CONSTITUCIÓN SANTA CONSTITUCIÓN

Cuestionadas hoy en gran proporción las procesiones religiosas en España, por sus calles y plazas, refieren las crónicas que precisamente copias de la de Cádiz (a.1812), bautizada con el sobrenombre de “La Pepa”, fueron objeto devotos, dignos de ser acompañados por el personal cívico, recorriendo itinerarios de los ayuntamientos hasta los templos, en acción de gracias por el bien recibido a favor del pueblo. Y es que, una vez más, artículos constitucionales de la legislación civil se adelantaban a otros tantos del Código de Derecho Canónico y bebían su doctrina directamente de los santos evangelios.

Y es que la Constitución –“ley fundamental de la organización del Estado”-, siempre y cuando hayan sido sus redactores elegidos por el pueblo- pueblo, prevalece sobre cualquier otro tipo de motivaciones. Toda -casi toda- Constitución es de por sí “religiosa”. Y, por tanto, al margen de interpretaciones fugaces y sesgadas, interesadas, por mucha piedad que le sea asignada en ceremonias y ritos.

El pueblo es la “voz de Dios”-, aunque los “listos” y los malintencionados de siempre suplanten lo de “Dei”, por el término latino “stultorum”, profanando dicho tan sagrado con la necia e infame versión de que “más que de Dios, la del pueblo suele ser la voz de los necios o estultos “.

La relación entre Constitución e Iglesia en España, con Concordato o sin él, precisa seria y profunda reconversión por parte de unos y otros. Por supuesto, que también de la Iglesia y los eclesiásticos. Una conversión- reconversión ciertamente penitencial. Con teología, pastoral y sobre todo, con Evangelio. El texto y el contenido de la Constitución, en su apartado de Iglesia, no son los propios y específicos de los tratados al uso, dentro y fuera de las fronteras, cuyo conjunto rige, protege y defiende. Precisamente por eso, y con las debidas leyes y normas establecidas, las Constituciones estarán abocadas a los cambios que demandan los tiempos, de modo especial si estos son tan nuevos e impensables como los de ahora.

Resulta esclarecedor el ejemplo que puede aportarse en relación con el nombramiento de los obispos, en el que, por instigación y con valor constitucional, el texto que habrían de firmar los nuevos, estaba así redactado y llevado a la práctica:

“Ante Dios y los Santos Evangelios juro y prometo como corresponde a un obispo, fidelidad al Estado español, y al gobierno establecido egún las leyes españolas. Juro y prometo además no tomar parte en ningún acuerdo, que pueda perjudicar al Estado español y al orden público, y haré observar a mi clero igual conducta”.

La “sacralización” de la “res pública” y de una política tal vez incompatible con el Evangelio, resultaba tan patente como la profanación de la Iglesia, cuyos próceres episcopales se prestaron a la formulación del juramento, no registrándose el nombre de ninguno que se negara a someterse a acto tan patético y además desconcertantemente irreligioso y anti eclesial.

(Personalmente pienso que, equipados con la Teología y el Derecho Canónico que les consintieran este juramento a quienes siguen rigiendo aún sus sedes y los consagraron sacerdotes y obispos, no pocos habrán de añorar tales tiempos y signos, por lo que también habrá de resultarles, si no imposible, sí muy difícil aceptar e impulsar la “sinodalidad” de la Iglesia, tarea en la que está empeñado el papa Francisco. Obispos-obispos fueron aquellos y no los de ahora. Iglesia-Iglesia fue la que lo consintió y permitió vivir de sus rentas. Todo lo demás es progresismo barato y destructor de la institución eclesiástica y de cuanto ella es y representa. ¿Hay quien dé más?(¡¡).

Y ahora y de aquí en adelante, por el bien del Estado y el de la Iglesia, nos corresponde formular los mejores deseos de que la nueva embajadora de España ante la “Santa Sede”, -católica “practicante”- dedique sus más fervientes deseos y actividades a resolver los problemas de siempre, tales como el sueldo de los curas, la asignatura de la Religión en los centros docentes, inmatriculaciones, exenciones y privilegios impropios del momento en el que vivimos y viviremos mañana o pasado mañana.

Lo de que, “si no es católica, España no es, y dejará de llamarse España”, es proposición a punto de “pasar a mejor vida”, y contra lo que es no solo inútil, sino anti-natural , amoral y anti-evangélico establecer pugna alguna  y menos otra -¡otra¡- “CRUZADA” , a no ser la predicada por el Concilio Vaticano II y proclamada por el papa Francisco hasta enronquecer.

La misión de la Iglesia no es gobernar. Con gobernarse a sí misma y ser ejemplo y referencia ético-moral para los demás -cristianos o no- tiene más que suficiente.

Los “eclesiásticos belicosos”, las “cruzadas “, “Dios Rey del Universo y Supremo Juez” encarnado en Jesús de Nazaret, perpetuados en obispos y sus allegados, es catequesis periclitada, al igual que tanto incienso, mitras y báculos y el privilegio de que sus embajadores/as y nuncios -este, sin femenino-, ocupen los primeros lugares en el elenco diplomático, avalado por el minúsculo Estado Vaticano, el último en extensión entre los Estados de todo el orbe.

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