Buenas y Malas Maneras

El diálogo, por diálogo, debiera estar indulgenciado a perpetuidad en la Iglesia. No pocas jaculatorias, visitas a templos, santuarios y ermitas, mortificaciones, limosnas a favor de determinadas obras, besos a imágenes de santos y al Crucifijo, rezos y gestos devotos y otros ritos y obras de piedad, están enriquecidas con indulgencias, plenarias o no, siempre con generosidad y promesas de felicidad en esta vida y en la otra.

El diálogo es esencial en la Iglesia. Sin diálogo no hay Iglesia, o esta no es Iglesia de Cristo. La Iglesia es de por sí diálogo. La invocación a la Virgen como “Nuestra Señora del Diálogo”, reflejaría el sentimiento y el compromiso con una verdad auténticamente religiosa. Por supuesto que la Iglesia es pueblo de Dios, y no solamente es su jerarquía, por lo que sobra referir una nueva dificultad para ejercer de dialogante. No es posible, por ejemplo, dialogar ni antes ni después de haber contemplado a cualquier miembro de la jerarquía con los paramentos pontificales al uso. El diálogo es una oración y un sacrificio grato a Dios y a los hombres.

Y ocurre que, al igual que en tantas otras situaciones de la vida y de la religión, la asignatura del diálogo no se enseña ni en la familia, ni en la catequesis, ni en los medios de comunicación, homilías y predicaciones, por lo que el analfabetismo, lo mismo social que en cristiano, impera e inspira normas muy elementales de la pedagogía, en perjuicio del desarrollo integral de la persona y de las instituciones, sin exclusión de la eclesiástica.

Disyuntiva al rechazo y a la falta de diálogo, en términos anejos a la zoolatría, no podrá ser otra que la de embestir, ladrar, aullar, censurar por censurar, vociferar y hasta ofender. Si el diálogo ha de fundamentarse en la humilde y sensata exposición de razones propias, con aceptación de las ajenas, al encuentro comunitario con la verdad, y no con la injuria, amenazas e improperios, el nombre sagrado del diálogo está de más, con necesidad absoluta de excluirlo del vocabulario, por muy “católico, apostólico y romano” que se llame y se evoque, hasta con licencia eclesiástica o para-eclesiástica y como prueba y muestra segura de desamor y de infidelidad con la Iglesia y con su doctrina.

En nuestro caso, y rechazando cualquier protagonismo de “Religión Digital”, de sus colaboradores y lectores, resulta esperpéntico que una buena parte de los “disconformes” con los “blogueros”, estos resulten ser sistemáticamente otros tantos objetos-sujetos de insultos, denuestos e improperios, sin ahorrarse emplear términos sucios, impropios de personas educadas, de las que es obligado pensar que los tienen desterrados de su convivencia familiar y social. Si alguna de estas “lindezas” verbales o escritas, se les propinaran a conocidos, amigos o enemigos, el bochorno y sonrojo que
experimentarían, sería antológico.

Y lo más denigrante, profano e irreligioso del caso, es que la mayoría de quienes emplean tales “palabros”, lo hacen instigados por convicciones “católicas y apostólicas y romanas”, y antes o después de haber “oído” la misa, y de haber comulgado, con tranquilidad de conciencia y hasta con la falaz convicción de que hicieron, o hacen, una buena obra, y, por tanto, sin propósito de enmienda, sino todo lo contrario y como un capítulo más de la “guerra santa” que declararon por su cuenta, a veces “en el nombre de Dios” y “caiga quien caiga”,

Escribir con seudónimo, sin foto, y sin identificación personal alguna, resulta bochornoso, indecoroso, infantil, falto de justicia, de ética, de estética y de evangelio, evidenciando la absoluta carencia de argumentos y razones para expresarse “como Dios manda” y reclaman la educación y los buenos modales. Todo insulto contra quien sea, y más poniendo a Dios por testigo, es una blasfemia y una furibunda testificación de que ya se vive, o se quiere vivir, sempiternamente “extra Ecclesiam”.
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