Desayuna conmigo (martes, 15.12.20) Lo que el viento se llevó

Animación y construcción, resonancias cristianas

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La mañana nos obsequia con una rica variedad de pensamientos y sentimientos, orquestada en torno a la clave en cuanto tratamos de degustar cada día en los desayunos de este blog. Lo digo porque la temática de hoy nos lleva desde la diversión y el entretenimiento animados a la contemplación del implacable desgaste del tiempo y de la belleza que brota de la imaginación y del corazón del hombre en el decurso de una vida que solo es posible por el esfuerzo que implica la aspiración a más, a mucho más de lo que ahora mismo somos y tenemos.  Y, en la cúspide de semejante aspiración, el faro que ilumina el camino y la atracción que ejerce sobre un cristiano el hecho de saber que cuanto ocurre lo hace por algo que, indefectiblemente, ha de ser mejor que lo ya visto y vivido. Cierto que mientras caminamos, unas veces, nos ahoga el asco y, otras, la depresión nos lo pinta todo de negro, pero, de no tirar la toalla, renace la esperanza que renueva nuestras fuerzas y nos despeja el horizonte.

OTAKU

Un día curioso, aunque no del todo extraño ni sorprendente, al apoderarse de la escena la celebración hoy del “día mundial del Otaku”, celebración que nos lleva a hacerle un guiño cómplice a la preciosista cultura japonesa que, en esta ocasión, nos llega sobre todo por las redes. El “Otaku” se refiere a las personas con aficiones del manga y el anime y también a las que les gusta disfrazarse de personajes de videojuegos. Poco a poco, esa forma de sentir y de proceder ha ido apoderándose de nuestros niños y adolescentes a través de la televisión hasta abrirse un importante hueco en nuestro mundo occidental. Hablamos de miles de personajes cuyo atuendo y cuyos comportamientos estimulan nuestra imaginación e inyectan a nuestro mundo ceniciento un “alma” nueva, capaz no solo de aligerar la pesada vida que llevamos, sino también de endulzarla.

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Los héroes nipones del “manga” (dibujos irresponsables), potenciados por la animación, han penetrado en nuestra cultura occidental para quedarse y competir, en el ámbito de la diversión, con héroes tan nuestros como Astérix, Tintín, Batman, Supermán y Tarzán, héroes que pierden en imaginación sus ventajas de humanidad. De todas formas, lo que queda claro es que las distintas culturas pueden enriquecerse aprendiendo unas de otras. Estudiando “ecumenismo” en París, hice muy buenas migas con un estudiante japonés, sintoísta y buen cocinero. Mientras a mí me fascinaba su exotismo y su obsequiosidad, él debía de percibir en mí la fuerza y la destreza de una forma de vida capaz de aceptar y acoplarse a lo diferente. Aún recuerdo con añoranza su finura espiritual y su destreza gastronómica.

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Claro que, sin irnos tan lejos, aunque siga quedándonos distante, ahí tenemos a Walt Disney, personaje del dibujo y la animación que murió un día como hoy de 1966, pero que sigue muy vivo en el universo de sus creaciones cinematográficas y en sus famosos y divertidos parques de atracciones. Recordemos que, como productor, obtuvo 22 Óscar, que tuvo, además, 59 nominaciones y que su película “Mary Poppins” obtuvo 5 Óscar. Mickey Mouse, Blancanieves, Pinocho y Bambi pueblan todavía el mundo de nuestras ensoñaciones. Aunque Disney era un hombre tímido y muy autocrítico, su perfeccionismo le llevaba a exigir a todos sus colaboradores tanto como a sí mismo.  ¡Lástima que, como también les sucedió a otros muchos, la dependencia que lo amarró durante toda su vida al tabaco se lo llevara por delante!

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Saliendo de la animación y del disfraz, esta mañana nos damos de bruces con sorprendentes monumentos que, desafiando la gravedad, elevan nuestros sentimientos al contemplar sublimes bellezas, materializadas por hombres excepcionales. En concreto, este día fija nuestra atención en un ingeniero francés y en un arquitecto brasileño, en Gustavo Eiffel y en Óscar Niemeyer respectivamente. Eiffel nació un día como hoy de 1832. Primero se abrió camino diseñando puentes para los ferrocarriles franceses (no lejos de mi casa de Mieres hay uno cuyo diseño se le atribuye a él). Pero su nombre perdura, sobre todo, por la torre parisina que lleva su nombre, monumento el más significativo de París a pesar de que tuvo sus detractores y no le resultó fácil elevar las miras de los franceses a la hora de encarnar sus ansias de acceder a los cielos en una saeta férrea, aspiración espiritual que Gaudí multiplicó en el templo de la Sagrada Familia, todavía inconcluso.

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Óscar Niemeyer, por su parte, nacido un día como hoy de 1907, confiesa, a la hora de diseñar un proyecto de arquitectura: “no es el ángulo oblicuo lo que me atrae, ni la línea recta, dura, inflexible, creada por el hombre, sino la curva libre y sensual, la curva que encuentro en las montañas de mi país, en el curso sinuoso de sus ríos, en las olas del mar, en el cuerpo de la mujer preferida. De curvas ha sido hecho todo el universo, el universo curvo de Einstein”. De hecho, así lo atestigua la inmensa obra de este excepcional arquitecto, ubicada la mayor parte en Brasil y realizada durante su excepcionalmente larga y laboriosa vida de 104 años.  Este pionero en la explotación de las posibilidades constructivas y plásticas del hormigón armado es considerado  como “uno de los personajes más influyentes de la arquitectura moderna internacional”. De este arquitecto tenemos en Avilés, cerca también de mi casa, el Centro Niemeyer, un hermoso conjunto arquitectónico, pegadito a su ría, que inyectó una nueva alma cultural y turística a la vieja villa marinera, devenida cabecera de la siderurgia regional y nacional.

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La curiosidad, tan determinante para nuestro propio proyecto de descubrir “carnes” para el abrazo divino, salta aquí del curioso “ateísmo” confeso de un creador que ha sido capaz de diseñar en Brasilia una de las más importantes catedrales de los tiempos modernos, sembrando espiritualidad en el desierto, y que ha convertido un material, tan rústico como el hormigón armado, en el sacramento que, a través de la curvatura sensual de sus obras, se alza a significar y expresar plásticamente la fuerza del espíritu que anima y redime toda materia. ¿Tiene algún sentido o trascendencia confesarse ateo cuando no se sabe lo que es Dios y, en el caso presente, cuando se es capaz de inyectar alma en la materia?

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Ahí dejamos el interrogante bien anclado en nuestra reflexión para que no nos lo arranque ni siquiera el vendaval que desencadena la película “lo que el viento se llevó”, estrenada en Atlanta un día como hoy de 1939, recién concluida nuestra incívica guerra civil y a punto de iniciarse la más incívica todavía Segunda Guerra Mundial. Se trata, como es bien sabido porque el que más y el que menos la ha visto dos o tres veces, de un melodrama centrado en las turbulencias anímicas de Scarlett O’Hara, espejo ella misma de la Guerra de Secesión americana. Realmente, el tiempo se lo lleva todo por delante, si bien no puede hacerlo más que sustituyendo unas formas por otras. A nuestra O’Hara no le queda más salida que la resignación que acopla sus sentimientos a la nueva situación, igual que América mejoró tras el drama. Es lo mismo que también nos ocurrirá a nosotros mismos, pues, aunque sea a nuestro pesar y a nuestra costa, tras el vendaval del virus que nos acosa y que está desmontando muchas de las estructuras sociales que parecían eternas, pero que también estaban cimentadas en un tiempo fugaz, tendremos que montar un nuevo andamiaje social en el que debería primar la solidaridad y el amor. Sea cual sea el instrumento de que se valga la vida, llámese disfraz, Eiffel, Disney, Niemeyer u O’Hara, en un escenario como el humano en el que “todo se mueve”, la vida es un camino cuyos pasos requieren que degustemos esforzadamente lo que realmente somos: materia impregnada de espíritu, ansiedad que solo se apacigua en el amor, criatura que lleva impresa la figura de su creador.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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