La Mujer y el Papa Francisco

En síntesis gloriosamente religiosa, el “evangelio” y el “gozo” se han vuelto a agavillar de la mano del Papa Francisco, reconstruyendo el matrimonio imperecedero que fluye del mensaje y del testimonio de Cristo Jesús. Su formulación se encuentra en la “Exhortación Apostólica” que inician los términos latinos “Evangelii Guadium”, calificada por algunos como “reevangelización de la Iglesia”, y por otros como “conversión del Papado”.

. Pero en tan dichoso y bienaventurado itinerario de vuelta radical a la Ley de Dios, desde el conocimiento, vivencia y respeto a las “realidades terrenales”, hay un capítulo cuyos moldes no se muestra, al menos por ahora, solícitamente dispuesto el Papa Francisco a sobrepasar, asumiendo todas sus consecuencias, aún aquellas que den la impresión de ser intangibles “misteriosas” e insondables razones. Me refiero a cuanto se relaciona con la mujer y la Iglesia, con líricas y corteses referencias festivas a que, por fin algunas “ ya comparten responsabilidades pastorales junto con los sacerdotes”, con la esperanza de que un día “brinden nuevos aportes con su presencia más incisiva en la Iglesia”.

. Un comportamiento eclesiástico como el ajustado y reflejado en estas palabras respecto a la mujer no es nítidamente evangélico.. Es ambiguo, confuso y equívoco. Resulta tímidamente complaciente con algunos –y algunas (¿?)-, pero displicente con la mayoría, impropia además con la forma de ser, de proclamar y de ejercitar su ministerio como obispo “cristiano” de Roma.

. La visión y comportamiento que la Iglesia “oficial” mantiene y sacraliza respecto a la mujer, es ofensiva, anacrónica y errónea. A cualquier mujer sanamente consciente y moderna, le parecerá insalvable y absurdamente misterioso el abismo que le será preciso salvar para intentar entender las sin-razones en las que sigue sustentando la Iglesia el antifeminismo, con la consecuencia e ilícita discriminación que ello comporta, con la expresa mención a su incapacidad para ser y ejercer como sacerdote.

. A sociólogos, pastoralistas, políticos, economistas, empresario y al personal en general alistado en profesiones y oficios, les resulta inexplicable y absurdo que en sus nóminas estén ya ocupando todos los puestos de responsabilidad y en la Iglesia Católica no hayan rebasado el grado de acólitos. Los intelectuales, y aspirantes a serlo, rechazan sustantivamente que la mujer haya de ser considerada y tratada como inferior al hombre, al negársele toda capacidad de responsabilizarse con la dirección de la Iglesia en todos sus estratos, aduciendo para ello, a lo sumo, costumbres y prácticas judaicas ya cuestionadas hoy por ellos mismos. Contando con la capacitación correspondiente los cargos más importantes en la esfera civil son, por igual, compartidos tanto por la mujer como por el hombre, sin que a ella le esté vedado alguno, por su condición femenina.

. La continuidad de cualquier rasgo de misoginia en la Iglesia oficial genera consecuencias muy graves. Por ejemplo, explica, por ejemplo, los episodios esperpénticos arzobispales como los protagonizados por el metropolitano de Granada, con el acérrimo –“¡erre que erre!”- adoctrinamiento en la sumisión femenil, de modo similar a como en países árabes se les niega el permiso de conducir en el caso en el que sea su aspirante una mujer. Aún dentro de la misma Iglesia, la negación del sacerdocio- episcopado a la mujer es un obstáculo más para el ecumenismo,, con lo que el “Cristo Roto” seguirá siendo herencia determinante en la religión que profesamos como “única y verdadera”.

. En la Iglesia, y aún fuera de ella, son muchas las personas que esperan que la dignificación de la mujer, con todas sus consecuencias, incluidas las canónicas, sea tarea principal que emprenda el Papa Francisco, sin concesiones timoratas e irreverentes para el que antes fuera definido como “devoto sexo femenino”. En la programada y exigida reforma de la Iglesia con la que se identifica el Papa Francisco, la presencia y actividad de la mujer es incuestionable, con categoría de dogma de fe.

. Seguir adscribiéndole de alguna manera el título de “pecadora”, de “pecado” y de “varón imperfecto o frustrado” a la mujer, por mujer, es una degradación y un desprestigio. Ante lo que no cabe más opción que entonar el “Yo pecador”, previa la leal formulación del “propósito de enmienda” y del “dolor de corazón”. Teólogos muy serios y comprometidos con Sagrada Escritura, la historia eclesiástica y las “realidades terrenales” muestran su desacuerdo con la doctrina “oficial”, mantenida hasta ahora con la ventaja canónica de que los “mónitums” y descalificaciones se administrarán con mayor cordura, sensatez y evangelio.
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