Disentir no es delito (Ni dentro ni fuera de la Iglesia)

Ante el listado de los nombres componentes del Colegio Cardenalicio que puedan ostentar en su día la vocación- ministerio de “papables” para substituir “franciscanamente” al papa actual, se me ocurre pensar en el de Mons. don Baltasar Enrique Porras Cardoso, arzobispo de la Mérida de Venezuela y Administrador Apostólico de la archidiócesis de Caracas. Nació el 10 de octubre de 1944, estudió en su Seminario y Teología Pastoral en la Universidad Pontifica de Salamanca –nuestra UPSA-, ordenándose de sacerdote en su tierra, consagrado obispo el 17 de septiembre de 1983.

Su trayectoria pastoral de contacto y compromiso con el pueblo en las difíciles circunstancias políticas, económicas y también religiosas en las que vive su país, les han conferido diversidad de doctorados en ciencias humanas y divinas como para encarnar el tipo de “Obispo de Roma” que siempre, y más hoy, demandan los tiempos y los evangelios. Su actividad pastoral tuvo, y sigue teniendo, caracteres eminentemente “laicales”, es decir, propios y específicos del concilio Vaticano II.


Y aconteció hace breves días que nuestro “papable” de allende los mares, en un acto público universitario, en presencia de varios obispos y del mismo Gobernador del Estado de Mérida, don Ramón Guevara, pronunció un discurso, cuyos titulares presentó y destacó la prensa como “La disensión jamás podrá ser delito”, apuntando directamente, y sin reserva alguna, al centenar de prisioneros que oficialmente registran las estadísticas y declaraciones gubernamentales de los diversos organismos venezolanos competentes, es decir, incompetentes.

Hay que comprender que, tal y como están las cosas por aquellas latitudes, el “franciscanismo” de estas palabras cardenalicias es incuestionable, digno de admiración y de ejemplo, con aspiraciones martiriales allí y en donde quiera que se pronuncien. Obispos, arzobispos, cardenales “papables” o no, y el resto del laicado –ellos y ellas- , oportuna e inoportunamente, habrán de hacer uso del léxico del arzobispo de Mérida para “pronunciarse” y “decirse” comprometidamente y lo más alto y claro posible y después “que sea lo que Dios quiera”, siempre y cuando se impongan los intereses del pueblo-Iglesia- pueblo, y no los de los eclesiásticos, sobre todo los ornamentados con títulos y predicamentos jerárquicos.

La disensión, interpretada y administrada académicamente y como corresponde –“falta de acuerdo entre varias personas por su forma de pensar o por sus propósitos”- jamás constituirá delito –“crimen o quebrantamiento de la ley”. La “disensión” y su pariente el “diálogo” -“negociación sobre un asunto con el propósito de llegar a un acuerdo entre distintas posiciones”- es de precepto en la constitución – confirmación de la convivencia que aspire a ser y a ejercer como humana…

Sin disensión- diálogo, ni hay ni puede haber sociedad del tipo que sea, ni civil ni religiosa. De ahí la satisfacción al llegarnos las referencias tan exactas como provocadoras del cardenal Porras en las circunstancias de lugar y de tiempo en las que las pronunciara, adoctrinando a los gobernantes, y a sus colegas- “hermanos en el episcopado”.

Y es que también a la Iglesia, presente y representada jerárquicamente por los obispos, les faltan lecciones y “prácticas” de disensiones y diálogos entre unos y otros, lo mismo vertical que horizontalmente, con teológica, respetuosa y sacrosanta mención relativa a los laicos y laicas. Es posible que en el organigrama de la Iglesia oficial sea donde con mayor y más descarada proporción y urgencia se eche hoy de menos el diálogo. La del “AMÉN” pronunciada y vivida con todas sus consecuencias, es –sigue siendo- fórmula clave de fe para esta vida y para la otra, invocando para ello no pocos dogmas.

En realidad, los dogmas-dogmas son pocos. Muy pocos. Son muchos más, incomparable y incomprensiblemente más, los cánones, las normas, la disciplinas, los ritos y las rutinas ancestrales transmitidas de generación en generación, ausentes todas ellas de las páginas de los evangelios, pero que hacen perdurar los báculos, las mitras, los anillos, los oficios y los beneficios, así como el “NOS por la gracia de Dios”.

Más que un delito o un pecado, disentir –dentro y fuera de la Iglesia- es una virtud y una gracia de Dios.

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