Adulación

Antes y después de llegar a sus siempre relativas alturas, más de cuatro le oyeron chancear sobre la adulación. Parecía conocer bien la teoría sobre el arte del halago y citaba algún escritor autorizado de la antigüedad y el testimonio de un famoso personaje del momento.

Pero él no se libró de esta plaga placentera. ¿Tan arduo es el ejercicio del poder? ¿Tan arraigada puede llegar a estar en quienes mandan la necesidad del halago? ¿Tan candorosa o tan espesa llegó a tornarse la mente de quien hasta entonces pasaba por hombre avisado? ¿Tan laborioso es para algunos gobernar sin el aplauso cerrado?

Nuestro personaje fue empujando y alejando de sí a quienes se inclinaban al discernimiento y la crítica incómoda hasta quedarse con un grupo de embelesados incondicionales. Y como el embeleso del adulador es difícil de soportar en silencio, los homúnculos hallaban con frecuencia la ocasión de proclamar ante el mundo los motivos de su éxtasis y pregonar sin pudor las glorias del egregio. Nada importaba que los juegos y los fuegos, que los perfumes de incensario produjeran en los demás una mezcla de atufamiento y afrenta, acaso sólo recias somatizaciones de un sentimiento de vergüenza ajena.

¿Era una suerte de ingenuidad la que guiaba al aupado mandatario? ¿Guiaba parecida ingenuidad, aunque de polo opuesto, a sus turiferarios entusiastas?

Son preguntas de ingenuo. Pues, por lo visto y oído, la adulación, en determinadas circunstancias, sabe aportar refinados o torpes placeres al que la recibe e incomparables delicias a quienes la practican. Y a los aduladores más reflexivos y menos embotados aceptar la odiosidad y hasta la indecencia de una sumisión degradante puede reportarles sabrosas ventajas.

(De Elogio de la ingenuidad, Madrid, Nueva Utopía, 2007, p.155-56).
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