada de obstáculos, en busca de una mejora continua. En este blog no nos cansaremos de hablar de valores y contravalores como el mejor sistema jamás ideado para comprender a fondo el dinamismo de la vida humana, desde su emergencia de los ecosistemas bióticos hasta la consumación de cada biografía humana en particular y de toda la especie humana en general, habida cuenta de que la vida humana es, mientras dura, forzosamente tensión, pulsión. La vida es un esfuerzo continuado en post de más y mejores valores que la enriquecen, siempre en abierta lucha con contravalores que la desvían de su rumbo y la desnaturalizan. Su dinamismo no solo le confiere un ser creciente, sino también la razón de ser: sin una meta, afortunadamente inalcanzable mientras dura la vida, y sin el dinamismo que su irrenunciable persecución genera no habría vida humana sobre la tierra. ¡Tremenda tensión la nuestra al tratar de alcanzar la perfección, sabiendo que nos quedaremos a medio camino, pero que nos mantiene en pie a este lado del tiempo mientras la vida dura! En la celebración litúrgica de hoy, Jesús no realiza un desplazamiento geográfico ascendiendo de la tierra a los cielos, como si de un cohete espacial se tratara, sino cualitativo: la escenografía de la representación bíblica rubrica la consumación de la gran obra de Dios iniciada con la encarnación, alfa y omega de la redención, testimonio fidedigno de que Dios nos regala su vida en Jesús.

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De hecho, él no ha venido a este mundo para “restaurar” el reino de Israel, autoproclamado pueblo predilecto de Dios, liberándolo del opresor romano, sino para testimoniar el apoyo victorioso de Dios a un pueblo renacido, que debe entregarse en lo sucesivo a la mejora permanente de los comportamientos humanos, a abrir cancha a las bienaventuranzas proclamadas por Jesús. En definitiva, a convertir todo poder y toda ley en amor. Como día de la comunicación, la celebración hoy de la ascensión de Jesús a los cielos consuma una historia o biografía humana primigenia, un modelo de comportamiento humano totalmente original para mejorar la vida humana. En las actuales circunstancias, a ese propósito deben contribuir no solo los retos que nos está lanzando la pandemia que padecemos, sino también la misión a que los creyentes, cristianos y demás, nos comprometemos con nuestra fe y la necesaria colaboración de todos los ciudadanos a la consecución de los objetivos que sus partidos políticos se fijan en sus programas.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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