Amén

Pero una cosa es la teoría y otra es la práctica. Y ésta lleva al convencimiento de que los encargados a perpetuidad y en exclusiva en la Iglesia de pronunciar, de dar testimonio de la palabra “Amén” son siempre los seglares, con explícita exclusión de los miembros de la Jerarquía. La del “amén” es la Iglesia de los seglares. La Iglesia del “sí”, siempre y en todo y sin posibilidad de concesión, en igualdad de condiciones y cada uno desde sus responsabilidades y carismas respectivos, a la reflexión corporativa y menos a la crítica, por constructiva y penitencial que sea y se presente.
Son muchos los que creen que al cristiano por cristiano le compete el sagrado ministerio intelectual y procedimental del “amén”. Tal comportamiento está aún en la actualidad tan generalizado y tan enraizado en algunos colectivos y comunidades cristianas, que llegaron a la conclusión de que habrán de ser y estar considerados como más y mejores cristianos en proporción a la fidelidad y frecuencia con que pronuncien y vivan su “amén”.
Son muchas –muchísimas- las ocasiones que todavía se registran en la Iglesia en las que se ofrecen claros indicios que obligan a pensar que el “voto del amén”, que en tiempos y lugares se practicó con carácter monástico y hasta eclesial, se nos hace presente con todas sus prerrogativas, y además larga y generosamente indulgenciado. Una buena parte de los miembros de la Jerarquía eclesiástica no están dispuestos a que además del “amén” pronuncien los seglares otras palabras en sus respectivas comunidades.
Por seglares, el “amén” habrá de ser su palabra, si no la única, sí la que sea articulada con mayor devoción, religión y asiduidad. Entre la Jerarquía se miden y valoran los grados y la autenticidad de religiosidad de sus “fieles” a través del número y del fervor con el que estos pronuncian el “amén” no solamente en las celebraciones litúrgicas, sino en los comportamientos normales en sus relaciones con sacerdotes y obispos y con el Papa.
Los mismos componentes de la Jerarquía se encargan de proclamar y adoctrinar esta enseñanza oficial con argumentos de autoridad y, en casos concretos, con avisos y con las debidas advertencias, para que rechacen la tentación de ser vencidos por otra clase de interpretaciones y menos por las más benévolas e indulgentes. En casos muy raros, deciden revisar su sacrosanta e irresoluta defensa del “amén” como patrimonio y definición del seglar, convencidos como están de que, hoy por hoy y ni siquiera pasado mañana, hay otra opción dentro de la Iglesia, pese a que la doctrina conciliar, y la voz de no pocos teólogos y seglares, manifiesten todo lo contrario.
Aunque algunos -pocos- crean ya con optimismo religioso que a la Iglesia del “amén” no le quedan muchas témporas de pervivencia, alentando la esperanza de que llegará pronto el día en el que se sientan y actúen con las debidas responsabilidades cristianas como Pueblo de Dios, son muchos más los pesimistas, es decir, los realistas, convencidos de que el camino a recorrer es todavía muy largo…
Es consolador, no obstante, abrigar la esperanza de que, pese a tal cúmulo de dificultades e incoherencias, esos mismos seglares están, y por ahora seguirán estando dispuestos a confiar que algún día el soplo renovador del Espíritu irrumpa con fuerzas más denodadas y se les abran de par en par los caminos a la gracia de Dios en el constante crecimiento de la fe identificadora de la Iglesia-Pueblo de Dios.
Trabajar y rezar por la pronta desaparición de la Iglesia del “amén” es compromiso de fe y esperanza en el Reino de Dios y significa apostar por su futuro, en consonancia con su legitimidad y como respuesta a actuales demandas de la humanidad.