Futbolistas que se santiguan

Todo el mundo puede observarlo. En cualquier partido de fútbol, contemplado desde la grada o en la pantalla de televisión, se ve a algún futbolista santiguarse. Se santiguan al salir al campo, al meter el gol, al retirarse del campo. Algunos tocan antes el césped con los dedos. Muchos miran al cielo. Hay quienes se trazan la cruz cristiana dos y hasta tres veces.

Los futbolistas no parecen sentir pudor alguno en mostrarse “religiosos” ante la multitud. El detalle no deja de ser curioso en esta parcela geográfica occidental en la que, para muchos, la religión y la fe es tabú que no se confiesa. Lo cierto es que luego las encuestas dan un altísimo porcentaje de creyentes. Quizá a su manera, pero creyentes. Sí, muchos futbolistas se santiguan sin pizca de respeto humano y, de algún modo, constituyen una excepción en este mundo de creyentes clandestinos.

Seguramente tendrá algo que ver con esta práctica extendida la máxima tensión en que un partido de alta competición se desarrolla. El afán de ganar, el miedo a la derrota ponen en juego los resortes que llevan a buscar una ayuda superior. Y el éxito de una jugada decisiva, al agradecimiento. No vamos a exagerar. Alguien me confesó hace tiempo que sólo rezaba cuando se subía a un avión. Eso es seguramente compatible con una religiosidad y un cristianismo deficitarios, aunque nada es desdeñable. Algunos parecen pensar que “vivir de la fe” es como situarse al margen del mundo y de la gran corriente de las cosas y los sucesos en que nos movemos los humanos.

Pero además de los rezadores ocasionales, hay creyentes que no ejercen a tiempo parcial. Tratan de vestir de eternidad el sencillo tejido del vivir cotidiano, intentando no quedarse nunca atrás en los más nobles afanes de este mundo. Algo de esto viene a decir y a sentir, desde la total modestia, mi siguiente poema.

Dios

Fue su primer amor.
Quiso que fuera el último.
Y en medio fue su desmedido intento:
prender de amor eterno las horas, ay, tan breves.

Nadie piense que ardiera
tan alto fuego en vano:
que sólo Él sabe cómo amó la vida
.

(Obra poética, 525)

Volviendo a los futbolistas o al rezador del avión, fácilmente se advierte que muchas veces rezamos en el miedo a la muerte o al fracaso. El miedo es una respuesta ante el peligro y un dato básico de nuestra radical limitación. Todo lo contrario de cómo vi a Dios en los versos siguientes:

Definiciones

Dicen que eres Amor,
oh mi abrazo invisible,
que eres “el que es”
el que en todo está, Padre y poder, presencia pura...

Hoy prefiero nombrarte
“El que nunca teme”
.

Presencia pura, en todo y siempre. Y a nuestro alcance está gozar de esa presencia en los lances y movimientos más comunes y aun aparentemente rutinarios de nuestra vida diaria, como se afirma gozosamente aquí:

En el autobús

De pronto supo bien quién era,
y cuál la respirable causa
de aquella mutación sobrevenida.
Todo fue certidumbre, mañana obvia,
luz de luz, paz verdadera
de una paz verdadera.
Por la urbana rutina
corría suavemente, sobre ruedas,
el autobús, ágil su carga humana.
Entraban y salían los viajeros
del recinto de sol
que un generoso otoño regalaba.
Y supo allí de pronto quién era Él, quién pintaba
de otro color el aire
y quién lo serenaba y protegía,
y por qué se aflojaba el peso de su cuerpo
sobre el asiento duro.
Supo de pronto quién estaba
acá de los cristales y ventanas,
regalo y transparencia en el espacio
y en las frentes, los cuerpos
de los viajeros que con él rodaban.
Tanta fue la presencia, tan crecido
en plenitud el tiempo, tan deshecha la prisa,
que su autobús, su viaje
alcanzaron, oh otoñal sorpresa,
aún a medio trayecto,
el rango de dorada
estación de destino.

(Obra poética, p. 530)

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