LA CRUZ DEL SEÑOR OBISPO

Aunque el destino y la vocación definitiva no sea la cruz, sino la resurrección y la vida, antes hay que pasar por la cruz. El camino del Calvario es santo, y Jesús lo recorrió en plenitud y acompañamiento de gritos de condenas por parte de algunos, -muchos-, y de muy pocos “¡hosannas¡”, que eran los menos y de los más asustados.

Pero la cruz -crucifixión, en todas las culturas, y más en la cristiana era, y es cruz, es decir, patíbulo, tormento de esclavos y para esclavos y supremo castigo penal también religioso, sin explicación consecuente generalizada y popular, de que tras ella, amanecerá inexcusablemente el orto del sol por el horizonte de la muerte, que es -será- el comienzo de la verdadera vida.

Profanar la cruz es atentar gravemente contra la vida, que en la Teología y en el Catecismo cristiano se escribe con letras mayúsculas por aquello del santo Evangelio y de su protagonista que se definió a sí mismo“ como el “Camino, la Verdad y la Vida”, al margen de otras definiciones analfabetas, difusas o alienadamente confusas.

Absurda y lamentablemente curioso resulta el dato de que precisamente sean los obispos otros tantos actores principales en el teatro de vida real, tanto civil como eclesiástica, haciendo uso de la santa cruz, sin ocurrírseles siquiera pensar que este signo se profana hasta su misma raíz cuando se convierte en objeto de lujo o de distinción, descartando toda referencia a la contenida en los evangelios.

Así las cosas, el abuso de la cruz por parte episcopal es ciertamente grave. Y, además, habitual. Lo mismo en el “Ordo” litúrgico, que en el protocolo cívico y aún familiar. A los obispos se les distingue, y su presencia no pasa desapercibida en reuniones y solemnidades, exactamente por la cruz que reposa en el retablo, normalmente orondo, de su anatomía orgánica. Si ella, la cruz, está más y mejor enjoyada, más obispo- arzobispo se es, o se pretende ser.

La cruz -distinción, joya, premio, gracia, honra, agasajo y honor, pierde su esencial condición de signo religioso y cristiano, y profana a quienes prestan sus cuerpos para hacer del mismo “retablo pectoral”.

Cruces como estas, que son mayoría episcopal, no tendrán cabida en el Reino de Dios. Tampoco la tendrán las mitras, ni las capas magnas, anillos y “escudos de armas” con sus lemas copiados de la Filosofía o de las llamadas “Ciencias Sagradas”, y aún de los evangelios. En el Reino de Dios no tienen cabida, dado que en su aduana no hay resquicio alguno que facilite su entrada, por exigencias ascéticas del “Sin transit gloria mundo”. El mundo, solo el mundo, acompañado del demonio y de la “carne” de los catecismos, -fue y es, relicario de tales signos episcopales y aún pontificales.

En el cielo no se está. Se es. Y tal condición define a ricos y a pobres. A analfabetos e intelectuales. A varones y a féminas. A blancos, a negros, a cobrizos, a los amarillos y a los rubios más rubios. En el cielo están de más los ornamentos que se dijeron e intitularon “sagrados”. Una cruz-condecoración constituye una irreverencia y hasta puede que un sacrilegio.

Comprendo que ser y ejercer de obispo en la actualidad no deje de ser una verdadera cruz, que probablemente será más pesada de aquí en adelante. Pero en proporciones similares hay que comprender que para no pocos laicos y laicas, y también presbíteros. sus obispos son asimismo otras cruces tanto o más pesadas…

No sería ético ni moral, dejar de reseñar que, con el “precio” material de las cruces de algunos obispos, se podría -debería- atender no pocas obras de caridad -amor- que esto es lo que de verdad hace Iglesia a la Iglesia y señores, obispos a los obispos y a los arzobispos.

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