Acción de gracias - 16 Lo mío es tuyo

Mis dedos en las llagas de tus clavos

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Cuando en nuestro tiempo vamos descubriendo asombrosamente los mecanismos de la materialidad de nuestros pensamientos e incluso impregnamos de carne y sangre nuestros más sublimes sentimientos, se nos desmoronan las más sólidas estructuras religiosas que sostienen la existencia de un Dios ilocalizable y, más, el trono que, como a Señor, corresponde al Redentor de los hombres. Partiendo de tales premisas, ¿puede creerse hoy en la resurrección de los muertos? Y de producirse tal fenomenología, ¿podría hablarse de una auténtica resurrección, es decir, de que lo muerto, lo acabado y finiquitado, vuelva a la vida? Si desde el punto de vista filosófico quisiéramos acercarnos al “materialismo” del pensamiento que impera en nuestro tiempo, deberíamos llevar bien aparejada la mente para movernos incluso por lo que los escolásticos llamaban “tercer grado de abstracción”, es decir, en la más pura y depurada “inmaterialidad”, en lo metafísico.

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Mi maestro fray Eladio Chávarri ha dado un gran paso adelante en los páramos de la “ontología”, muy útil para entender lo que realmente somos y hacia dónde caminamos. Y lo ha hecho al volver del revés el adagio filosófico latino del “operari sequitur esse” (el obrar sigue al ser), abriéndolo a que también el “esse sequitur operari” (el ser sigue al obrar). En román paladino, cabría decir que no solo obramos porque somos, sino también que, al convertir en acto una potencialidad, agrandamos nuestra entidad. Toda acción convierte a los seres con que nos relacionamos en valores que nos hacen crecer y aumentan por ello nuestra estatura, nuestra entidad. Tal ocurre, claro está, en el caso de que la acción sea procedente, pues, de lo contrario, los convierte en contravalores y nos deteriora restando contenido. De ese modo, un hombre con un pensamiento positivo, pongamos por caso, es mucho más que otro con odio en el corazón; somos más con mil euros en el bolsillo que con el estómago vacío. Crecer en sabiduría, por ejemplo, es crecer en entidad. La ontología del ser cobra así una estimulante y vital perspectiva de abertura permanente a su crecimiento o deterioro. En una palabra, podemos llegar a ser mucho más de lo que somos, pero también mucho menos.

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Sin la menor duda, la comunidad de bienes de los primitivos cristianos, de la que nos habla hoy la primera lectura litúrgica, era un plus de entidad, envidiable para quienes no participaban de ella. El amor que en los tiempos apostólicos se profesaban unos cristianos a otros era admirado por quienes vivían en torno suyo y carecían de él. ¿Cómo podríamos hoy plasmar en nuestra forma de vida tan encomiable manera de proceder? Cierto que en nuestro tiempo hay exóticas comunidades, que se confiesan cristianas, y que proceden de esa manera, pero su práctica las enroca de tal manera que las secciona o excluye de una sociedad que, curiosamente, debería ser evangelizada. Tal viveza de la comunidad humana, incluso siendo lo más genuino de la celebración de la Cena del Señor, no se da hoy ni siquiera en las comunidades religiosas, cuyos miembros se obligan a tal proceder por el voto de pobreza.

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Con todo ello tiene mucho que ver el volumen de la población humana. Diez mil años a. C. había en todo el mundo no más de un millón de individuos. En tiempos de Jesús, unos doscientos millones. Desde entonces, la población ha venido creciendo hasta 1950 a razón de algo menos de un 0,5% anual y, después, lo ha hecho a algo más de un 2%, salvo el año pasado que se quedó en torno al 1%. A resultas de todo ello, alcanzamos hoy ya casi la escalofriante cifra de ocho mil millones. ¿Cabe una comunidad de bienes compartidos entre tal muchedumbre? ¡Imposible de toda imposibilidad! Y, sin embargo, seguimos afirmando categóricamente, como si de una norma de obligado cumplimiento se tratara, que todos los bienes de la Tierra pertenecen a todos sus habitantes.

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¿Cómo obrar entonces para comportamos como los hermanos que decimos ser y como la comunidad fraternal que proclama el cristianismo? Estamos ante una cuestión crucial que debería ocupar el frontispicio del movimiento cristiano y que la Iglesia debería anteponer a otras muchas cuestiones en las que se emplea a fondo. Además, que los enfermos tengan salud, que los hambrientos coman y que los sintecho puedan cobijarse y vestirse decentemente son planteamientos evangélicos incuestionables y muy en consonancia con la añorada comunidad de bienes del cristianismo primitivo. Los logros que en esa línea está obteniendo Cáritas, tirando de donantes y voluntarios, son solo testimoniales. Es obvio que el espíritu cristiano cristaliza mucho más en los cometidos de organizaciones como Cáritas que en el Credo, en el Magisterio de la Iglesia, en el código de Derecho Canónico, en la Institución Clerical y en las Escuelas de Teología. El acercamiento a los comportamientos de la Iglesia primitiva solo se producirá a base de fomentar el servicio y la gratuidad, las herramientas evangélicas de las que precisamente echa mano fray Eladio Chávarri a la hora de fijar la ruta para gestar lentamente una mejor forma de vida humana que la de la explotación y la del consumo en que hoy nos hemos instalado.

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Juan, por su parte, construye en la segunda lectura de hoy una teología que conjuga los efectos del agua, la sangre y el espíritu, y el evangelio, también de Juan, mete en danza, por mor de la desconfianza del incrédulo apóstol Tomás, la materialidad de un cuerpo resucitado que le permita meter sus dedos en las llagas de los clavos y su mano en el costado lanceado. ¡Apañados iríamos los cristianos de hoy si fuéramos o procediéramos como Tomás! Y, sin embargo, sin ver ni tocar, los cristianos de verdad sienten y palpan hoy a ese mismo Jesús resucitado en tantos lugares, acontecimientos y conductas. La ciencia nos ha descubierto que, en el hombre, todo es materia y espíritu al mismo tiempo, identificando o uniendo ambos hemisferios de la personalidad humana en un complejo neuronal que genera pensamiento y atesora sentimientos. Lo de cuerpo y espíritu, con el añadido de que el primero es enemigo “mortal” del segundo, responde al maniqueísmo de la dualidad irreconciliable de Dios-Satán, bien-mal, gracia-pecado, sobrenatural-natural. Pero, bien entendidas las cosas, no existen ni Satán, ni el mal, ni el pecado, ni un mundo natural que no sea obra divina. A fin de cuentas, debe importarnos mucho menos el destino del polvo o la ceniza en que la muerte nos convertirá que la supervivencia de la persona que somos. Sobre Jesús no debería preocuparnos en absoluto la cuestión crucial que inquietaba a Tomás, la de poder verlo y palparlo para creer en él, sino la de detectarlo en torno nuestro, vivo en cuantos seres humanos requieren algo de nosotros.

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Los cristianos somos portadores de un mensaje que debería quemarnos en las manos en vez de calentarnos tanto la cabeza y enzarzarnos en disquisiciones metafísicas y en mezquinas componendas sobre dignidades formales y jugosas prebendas. Buscamos a Dios cantando arrebolados el Credo y fervorosamente postrados en adoración nocturna en recintos sagrados, lugares en los que seguramente no está, pero no vemos su viva imagen, interpelante, en la cara de los zarrapastrosos que nos acompañan en la peregrinación que vivimos. Afortunadamente, Dios sobreabunda en los tiempos que nos toca vivir y, sufriente y maltrecho, derriba con sus gritos de socorro las murallas de nuestros egos enjaulados. ¿Podrá alguien, estando cuerdo, alegar en el supuesto juicio final que no lo ha visto, habiéndolo tenido permanentemente a su lado a lo largo de toda su vida? ¿Cuándo dejaremos de pertenecer a la aguerrida secta que es el “catolicismo”, tan enrocado y enjaulado en sus cosas, para practicar como es debido la asombrosa “religión cristiana” y beneficiarnos de su extraordinaria vitalidad?

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La conmovedora y aleccionadora comunidad cristiana primitiva debería llevarnos hoy a la convicción, al menos teórica, de que todo lo mío es tuyo, es decir, de que no hay ninguna diferencia que pueda desanudar nuestra condición de hermanos por ser todos hijos de un mismo Padre. Cuando digo “lo mío” no solo me refiero a la propiedad acreditada en una Notaría y al dinero depositado en alguna cuenta bancaria o en algún fondo, sino también a mis propias habilidades y a mi tiempo. El trabajo, por ejemplo, además de ser un derecho y estar debidamente remunerado, debería ser una obligación que no solo nos lleva a ganar dignamente nuestra vida y la de los nuestros, sino también nos permite contribuir al sostenimiento y al desarrollo de toda la humanidad. Vivimos con miedo y, por ello, nos atrincheramos y agredimos. El cristianismo auténtico nos libera de todo miedo, también de la atrocidad mental que es el infierno, y nos faculta para vivir intensamente la comunidad humana. A cada instante podemos meter nuestros dedos en las llagas de los clavos de Jesús resucitado y nuestra mano en su costado.

Correo electrónico: ramonhernnadezmartin@gmail.com

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