Cuento de una paja

Nací en invierno, pero tengo conciencia de mi existencia a partir de los primeros calores de la primavera. Fue entonces cuando mis tallos crecieron vistiéndose de un verde brillante que me enorgullecía. Apoyado en la brisa me balanceaba y soñaba con el cielo azul que se proyectaba sobre mí, sueños de altura y de perpetuidad. Pronto empezó a crecer en mi extremidad una espiga, que con el peso me obligaba a inclinar la cabeza.

            Un buen día, llegaron unos segadores que, poco a poco, fueron cortando nuestros tallos, el mío y el de mis hermanos, amontonándolos sin miramiento alguno. Mezclados con el polvo y a ras de suelo sentíamos miedo de un mañana que nos era desconocido. Al temor siguió el dolor pues una máquina que llamaban trillo fue despojándonos de los granos que, tan orgullosos, habíamos alimentado. El futuro ya no era nuestro y el presente aparecía rodeado de malos presagios.

            Cuando sólo me quedaba un hálito de vida, me llevaron a un establo con la misión de servir de cama a unos pobres animales ¡No era el fin soñado! Yo recordaba con nostalgia el calor del sol y la frescura del agua que habían vitalizado mi ser ¿Qué triste terminar así!

            Una noche oímos un ruido inhabitual. Entraron en el establo un burro, un varón y una mujer. No acierto a explicar el cambio, pero tengo constancia de que, a partir de aquel momento, nuestro mísero lugar se llenó de luz y de paz. Hablaban bajo y se expresaban con cariño. Él estaba preocupado por el bienestar de su compañera, ella intentando minimizar el dolor y la angustia para no asustarle.

Cogieron mi tallo marchito y seco y lo amontonaron junto a otros para formar un pequeño lecho. Estaba lejos y no pude observar lo que sucedió, pero al poco se oyó el llanto de un Niño, un recién nacido ya que ellos entraron solos. Comprendí que el montón que formábamos iba a ser la cuna de aquel bebé. Dolido y renegado por haber perdido la ilusión del mañana tengo que reconocer que mi nuevo papel no me causó especial alegría.

Colocaron al Niño sobre nuestros tallos envejecidos y algo maravilloso ocurrió. La vida, el agua, el sol que nos habían abandonado volvieron con renovada fuerza a alimentar nuestras células y llenarnos de ilusión. Sin ponernos de acuerdo, apretamos los codos para hacer fuerza, para llenar de aire los huecos y que el Niño estuviera sobre la mejor y más mullida cama. Nos dolía la postura del esfuerzo continuado pero Él nos sonreía y aquella sonrisa curaba nuestros males físicos y morales.

¡Qué suerte haber acabado mi vida como una simple paja en aquel portal! Una vida sin historia conocida, sin reconocimiento público, sin haber tejido coronas de vencedor, pero una vida enriquecida por la personalidad de un Niño que apreciaba nuestro esfuerzo por hacer su sueño más placentero.

            Pasadas unas noches hizo especialmente frío en aquel establo. María y José, que así se llamaban sus padres, buscaron paja para encender un fuego. Me sentí llamado a responder ¡Quién lo hubiera dicho hace unos meses! Y resbalé hacia las manos de José. Mi final fue el fuego, un fuego que dio calor y luz a aquella cabaña. Y es curioso pues como ceniza e impulsado por el viento subí muy alto, muy alto, mucho más alto de lo que jamás había soñado. Fui feliz… soy feliz.

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