"Muchas veces, basta una palabra sencilla para que esa posibilidad germine" ¿A quién debe animar el párroco para que se haga diácono?

¿A quién debe animar el párroco para que se haga diácono?
¿A quién debe animar el párroco para que se haga diácono?

"En la vida de una parroquia, pocas decisiones pastorales tienen tanta trascendencia silenciosa como la de animar a un hombre a discernir una posible vocación al diaconado permanente"

"Es el párroco quien, por su conocimiento profundo de la comunidad y de las personas, se encuentra en la posición más idónea para intuir, sugerir y acompañar este camino"

"Pero una vez asumido que es él quien debe hacerlo, surge la pregunta práctica y decisiva: ¿a quién debe animar? ¿Qué hombres, dentro de la vida parroquial, son aquellos que merecen esa llamada a mirar más allá del servicio habitual y considerar el ministerio diaconal como una forma estable y sacramental de entrega?"

En la vida de una parroquia, pocas decisiones pastorales tienen tanta trascendencia silenciosa como la de animar a un hombre a discernir una posible vocación al diaconado permanente. Es el párroco quien, por su conocimiento profundo de la comunidad y de las personas, se encuentra en la posición más idónea para intuir, sugerir y acompañar este camino. Pero una vez asumido que es él quien debe hacerlo, surge la pregunta práctica y decisiva: ¿a quién debe animar? ¿Qué hombres, dentro de la vida parroquial, son aquellos que merecen esa llamada a mirar más allá del servicio habitual y considerar el ministerio diaconal como una forma estable y sacramental de entrega?

El primer criterio es amplio y esperanzador: el párroco debería animar a casi todos los hombres que muestran una fe viva, un compromiso perseverante y una actitud de servicio sincero. No hay que esperar a que alguien “parezca santo” o “tenga perfil de diácono” según criterios humanos. La vocación es un misterio que brota muchas veces donde menos se espera, y el sacerdote debe mirar con ojos de fe, no con cálculo. En las parroquias hay hombres que sostienen silenciosamente la vida comunitaria: catequistas, lectores, ministros extraordinarios, voluntarios de Cáritas, visitadores de enfermos, animadores litúrgicos, padres de familia que educan en la fe, hombres de oración que se hacen presentes allí donde hay necesidad. Ellos son, en general, el primer campo de discernimiento. Animarles a considerar el diaconado no significa señalarles un camino distinto al suyo, sino invitarles a descubrir si su entrega puede alcanzar una forma más plena y eclesial mediante el sacramento del Orden.

Creemos. Crecemos. Contigo

Conviene que el párroco no limite en exceso su mirada. Es un error pensar que solo los hombres con estudios teológicos o con cualidades oratorias están llamados al diaconado. La Iglesia necesita también diáconos sencillos, trabajadores, hombres del pueblo, que sepan acompañar con humildad y cercanía a las personas de su entorno. Lo esencial no está en la cultura o en la facilidad de palabra, sino en la fe, la disponibilidad y el deseo de servir. Allí donde haya un corazón creyente dispuesto a amar y a entregar su tiempo al Señor, puede haber una posible vocación diaconal.

Naturalmente, hay ciertos límites razonables. El párroco deberá tener en cuenta la edad, la situación familiar y la madurez personal. No conviene animar a quienes son demasiado jóvenes, pues el diaconado permanente exige haber consolidado la propia identidad humana y espiritual; tampoco suele ser prudente proponerlo a quienes han superado ampliamente los sesenta años, porque la etapa de formación y el ejercicio ministerial requieren un tiempo prolongado de servicio. Pero entre esas dos fronteras se abre un horizonte amplísimo. Hombres casados, solteros o viudos pueden ser invitados a discernir, cada uno desde su realidad. En el caso de los casados, será importante que el párroco conozca la estabilidad y la armonía de su matrimonio, pues el testimonio de una familia cristiana sólida es parte esencial del testimonio diaconal. En el caso de los solteros, convendrá que vivan una madurez afectiva y una estabilidad personal que les permita entregarse plenamente al servicio eclesial.

El párroco ha de evitar la tentación de usar excusas para no animar. A veces se piensa que ya hay bastantes servidores laicos, o que “no hace falta más clero”, o que “no se debe quitar a nadie de su puesto”. Pero el diaconado no quita nada; añade una gracia y una misión nueva. No se trata de sustituir la vocación laical, sino de confirmarla y consagrarla en un servicio que, sin dejar de ser cercano al pueblo, representa sacramentalmente a Cristo Siervo. Por eso, cuando un sacerdote percibe en un hombre de su comunidad una fidelidad constante, una vida de oración, un espíritu de servicio y una comunión sincera con la Iglesia, tiene el deber moral de sugerirle, con delicadeza, la posibilidad de que el Señor le llame al diaconado. No es imponer, sino ofrecer una puerta abierta. 

"El párroco no debe esperar a que los candidatos se ofrezcan espontáneamente. La experiencia demuestra que la mayoría de las vocaciones al diaconado nacen porque alguien —generalmente un sacerdote— se atrevió a invitar"

Diaconado
Diaconado

Muchas veces, basta una palabra sencilla para que esa posibilidad germine. Un párroco que dice: “¿Has pensado alguna vez que el Señor podría llamarte a ser diácono?” puede cambiar el rumbo de una vida. Porque los feligreses comprometidos suelen valorar profundamente la palabra de su sacerdote. Su voz es la más escuchada, la que tiene más peso espiritual. Puede que hayan oído hablar del diaconado, pero si es su párroco quien les invita a discernir, esa invitación adquiere un valor especial. El sacerdote es, por así decirlo, el primer mediador de esa llamada, el eco humano de la voz de Dios que puede resonar en el corazón de un creyente.

El párroco no debe esperar a que los candidatos se ofrezcan espontáneamente. La experiencia demuestra que la mayoría de las vocaciones al diaconado nacen porque alguien —generalmente un sacerdote— se atrevió a invitar. Por timidez o por respeto, muchos hombres no se atreverían a pensar en sí mismos como posibles diáconos, y es la palabra del párroco la que despierta la posibilidad. De ahí la importancia de animar con generosidad, sin prejuicios ni favoritismos. El Espíritu Santo actúa en todos los ambientes, y el pastor debe ser quien descubra esos signos discretos de una posible llamada: la constancia, la alegría en el servicio, la fidelidad a la Eucaristía, la sensibilidad hacia los pobres, la capacidad de escucha y la prudencia en el hablar. Quien posee esas cualidades humanas y espirituales, aunque no destaque exteriormente, puede tener dentro de sí la semilla de una vocación diaconal.

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También es esencial que el párroco no limite su propuesta solo a un grupo reducido de colaboradores habituales. La vida parroquial está llena de hombres que quizá no están tan visibles, pero que viven su fe con hondura: abuelos que transmiten la fe a sus nietos, trabajadores que testimonian el Evangelio en su vida cotidiana, hombres discretos que sostienen la comunidad desde la oración o desde un servicio silencioso. Todos ellos merecen ser mirados con esperanza. El párroco que amplía su mirada y se deja sorprender por la acción del Espíritu descubrirá vocaciones donde antes solo veía buena voluntad.

Al animar, el sacerdote debe hacerlo con realismo y ternura pastoral. No se trata de entusiasmar a alguien sin acompañarlo, ni de imponer un ideal inalcanzable, sino de ayudarle a preguntarse sinceramente si Dios podría estar llamándole. Por eso, la propuesta debe ir unida a la oferta de acompañamiento. El párroco debe mostrarse disponible para conversar, para orientar, para rezar junto al posible candidato. El discernimiento vocacional es un proceso que requiere tiempo, y solo florece si hay confianza y acompañamiento.

"El párroco que promueve vocaciones diaconales está fortaleciendo el cuerpo eclesial"

Finalmente, conviene recordar que animar a un hombre a ser diácono no es un gesto aislado, sino un acto de fe en la Iglesia. El párroco que promueve vocaciones diaconales está fortaleciendo el cuerpo eclesial, asegurando que en el futuro haya más servidores del Evangelio, más hombres que hagan visible el amor de Cristo en medio del mundo. Por eso, el sacerdote no debe tener miedo a “proponer demasiado”. El discernimiento posterior ya determinará si esa llamada es auténtica, pero la siembra corresponde a él. Si el párroco no siembra, difícilmente brotarán vocaciones.

Así pues, ¿a quién debe animar el párroco? A todo aquel hombre adulto que ame a la Iglesia, que sirva con alegría, que sea fiel en lo pequeño y que viva su fe de manera sencilla y constante. No importa su profesión, su nivel cultural o su estilo de vida; lo que cuenta es su disponibilidad para servir y su comunión con la Iglesia. A esos hombres hay que invitarlos, sin miedo, a mirar hacia el diaconado. Porque quizá, en muchos de ellos, el Señor lleva tiempo llamando en silencio, esperando solo que un párroco creyente, valiente y cercano les ayude a escuchar su voz.

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