Cristo estaba en el Vaticano

Hace unos años volví al Vaticano. Yo, por supuesto, no soy nadie en el Vaticano, pero es una manera algo solemne de comenzar a decir que estuve quince días en Roma como turista y como creyente. Conocía la ciudad de un viaje lejano, al final de mi niñez, del que me quedaban sólo algunos recuerdos vagos y un nada vago recuerdo de la audiencia multitudinaria con uno de los papas del pasado. En estos quince días visité al menos dos veces la basílica de San Pedro. He oído criticar el severo servicio de orden con que se recibe y se llama a la corrección a muchos turistas escasamente vestidos. A mí no me disgustó.

Los recibían unos hombres, varios jóvenes entre ellos, trajeados y encorbatados, con una acreditación bien visible. El ruego de entrar con ropas “de respeto” sonaba perentorio pero educado. Era verano, y dentro de la basílica pululaba una muchedumbre atenta a todas las particularidades del arte colosal del primer templo cristiano. Yo hice mi repaso personal, incluida la visita en la cripta a las tumbas de los últimos papas, con una oración emocionada ante los restos del querido Juan XXIII. Al subir de nuevo, me reencontré con el sordo fragor de la masa que se movía desordenadamente en todas las direcciones. Pero me llamó la atención, en la nave derecha, una puerta ante la que se redoblaban las cautelas del servicio de orden. Un rótulo avisaba que allí se exponía el Santísimo y que aquél era un lugar de absoluto silencio, sólo permitido a quienes entraran a orar.

Entré y hallé exactamente lo que en la puerta se anunciaba. En la pequeña capilla había unos cuantos hombres y mujeres, mayores y jóvenes, recogidos en la contemplación y abismados ante la custodia que mostraba en la Hostia la presencia sacramental de Cristo. Yo mismo me ví de pronto inmerso en aquel paraíso de la adoración y me uní al instante al silencio profundo de quienes oraban a mi lado.


A veces puede uno pensar que es más fácil rezar y sentir a Dios en la soledad, o con un pequeño grupo de creyentes en una aldea perdida, que en el fragor turístico de Jerusalén o de Roma. Dios está en todas partes. Pero aquel día –soy testigo- Cristo estaba en Roma, en aquella isla de quietud, a salvo del oleaje de la cercana marea turística.

Lo que modestamente viví en aquel rato de adoración lo trascribí al llegar a mi hospedaje en el poema que ofrezco para esta semana en que se celebra la fiesta del Corpus Christi.

ANTE EL SANTÍSIMO SACRAMENTO


Te miro en la custodia
y eres un sol para el frío de los pobres,
luna llena para las noches del hombre.
Ojo resplandeciente de Dios
y un círculo donde se muere la prisa.
Te miro confiado
y te agrandas como un orbe de blancura
y como un universo en paz al que ya pertenezco.
De ti me viene
este temblor de plenitud
que me saca del tiempo.
Humilde traigo el mundo a tu presencia
con todos los que amo.
Protégelos
desde tu mediodía sin ocaso.
Dales tu luz y tu calor. Dales un rayo
de esa serenidad que nace de la altura.
Envíales tu luz y tu verdad
y un gramo de esa tu perfección imposible.
Y ya que estoy contigo,
nunca, nunca se apague
este instante de luz,
ni este monte de fe,
ni tu rostro de pan transfigurado.
Nunca jamás se olvide
tu blancura de nieve.
Tu Padre alienta aquí,
oh Hijo eterno en quien él se complace.
Y aquí estoy yo mortal,
subiendo y habitando
una tierra de gloria.


Roma, julio de 1992.
(Cien oraciones para respirar, Madrid, 1994, p.87-88;
Obra poética, p. 387)
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